Reproducción del asteroide 2011 GP59
Por largo tiempo se supuso, erróneamente, que los impactos de meteoritos en la Tierra se confinaban a su período formativo, previo al advenimiento de la vida, hace entre 3,000 y 4,000 millones de años, y estaban desconectados de las extinciones masivas periódicas del planeta.

Se asume que los astrónomos han catalogado meticulosamente las órbitas de los meteoritos. Lo que es una triste falacia: sólo hemos determinado unos 77 del millar que se entrecruzan en nuestra órbita planetaria. También tenemos la noción candorosa de que podemos descartar el peligro de esta catástrofe utilizando nuestros cohetes atómicos. Pero es imposible divisar los meteoritos que provienen de la dirección del Sol, y es un error asumir que podremos hacer los descubrimientos a tiempo, como demostró el caso del asteroide 2011 GP59, que pasó hace pocos días cerca de nuestro planeta sin haber sido detectado antes.

Estos cuerpos cósmicos, potencialmente invisibles, se desplazan a velocidades infernales de hasta 65 kilómetros por segundo, por lo que desde el momento en que detectemos uno de esos asesinos hasta su impacto con el planeta, no pasarían 24 horas.

Cuando uno de tales meteoritos golpea el planeta, este vibra como una campana. Un asteroide de 6 ó 7 kilómetros de diámetro, por ejemplo, a la velocidad de 72,000 kilómetros por hora, crearía un hueco en la atmósfera, en cuya base se originaría esa explosión. Ella liberaría, por esa ruta de escape, antes que pudiera cerrarse, la energía equivalente a cien millones de megatones, produciendo un cráter de 200 kilómetros de diámetro. Al penetrar el bólido hasta 50 kilómetros en la corteza terrestre, expondría el manto interior de lava, causando reacciones volcánicas que arrojarían océanos de materia hacia la atmósfera, al tiempo que terremotos monstruosos sacudirían los continentes, quebrando las placas tectónicas. Las ondas expansivas de la colisión viajarían a la velocidad del sonido, destruyendo todo a su paso.

Un espeso manto de polvo y gas cubriría el cielo, como un capote luctuoso, sometiendo al planeta a un repentino y anormal bombardeo de millones de toneladas de iridio, bloqueando la luz solar, generalizando el frío glacial y fuegos devastadores que consumirían bosques y selvas. Esta atmósfera, envenenada por el humo de los fuegos bestiales que se desatarían, precipitaría las lluvias ácidas por décadas. Gigantescas olas marinas barrerían los continentes.

En este escenario dantesco no hay posibilidad de escape para la frágil civilización humana, ni para la biota terrestre.