Nuestro circuito de recompensa, con su preciado neurotransmisor la dopamina, puede ser tanto un aliado como también un talón de Aquiles. Aprender a utilizarlo nos permitirá educar el circuito dopaminérgico de gratificación, incentivándonos a llegar a los logros de largo plazo.

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© Silva (2006) apud Dihel et al (2011)


Las neurociencias a veces nos asustan un poco con sus descubrimientos sobre cómo fuimos armados. Algunos sostienen que estamos "mal fatti", igual que los ñoquis. A otros mucho no les gusta cuando escuchan que se cuestiona la obra creadora de Dios, de la naturaleza, del cosmos... O de la casualidad, si es que no creen en nada de lo anterior. Sin embargo, la mayoría no se pregunta ni le interesa demasiado saber por qué somos como somos. Ponerse a husmear en la propia biología puede ser tan fascinante como aterrador y reconocer puntos débiles, incómodo, aunque también liberador ya que nos permite fortalecerlos.

El circuito de gratificación de recompensa, con su preciado neurotransmisor la dopamina, puede ser tanto un aliado como también un talón de Aquiles. Esta herramienta híper delicada fue perfeccionada por millones de años de evolución, con el objetivo de incentivarnos a conseguir lo que necesitamos para sobrevivir como especie. Funciona de una forma muy sencilla: cuando accionamos hacia algo considerado necesario el sistema emocional se activa premiándonos con el placer de una dosis de Dopamina que nos hace sentir muuuuy bien. Cuanto más pro - supervivencia sea lo que buscamos, más grande será la dosis que recibimos, y mientras más nos haya costado obtener lo que deseamos, más importante el premio dopamínico.

Este sistema fue diseñado por la evolución para ayudarnos a sobrevivir en el medio ambiente en el que nos "recibimos" de humanos: la sabana africana, hace 150.000 años. En los últimos pocos miles de años la forma de vida cambió radicalmente y no es de sorprenderse que ante una modificación tan veloz la biología haya quedado un tanto "vulnerable". Sin embargo, nuestro circuito dopaminérgico de gratificación de recompensa sigue funcionando con la inocencia de aquellos días: lo que se sentía bien y bueno había que buscarlo, mientras que lo percibido como malo, mejor evitarlo; el mundo era menos cambiante y más previsible. De hecho, no era para nada común hallar cosas que se sintieran bien pero nos hicieran mal.

Pero todo esto ya es historia: las drogas, por ejemplo, no entran en este esquema y así se confunde el sistema emocional. Las redes emocionales no razonan sino que reaccionan, y sencillamente ya que no pueden entender que haya que alejarse de algo que les produce mucho placer: ¡de esos razonamientos que se encarguen las redes racionales!

Esto dio lugar a que el estresante conflicto entre razón y emoción comience: somos adictos a todo lo que no podemos evitar, ya sean sustancias o comportamientos. Es el conseguir una placentera dosis de dopamina lo que nos motiva.

Nuestro circuito dopaminérgico se activará fuertemente premiándonos con placenteras descargas cuando nos movemos en dirección a deseos, ya que la mayoría de ellos están comandados por las inconscientes redes emocionales.

Venimos con ciertos deseos pre programados por el ADN. Estos son originalmente simples y sencillos, como lo eran los del mundo primitivo: comer, beber, tener un territorio, un refugio o reproducirnos. Pero, a medida que nos fuimos civilizando, la simpleza de lo que buscamos se complejizó.

Cuando el cuerpo nos pide beber lo que necesita es agua, aunque a raíz de los nuevos conocimientos que incorporamos las redes emocionales interpretan ese pedido como gaseosas, jugos, cerveza o vino, al igual que ocurre con otros deseos originales "recableados" por la interacción con la sociedad de consumo.

De la misma manera que la información varía en el sistema emocional, también se modifican los "antojos" y la descarga dopamínica se activa con objetivos cada vez más complicados. Por un lado, perdemos interés en los simples pedidos originales y, por el otro, la inmersión en la sociedad generó que deseemos coca-cola en lugar de agua, Barbies o Kens humanos para reproducirnos o casas híper inteligentes como refugios, por nombrar algunos ejemplos.

En su inocente ingenuidad y sencillez, el circuito dopaminérgico de gratificación de recompensa puede quedar enredado a mitad camino de lo que originalmente buscaba, como sucede, por ejemplo, con los adictos a la pornografía: el objetivo inicial instintivo es el de buscar procrear. El sistema emocional nos premia con dopamina cuando tenemos una conducta que nos orienta en este sentido. En su ingenuidad, las redes emocionales no distinguen entre lo real y lo ilusorio, y nos premian por ver material pornográfico, entendiendo que la posibilidad de reproducirnos está más cerca.

Esta gratificación es algo muy fácil de volver a repetir: basta con ir al kiosco o entrar a internet, por lo que es natural buscar nuevamente la dosis de dopamina asociada con esta conducta. El riesgo de estos circuitos es que nos acostumbremos a ellos, lo que nos incita a aumentar la dosis de estímulos, generando conductas y deseos cada vez más distorsionados ―muchas veces insalubres o difíciles de llevar a la práctica― y por lo tanto frustrantes o causantes de grandes problemas personales y sociales.

Conseguir aquello que el sistema emocional nos pide puede resultar sumamente enervante. Si bien el estrés es una excelente herramienta para ayudarnos a cumplir deseos, cuando no lo logramos podemos quedar crónicamente en este estado lo que hace que la energía se agote, la salud decaiga y la capacidad de razonar empeore. Podemos así pasar del entusiasmo a la obstinada tontera.

No estamos biológicamente pre programados por el ADN para la avalancha de cultura "fast" en la que estamos inmersos, pero tenemos las herramientas como para poder sobrellevarla.

Una prioridad para el cerebro es ahorrar energía, por lo que nos premiará con dopamina por conseguir todo lo más fácilmente que podamos y a corto plazo. La sociedad de consumo toma provecho de la vulnerabilidad biológica, obteniendo enormes ganancias manipulando el sistema emocional y el circuito de recompensa. Asimismo, sacudiendo las necesidades básicas de alimentarnos, de seguridad, de jerarquía, de territorio y de descendencia, asociándolas a propuestas de solución inmediata a la ansiedad que éstas nos traen, para, acto seguido, redoblar la apuesta acumulativa.

De este modo, el más feliz será el que más tiene, independientemente de su calidad humana. Hoy existen todo tipo de detonadores dopamínicos: alcohol, comida chatarra, drogas recreacionales, compras, pornografía y demás ofrecidos a través de la TV o internet, que pueden alterar el sistema de recompensa natural causándonos adicciones.

Sin embargo, el circuito de gratificación posee un antídoto para este fenómeno: aprender a usar conscientemente la recompensa a largo plazo. No es fácil y requiere de cierta habilidad y esfuerzo, pero paga bien. La cantidad de dopamina que recibiremos a cambio de un logro a largo plazo, como por ejemplo graduarnos, será mucho mayor y duradera que la obtenida por holgazanear.

En un principio los esfuerzos a corto plazo se viven como algo que nos quita libertad, no obstante es exactamente al revés: la tarea rutinaria de cepillarte los dientes cada día te premia liberándote del dentista; el de hacer dieta te trae la alegría de poder volver a usar ese traje de baño que no te ponías hace unos años y el de trabajar te brinda la libertad de disfrutar de unas merecidas vacaciones.
En la medida que reforzamos este tipo de conductas, el sistema emocional aprenderá a premiarnos con dopamina incluso durante la fase de esfuerzo, porque este queda asociado a una futura gran gratificación, incentivándonos a llegar a los logros a largo plazo.

Educar el circuito dopaminérgico de gratificación y recompensa es una posibilidad que tenemos gracias a la neuroplasticidad y a desarrollar o modificar cualquier patrón de conductas que queramos. El mismo circuito de gratificación que nos hace vulnerables puede ayudarnos a crecer, liberarnos y disfrutar de posibles grandes logros desde el momento en que los concebimos. Sólo necesitamos proponérnoslo, actuar pacientemente en la dirección decidida y aprender de los errores.