En este artículo se aborda como las personas suelen sufrir de manera intensa al quedar encerradas en conglomerados inconscientes de sentimientos, vivencias, relaciones, miedos, deseos... a menudo muy antiguos que forman estructuras complejas de abandonar, a modo de cárceles imaginarias que limitan mucho la vida de quien está preso en ellas.

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Es interesante constatar como muy a menudo, los sufrimientos y malestares, frecuentemente intensos, que acosan y mortifican a las personas en forma de síntomas y padecimientos diversos, no son más que cárceles imaginarias.

Con el término de cárceles imaginarias me refiero a que se trata de construcciones mentales, que a menudo se han gestado durante años, y se han solidificado de una manera que es muy difícil poder desmontar o abrir si no hay un trabajo psicológico importante.

En estas cárceles mentales, encerramos aquello que no nos gusta de nosotros mismos, vivencias antiguas, relaciones antiguas, sentimientos que pensamos que no podemos tolerar... En un intento por desembarazarnos y guardar bajo llave el material radioactivo de nuestra vida, tratamos de esconderlo lo mejor posible, sin saber que es imposible deshacerse de algo que forma parte de uno mismo, y que cuanto más encerrado y oculto, más raros e inquietantes serán los síntomas del regreso de ese algo que quiere expresarse porque forma parte de nosotros mismos y menos comprenderemos de donde viene eso.

Muy a menudo, también por desgracia, nos encerramos nosotros mismos en esa cárcel, que a modo de un mapa del mundo reducido, pobre, rígido e infranqueable, nos condiciona a repetir una y otra vez los mismos errores e impone fronteras invisibles e infranqueables, que no sabemos por qué, nos resulta imposible traspasar, quedando a veces lamentablemente limitados y reducidos en nuestra expresión y desarrollo como personas a un sector de la experiencia y de lo posible muy pequeño y angustiante.

Es curioso que se sufra tanto en estas cárceles cuando somos nosotros mismos quienes las hemos construido a modo de defensa y de manera de vivir y de afrontar, sobretodo, aquello que no funciona o que nos ha impactado profundamente.

Cabe destacar que si bien esta cárceles son construcciones mentales, tienen más fuerza en la mente de la persona que está presa de ellas, que la propia realidad exterior. En este sentido no se trata en absoluto de algo de lo que se pueda salir solo desde la voluntad y desde un primer momento: el proceso es otro.

Ahora bien, el trabajo a realizar en este sentido es el de una progresiva toma de consciencia de que existe otra manera de vivir que no encierra tantas limitaciones, que el sufrimiento se haga insoportable en algún momento como para pedir ayuda, y que podamos suponer en nosotros otras partes que anhelan mayores cotas de libertad y de desarrollo.

Una vez dadas estas condiciones, la persona puede empezar a cuestionar y preguntarse qué la ha llevado (qué vivencias, relaciones, miedos, deseos) a encerrarse y mantenerse en un lugar que quizás parecía muy seguro pero que a la vez causa graves dolores y limitaciones, investigando todo esto a través de un recorrido por toda su historia.

Este no es un recorrido fácil, pero es la manera en que la persona puede implicarse en los qués y los porqués de su propia vida, de manera que pueda hallar una rectificación subjetiva de sus posiciones conscientes e inconscientes ante la vida, que le daban problemas y la hacían sufrir.

Hay que pensar que estas cárceles se han construido y mantenido por poderosas razones, y en este sentido es un trabajo de progresiva profundización el ir manejando y elaborando todo esto, de cara a que pueda hacerse con un resultado real y definitivo, que permita vivir de otra manera.

Generalmente estas cárceles tapan aspectos relacionados con las vivencias familiares, la dependencia emocional, la sexualidad, las dificultades de relación, el envejecimiento y la muerte... en fin todos estos temas que son comprometidos y difíciles para todos.