Artículo traducido por Jorge Anaya para La Jornada

No sólo eleva la presión arterial y acelera el envejecimiento, afirman científicos. Poderoso es el alcance del estrés: limita la continuidad de especies. Sucesos traumáticos en la vida temprana dejan huellas perdurables en el cerebro.
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No hay un sistema en el organismo que no se vea afectado por el estrés. En el curso del tiempo, el estrés eleva la presión arterial, aumenta las probabilidades de infertilidad y acelera el envejecimiento, entre muchos otros efectos.

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© La Vanguardia
Durante mucho tiempo se ha creído que basta quitar la fuente del estrés para conjurar todos esos horrores. Pero hay cada vez más evidencia científica de que el estrés no sólo ocasiona cambios permanentes en el organismo, sino que éstos pueden heredarse a los descendientes. Más aún: algunos investigadores sostienen que el estrés sicológico abunda en la naturaleza, no sólo entre humanos. Y su influencia es tan poderosa, que impone un ritmo a ecosistemas completos: determina qué especies prosperan y cuáles desaparecen.

Rachel Yehuda, neurocientífica de la Escuela de Medicina Monte Sinaí, de Nueva York, afirma que es tiempo de rescribir los libros que tratan del estrés y desechar la idea de que sus efectos son transitorios. "Algunos efectos del ambiente y de la experiencia son de larga duración - comenta - . Tanto, que necesitamos una nueva biología."

Secuelas generacionales

Yehuda tuvo su primera percepción de la marca indeleble que el estrés puede dejar en familias en 1993, cuando abrió una clínica para tratar los problemas sicológicos de los sobrevivientes al Holocausto y se vio inundada de llamadas de hijos adultos de esas personas. Descubrió que los descendientes eran particularmente proclives al desorden de estrés postraumático. Tanto los padres como los hijos tendían a tener bajos niveles de la hormona cortisol en su orina. Más extraño aún: mientras más severos fueran los síntomas del estrés en el sobreviviente al Holocausto, menos cortisol había en la orina del hijo.

El cortisol tiene un papel importante en la respuesta del organismo al estrés. Cuando se presenta una amenaza, el cerebro instruye a las glándulas suprarrenales que liberen hormonas en la sangre, entre ellas la adrenalina. El resultado es que los latidos del corazón y la respiración se aceleran para prepararnos a luchar o huir. Cuando la amenaza ha pasado, el cerebro envía otra señal a las glándulas para que liberen cortisol, el cual detiene la respuesta al estrés adhiriéndose a receptores ubicados en ciertas regiones del cerebro, como el hipocampo.

En la Universidad McGill de Montreal, Canadá, el neurocientífico Michael Meaney ha mostrado que sucesos estresantes en la vida temprana de las ratas, como ser criadas por una madre negligente, pueden afectar su respuesta al estrés cuando llegan a adultas. Estas crías se vuelven temerosas y tímidas, y tienen menos receptores de torticosterona (el equivalente al cortisol en las ratas) en el hipocampo que los hijos de madres cuidadosas.

El año pasado, el equipo de investigadores de Meaney captó la atención de los medios al reportar un hallazgo similar en humanos. Patrick McGowan, discípulo de Meaney, obtuvo muestras de tejido de 24 adultos que se habían suicidado, la mitad de los cuales habían sufrido abuso cuando niños, y la mitad no. Los investigadores descubrieron que el hipocampo en las víctimas de abuso contenía menos receptores de cortisol que el de los individuos no sujetos a esta circunstancia.

Por tanto, tanto en ratas como en humanos los sucesos estresantes en la vida temprana dejan una huella perdurable en el cerebro, el cual se vuelve menos sensible a los efectos aliviadores del estrés que tiene el cortisol. Y en ambas especies, esa reducción de la sensibilidad se relaciona con los llamados cambios epigenéticos, modificaciones químicas del ADN que alteran la actividad de los genes sin alterar los genes mismos. El cambio genético, o evolución, requiere millones de años, pero los cambios epigenéticos pueden acumularse en la vida de un individuo, lo cual permite a los organismos adaptarse con más rapidez que sus genomas. O, en palabras de la bioquímica Susan Gasser, del Instituto Friedrich Miescher de Investigación Biomédica, en Basel, Suiza: La epigenética nos libra de ser prisioneros de nuestros genes.

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© Desconocido
El equipo de Meaney descubrió que el gen que codifica el receptor de corticosterona en las ratas deja marcas epigenéticas, o modificaciones, diferentes en el cerebro de las crías de madres negligentes que en los de las atentas. Como resultado, el gen es menos activo en las crías de las negligentes y se traduce en menos de esos receptores esenciales - los encargados de apagar la respuesta al estrés - , lo cual tiene profundas consecuencias en la conducta de los animales. Encontraron diferencias similares entre las víctimas de suicidio que sufrieron abusos y las que no.

Yehuda comenzó a preguntarse si los mecanismos epigenéticos podrían explicar la vulnerabilidad al síndrome postraumático en los hijos de sobrevivientes del Holocausto. Es una propuesta radical, pues implica que los cambios epigenéticos pueden transmitirse de una generación a otra. La mayoría de las marcas epigenéticas se borran durante la formación de los gametos - el esperma y el óvulo - , de modo que cada generación comienza en ceros. Sin embargo, hay claros indicios de que algunas sobreviven al proceso de borrado, entre ellas las relacionadas con el estrés.

¿Por qué son tan intensos los efectos del estrés? ¿Representan una falla del sistema mediante el cual nuestro estatus epigenético se restablece a cero en la concepción, o será que los descendientes que son programados por sus madres para vivir en un mundo hostil - temerosos, nerviosos o, en la jerga de los siquiatras, hipervigilantes - en realidad tienen mayores posibilidades de sobrevivir que sus congéneres más relajados?

Estudios en animales sugieren que podría haber cierta verdad en esta idea contraria a la intuición. Por ejemplo, entre ciertos estorninos, las hormonas de estrés de la hembra contaminan la yema de los huevos, de modo que las crías están expuestas a ellas desde las primeras etapas de la vida. Oliver Love, ecólogo conductista de la Universidad de Windsor en Ontario, Canadá, ha mostrado que los polluelos expuestos a altos niveles de hormonas del estrés se desempeñan mejor en las pruebas de vuelo que los no expuestos, porque los músculos de sus alas maduran antes. El estrés los prepara para escapar de predadores, comenta Love.

Rudy Boonstra, del Centro de Neurobiología del Estrés de la Universidad de Toronto, cree que esta respuesta hereditaria al estrés podría explicar la dinámica de cadenas alimentarias completas. Por ejemplo, en los bosques que cubren la mitad de Canadá, un conjunto de predadores - linces, coyotes y búhos cornudos - cazan cierta especie de liebre. Hace 300 años, los traficantes de pieles que cazaban el lince ya se habían percatado de una extraña relación entre el predador y la presa. La población de liebres pasa de alta a baja y viceversa, y alcanza su mayor densidad más o menos una vez cada 10 años. El número de linces sigue la misma pauta, con un retraso de uno o dos años.

Luego de 30 años de comprobar esta misteriosa sincronía, Boonstra cree haber llegado a la causa. Cuando el número de liebres es bajo y los predadores abundan, las liebres madres se estresan - nada sorprendente, pues la mortalidad es cercana a 95 por ciento en este punto del ciclo - y los investigadores pueden leer la firma hormonal de ese estrés en el alto contenido de cortisol en sus heces. Sabemos lo que piensan las liebres, en el sentido endocrinológico, explica Boonstra.

Las liebres madres pasan esa firma de estrés a las crías, las cuales al madurar se vuelven hipervigilantes. Como ocurre con las golondrinas de Love, eso podría prepararlas para evadir mejor a los predadores y así tener mejores probabilidades de sobrevivir y reproducirse. Entre tanto, encontrar comida se vuelve más difícil para el lince, cuyo número sigue cayendo, y sólo comienza a recuperarse cuando el número de liebres ha repuntado hasta cierto nivel, y las crías se vuelven otra vez menos aprensivas.

McGowan trabaja ahora con Boonstra para investigar los mecanismos epigenéticos que podrían provocar la aparición y desaparición del nerviosismo en las liebres. Boonstra predice que encontrarán grandes diferencias en el número de receptores de cortisol en el cerebro de las crías en los puntos más altos y más bajos del ciclo. "Los predadores son sumamente importantes para estructurar las comunidades - comenta - . Hasta ahora nos hemos enfocado en los efectos directos de los predadores, pero los indirectos, los sicológicos, pueden ser tanto o más grandes."

¿Qué nos pueden decir estos hallazgos acerca de los humanos? El trabajo de Yehuda sugiere con fuerza que una respuesta modificada al estrés puede ser hereditaria también en nosotros. Sin embargo, existe una diferencia importante entre los humanos y los animales del bosque canadiense: nosotros vivimos más.

La longevidad humana significa que, a diferencia de la liebre, no es tan probable que una persona habite en el mismo ambiente que sus padres, lo cual a su vez implica el riesgo de que el ambiente donde vive sea diferente de aquel para el cual fue preparado. Como indica Yehuda, la hipervigilancia puede ser una ventaja para un prisionero en un campo de concentración, pero en una ciudad moderna en tiempos de paz puede ser una seria desventaja... y eso fue lo que descubrió cuando comenzó a tratar a los hijos de sobrevivientes del Holocausto.

Si vivimos largo tiempo, es en parte porque hemos logrado modelar nuestro medio ambiente. Sin embargo, en materia de estrés es probable que seamos víctimas de nuestro