Selección de textos del libro Mente y Materia del Premio Nobel Edwin Schödinger.

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Nuestra imagen del mundo se elabora a partir de la información proporcionada por los órganos sensoriales de la mente (de manera que la imagen del mundo es y se conserva, para cualquier hombre, como una elaboración de su propia mente, y no es posible demostrar que esta imagen tenga otra existencia), mientras que nuestra mente consciente se queda en algo extraño dentro de esta imagen, no tiene espacio vital en ella, no es localizable en ningún punto del espacio.

No sabemos darnos cuenta de este hecho porque hemos admitido enteramente que el pensamiento de la personalidad de un ser humano (o también, en este sentido, de un animal) está localizado en el interior de su cuerpo. Saber que, en realidad, no es así resulta sorprendente por lo que nos invade la duda y la confusión, es algo que no admitimos de buena gana.

Nos hemos acostumbrado a localizar la personalidad consciente en la cabeza de los individuos —me atrevería incluso a decir que una o dos pulgadas detrás del punto medio de los ojos. De ahí nos llegan (si se da el caso) miradas amorosas o tiernas, recelosas o enojadas. Me pregunto si se ha hecho notar alguna vez que el ojo es el único órgano de los sentidos cuyo carácter puramente receptivo ingenuamente no reconocemos. Tendemos a pensar en contra de la realidad, es decir, en «rayos visuales» que salen de los ojos y no en «rayos de luz» que impactan los ojos desde el exterior. Es frecuente encontrarse con «rayos visuales» representados en los dibujos de los «cómics» o incluso en los antiguos diagramas que ilustran instrumentos o leyes ópticas: una línea de puntos que emerge del ojo y que apunta a un objeto con una lejana flecha. Estimado lector, o mejor aún, estimada lectora, recuerde el brillo de los gozosos ojos con los que le obsequia su hijo cuando le trae un juguete nuevo y deje que un físico le explique que, en realidad, nada emerge de esos ojos; su única función objetivamente detectable es, en realidad, recibir los impactos de cuantos de luz. ¡En realidad! ¡Extraña realidad! No parece una realidad completa.

Nos cuesta mucho aceptar el hecho de que la localización de la personalidad (de la mente consciente) en el cuerpo no es sino un símbolo, una ayuda de carácter práctico...

¿Es en verdad mi mundo el mismo que el tuyo? ¿Existe un mundo real que debamos distinguir de las imágenes que la percepción inyecta en nosotros? Y, si es así, ¿representan bien al mundo estas imágenes? ¿No será quizás el mundo «en sí mismo» muy distinto al que percibimos?

Se trata de preguntas ingeniosas pero, en mi opinión, muy susceptibles de confundir la cuestión. No tienen respuestas adecuadas. Todas ellas son (o conducen a) contradicciones que manan de una misma fuente, una fuente que yo he llamado la paradoja matemática; los muchos egos conscientes con cuyas experiencias mentales se confeccionan un mundo único. Resolver esta paradoja serviría para acabar con preguntas como las mencionadas y, me atrevería a decir, para demostrar que, en realidad, son preguntas falsas.

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Existen dos salidas para esta paradoja, ambas un tanto caprichosas para el pensamiento científico actual (pensamiento basado en el antiguo griego y, por lo tanto, profundamente «occidental»). Una es la tímida doctrina de las mónadas de Leibniz: cada mónada es un mundo de por sí sin comunicacióncon las demás; la mónada «no tiene ventanas», está «incomunicada». El hecho de que, a pesar de todo, exista acuerdo entre ellas se llama «armonía preestablecida». Creo que son pocos los que se sienten atraídos por semejante sugerencia, y menos los que piensan que ésta supone el menor alivio para la contradicción numérica.

Sólo hay obviamente una alternativa, a saber, la unificación de mentes y conciencias. Su multiplicidad es sólo aparente, en realidad sólo existe una única mente. Ésta es la doctrina de las Upanisad. Y no sólo de ellas. La unión con Dios, experimentada místicamente, supone generalmente esta actitud, excepto si se opone a fuertes prejuicios; y esto explica que en Occidente se acepte menos que en Oriente. Citaré como ejemplo (fuera de las Upanisad) a un místico de la Persia islámica del siglo XIII, Aziz Nasafi. Lo tomo de un artículo de Fritz Meyer:
"Cuando muere una criatura viviente, su espíritu vuelve al mundo espiritual y el cuerpo al mundo corpóreo. Pero, en este proceso, sólo los cuerpos están sujetos al cambio. El mundo espiritual es un espíritu único que está detrás del mundo corpóreo como una luz y que, cuando una criatura viva accede a la existencia, luce a su través como a través de una ventana. Y en el mundo entra más o menos luz según sea la clase y el tamaño de la ventana. Pero la luz en sí no cambia".
Hace diez años Aldous Huxley publicó un precioso volumen que llamó "The perennial Philosophy", una antología de los místicos de las épocas y los pueblos más variados. Se abra por donde se abra este libro, encontraremos declaraciones parecidas. Sorprende la milagrosa coincidencia entre seres humanos de diferentes razas y religiones (que nada sabían de su mutua existencia), separados por siglos y milenios y por las mayores distancias del planeta.

De todos modos, debemos insistir en que estas doctrinas tienen poco atractivo para el pensamiento occidental; se nos antojan indigeribles, las tildamos de no científicas y de fantásticas. Bien, así es, porque nuestra ciencia —la ciencia de Grecia— se basa en la objetivización, por lo que se ha privado a sí misma de una comprensión adecuada del sujeto del conocimiento, de la mente. Pero creo que éste es precisamente el punto de nuestra manera de pensar que debemos enmendar, quizá con la transfusión de una gota de sangre de pensamiento oriental. No será nada fácil, debemos tener cuidado con no dar un patinazo (las transfusiones de sangre necesitan siempre gran precaución para prevenir posibles
embolias). No querremos perder la precisión lógica que ha alcanzado nuestro pensamiento científico y que no tiene parangón en lugar ni época algunos.