Julio Anguita
© Ricardo CasesJulio Anguita
Visitamos la guarida cordobesa de Don Julio, donde analiza la 'nueva política' de la que fue pionero.

Julio Anguita sale de casa y camina con paso firme por las callejuelas de Córdoba. Uno tras otro, los vecinos saludan a su ex alcalde. Eso sí, de lejos y de usted.

-Buenos días, Don Julio -le dicen.

-Buenos días -responde el Califa con un leve gesto de su mentón, coronado con una barba quijotesca.

Quince años después de su jubilación, la popularidad de Anguita sigue intacta. Aun así, nadie interrumpe su paseo. De selfies, por supuesto, ni hablamos. «Los tengo bien educados», explica socarrón: «Saben que detesto las fotos, así que no suelen pedírmelas».

Aun así, una decena de incautos se salta cada día esta regla no escrita. Entonces, Don Julio, tan caballeroso como implacable, los despacha sin titubeos. «Alguno me dice: 'Pues ya no te voto'. Y yo le respondo que se puede guardar ese voto en el culo. Yo no cambio un voto por una foto. ¡La política no es un teatrillo!».
P. Usted no es muy simpático...

R. Prefiero hablar claro: yo soy antipático.
Tanta hosquedad es una rareza en un político en la era de la selficracia. A sus 74 años, Anguita no tiene Twitter, ni Facebook, ni siquiera WhatsApp: le sobra con un viejo móvil sin internet. Tampoco frecuenta las tertulias televisivas, pese a las incesantes invitaciones. Nada irrita más al viejo comunista que la «teatralización» de la nueva política.

Y eso que, en cierto modo, Anguita es el padre espiritual de estos nuevos partidos. Fue el pionero en criticar las puertas giratorias. En renunciar a su pensión parlamentaria. En atacar los privilegios de los políticos. En clamar contra los eurócratas de Bruselas... Incluso denunció la corrupción del clan de los Pujol antes que nadie. «Y buenos disgustos me costó aquello», resopla.
P. ¿Siente que el tiempo le ha dado la razón?

R. Un poco, pero a burro muerto, la cebada al rabo... Eso sí, me duele un poco, por las críticas que recibí entonces.

P. Hace tiempo dijo que le gustaría volver a ser diputado sólo por un día...

R. Sí que lo dije... Para subir al estrado y decir: «¿Y ahora qué, hijos de puta?» (sonríe).
Aquello era antes del 15-M. En pleno apogeo del bipartidismo, Anguita ya hablaba de los «puteados»: un claro precedente de los indignados. Pocos imaginaban entonces que la «izquierda verdadera» (Podemos) asaltaría el fortín de la «izquierda progre» (PSOE) . Un sueño, el sorpasso, que persiguió en su década al frente de IU, pero que jamás alcanzó.

El día que lo visitamos, los titulares auguran un posible pacto «de progreso» entre los dos partidos. Pero Anguita, escéptico de nacimiento, descarta de cuajo esta posibilidad: «Olvídese; jamás van a gobernar juntos. El señorito global (los mercados) ya ha dado un toque a sus capataces (los viejos partidos) para que espabilen y gobiernen los de siempre. Los escaños de Podemos son sólo una cabeza de playa sobre la que construir un proyecto más amplio. El objetivo es gobernar dentro de cuatro años».

Lo dice en el modesto despacho de su casa, donde nos ha citado esta soleada mañana de invierno. A las puertas de su domicilio, un grafiti anónimo recibe al visitante con una versión tuitera de la filosofía anguitista: «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema. Adelante la resistencia».

El ex alcalde vive en un bajo de apenas 90 m². Se refugia en un cuartito con un ordenador cascado, un radiador eléctrico y miles de libros. Luce un jersey de cuello vuelto y un viejo pantalón de pana. No ofrece ni un vaso de agua: la austeridad forma parte del personaje.

«Gano 1.884 euros de pensión», detalla. «Por las mañanas, nado un kilómetro al día, juego al dominó y hago la compra. Las tardes las dedico a trabajar. Sólo tengo un Seat León, el mismo coche que hace 15 años. Quien al quedarse sin coche oficial siente que ha perdido algo es un tonto puro y, si puedo usar la palabra, un gilipollas».

No será la única vez que emplee este vocablo. También la escupe cuando se le menciona la famosa pinza que protagonizó con José María Aznar en el tardofelipismo y que algunos detectan hoy en la estrategia de Podemos y el PP.«Ese es el espantajo que sacan las inteligencias pobres, los gilipollas, cuando se denuncian las contradicciones del PSOE», se queja. «Aquí lo importante es que PP y PSOE son las dos caras del bipartito. Pero en España preferimos no pensar, porque nos duele la cabeza».
P. Usted ya lo ha dicho alguna vez: «Si me quiere insultar, llámeme progre».

R. Sí. El progre es el caballo de Troya del pensamiento conservador económico. Acepta el capitalismo, siempre que presente otra cara. Los progres han degradado la palabra progresista, que significaba luchar por la libertad, hasta convertirla en algo francamente deleznable.

P. ¿Usted se considera progresista?

R. Yo soy rojo (se ríe).

P. Defíname eso.

R. Soy partidario de la revolución, de negar lo existente. Yo no asumo los valores del sistema. Yo me afeito, me aseo, me visto normalmente -se señala el jersey- pero soy un antisistema. Los antisistema no son esos que gritan cuatro consignas en la calle. A mí me gustan las manifestaciones silenciosas, bien organizadas, porque yo lo que quiero es ganar, no hacer folclore. Eso es ser rojo.
Al acabar la entrevista, hará un aparte y lanzará un sablazo a Pablo Iglesias. No le agradó que visitara La Zarzuela en mangas de camisa ni que levantara el puño en el Congreso al prometer su cargo: «España es un país carca que piensa que la izquierda es sucia y huele mal, así que cuantos menos argumentos les des, mejor».
P. El 90% de la población piensa distinto a usted. ¿Nunca ha pensado que igual está equivocado y el 'sistema' tiene razón?

R. ¿Usted cree que el 90% de la población piensa?

P. No sé, pero sí que votan opciones distintas a la suya.

R. Yo defiendo los derechos humanos: que la gente tenga trabajo, que no pase hambre, que tengan casa... Es algo que asumen todos los gobiernos democráticos del mundo. La inconsecuencia es el problema de otros partidos, no el mío. Por eso llevo razón y por eso no entiendo que la gente vote al PP. Pero en el pecado llevan la penitencia.

P. Dicen que el pueblo no se equivoca...

R. ¡Qué va! ¡El pueblo se equivoca casi siempre! La democracia no es decir «pueblo mío, llevas razón», sino «pueblo mío, acato lo que dices».

P. ¿Hemos aprendido algo de la crisis?

R. Nada (se ríe). Absolutamente nada. Nada de nada de nada de nada... Que no, que nada. Ya le decía antes que en España despreciamos el pensar.

P. ¿Por qué?

R. Porque España está en la contrarreforma. La Iglesia decía: «Peca, no pasa nada, siempre que no te cuestiones el poder». España es un país que se pone delante de un toro, pero que ve un libro y sale corriendo.
Es por estos arrebatos de incorrección política que Anguita prefirió no participar en la campaña electoral. Tras dejar IU, recorrió España llenando teatros, auditorios y palacios de congresos. Pero el efecto tangible de aquella tournée fue minúsculo: «Yo intervenía en actos apoteósicos, la gente me aplaudía y luego se iba a casa. Me sentía como la Piquer, que llenaba teatros y todo seguía igual. Fue un desengaño».

No ayuda que, hoy por hoy, sus ideas estén a la izquierda de su propio partido. Y Anguita no es de los que diluyen su discurso por rascar un voto más. «Si me subo a una tribuna, es para decir lo que pienso: que los problemas de España se llaman euro, deuda y Unión Europea. Pero, claro, si digo eso en un mitin, se monta un escándalo. Así que me quedo en casa».
P. Otros dirían que no quiso elegir entre sus dos 'hijos': Podemos e IU.

R. Yo soy de IU, pero Pablo Iglesias ha conseguido con Podemos lo que yo quise: crecer a costa del PSOE.

P. ¿A quién votó el 20-D?

R. El voto es secreto. Ni fusilándome van a conseguir que se lo diga. Aunque deberían saberlo, porque soy muy coherente.

P. Entiendo que votó a Alberto Garzón, aunque el cuerpo le pedía votar a Podemos...

R. (Se carcajea) Me acojo a la Constitución.

P. Usted cae mal al PSOE.

R. No caigo mal: soy odiado.

P. Sin embargo, gran parte de la derecha le adora. ¿Por qué?

R. Porque he mantenido mis ideas y vivo conforme a lo que digo: de mi pensión, sin puertas giratorias ni subvenciones. Y porque mis planteamientos radicales los argumento: yo no combato a las personas, sino a las ideas.
Tan popular sigue siendo Anguita que, en los últimos años, ha recibido numerosas ofertas para volver a la política. La más concreta fue que se presentara a la alcaldía de Córdoba, que ya ejerció entre 1979 y 1986. Pero lo descartó tras cuatro sustos: dos infartos y dos anginas de pecho. «Con el trabajo no se juega», admite. «Soy muy serio, incluso dictatorial, y eso pasa factura».

Cuesta imaginar un carácter volcánico como el de Anguita en los vericuetos de la política 2.0:ni debatiendo con todólogos, ni sentado en el sillón de Bertín Osborne ni condensando su programa-programa-programa en tuits de 140 caracteres... «En mi época bajaba a la mina, pero sin cámaras detrás», clama. «¿Qué teatro es eso de posar con la cara tiznada?»
P. Pues ahora se exige a los políticos que sean simpáticos.

R. El político es un servidor público, pero no es el criado del pueblo. Ni mucho menos la chica de alterne del pueblo.

P. Y, encima, usted tiene 74 años...

R. Eso de que sólo hagan política los menores de 40 es propio de una sociedad desgraciada, víctima del márketing y de los charlatanes. Ser joven puede ser bueno para correr y para amar, pero lo importante en la política es la sabiduría. Y hay jóvenes que son muy merluzos.

P. Ni siquiera basta con ser joven: además, hay que ser guapo.

R. Hombre, si eres horroroso lo tienes difícil... Pero Manuel Azaña no era precisamente guapo y era estremecedor escucharlo.

P. ¿Podría ser un líder hoy?

R. No, no, Azaña sería demasiado inteligente para tanto imbécil. La política ha entrado en una dinámica de mercado y eso consiste en sacar votos como sea. Los partidos ya no hacen política: sólo se preparan para la siguiente campaña. El marketing lo domina todo...

P. Pues los máximos dominadores del marketing son los líderes de Podemos.

R. Yo soy de otra manera. Una vez, al finalizar un acto, me cogieron las manos en alto y yo las solté de inmediato. ¡Aquello parecía una sardana!
No parece que Don Julio tenga gran respeto por los actuales políticos. Cuando se le pregunta por Pedro Sánchez, responde con una sola palabra: «Marketing». Algo parecido ocurre con Albert Rivera: «Joven». Sí que se explaya un poco más con Susana Díaz: «Un símbolo de la medianía sevillana: el sentido común, el Betis y la Virgen del Rocío».

En cambio, elogia a los suyos. De Garzón dice que es «culto, preparado y sobrio». La mención de Pablo Iglesias le hace sonreír con picardía: «Ha dado una patada al avispero que merecía la pena». Tras coger carrerilla, le dedica el mayor elogio de su vocabulario: «Es un rojo... Ha sabido adaptar las ideas de Lenin a las actuales circunstancias».
P. Explíqueme eso.

R. Cuando llegó a Rusia, la gente se esperaba una consigna revolucionaria de Lenin, pero él dijo: «No, no: paz, pan y tierra». Un rojo que plantea la revolución de golpe es un imbécil disfrazado de rojo. En cambio, un rojo verdadero sabe contar las cosas con sentido común. Cuando Pablo Iglesias dice «los de arriba y los de abajo», todo el mundo le entiende.

P. ¿Tiene remedio España?

R. ¿Sabe cómo haríamos la revolución? Cumpliendo la Constitución. Muchos rojos imbéciles hablan de cambiarla. No, tío, primero cumple esta y luego la cambiamos. Si coges el artículo 128 («Toda la riqueza del país está subordinada al interés general»), ya tienes las expropiaciones. Y así sucesivamente. Eso es ser un auténtico rojo: devolvérsela al poder con la legalidad vigente.
Con esto, Don Julio se levanta de la silla, se envuelve en un chaquetón y sale de casa. Hoy le toca ir al ambulatorio, a que le traten un constipado que le está robando sus mañanas en la piscina. De camino al médico, saluda a los vecinos -«buenos días, buenos días»-y reserva sus últimas energías para lanzar un consejo a sus acólitos, con Alexis Tsipras como ejemplo: «Hizo lo peor que se puede hacer en política: ser un imbécil. Convocó un referéndum contra Bruselas sin saber qué iba hacer si lo ganaba. Mi padre era militar y siempre me decía una cosa: la espada se lleva para no desenfundarla, pero si la sacas tiene que volver llena de sangre».

Don Julio se queda callado un instante, como paladeando su metáfora castrense. Ha llegado al ambulatorio, así que extiende la mano, sonríe abiertamente y, con su entonación de gentleman cordobés, dice por última vez: «Buenos días».