España lleva casi un año con un gobierno provisional que ha hecho de liana entre dos elecciones generales tras las que ningún candidato ha conseguido todavía ser investido presidente por una incapacidad para pactar entre los partidos que deriva en falta de apoyo parlamentario al candidato vencedor, Mariano Rajoy.
Pablo Iglesias
La reacción sencilla e inmediata a esta situación de bloqueo suele ser: que la oposición permita que gobierne Rajoy, presidente actual y candidato más votado en las elecciones celebradas en diciembre de 2015 y en junio de este año; qué le vamos a hacer, pero que por favor gobierne alguien, por el bien general. Todo para que no haya terceras elecciones.

Pero no, Rajoy ha recibido el rechazo de la mayoría absoluta de los diputados en otra sesión de investidura fracasada.

La razón fundamental es que para que el Congreso, que antes giraba alrededor de dos grandes partidos estatales, PP y PSOE, articule una mayoría ahora necesita de carambolas entre cuatro formaciones con la aparición de dos nuevos partidos: Podemos y Ciudadanos.

Y las piezas no encajan.

Lo fácil es decir que es por culpa de los políticos, que no saben ceder y pactar, pero la situación política es algo más compleja que la de un mero puzzle parlamentario que haya que desempatar. Lo cierto es que es el país lo que no termina de encajar.

Entre los votantes de menos de 35 años, Podemos es el partido más votado y Ciudadanos es fuerte; entre los mayores, el PP arrasa y el PSOE conserva sus fieles. La España rural no se fía de los nuevos partidos, mientras que en las grandes ciudades los gobiernos municipales son de la nueva izquierda aliada a Podemos. Sin embargo, no es posible un pacto de los partidos nuevos para forzar a los partidos tradicionales porque siguen pesando más los dos ejes fundamentales de la política española de las últimas décadas: el que divide la izquierda de la derecha y el del debate sobre los nacionalismos.

España es hoy una criatura política atormentada, la encarnación de un proceso de mutación sin culminar, un paciente expuesto a una radiación que iba a cambiarlo por completo pero lo ha dejado así, a mitad de camino, convaleciente, atónito, disfuncional, ingobernable.

Hasta 2011 España podía definirse como un país políticamente apático, donde si acaso lo único que crecía junto al desempleo y la crisis era la antipolítica, como en tantos otros. También era un país electoralmente previsible, con una sucesión de gobiernos de dos partidos, PP y PSOE, que se apoyaban con pactos puntuales en partidos nacionalistas. Un menú político repetitivo y redundante.

El enorme ciclo de protestas que se sucede desde 2011, crítico con ese statu quo y su gestión de la crisis económica, fue como una gran descarga radiactiva en el corazón del sistema y despertó el interés ciudadano en la política. Valga como dato que en televisión, allí donde había programas de vanidades y cotilleos en horario de máxima audiencia, aparecieron debates políticos y programas informativos. También aparecieron nuevos medios de comunicación digitales centrados en la política.

Durante cuatro años se ha producido una mutación en la opinión pública española que antes parecía imposible. El tono del debate cambió y se introdujeron asuntos antes soterrados, como la transparencia de los poderes públicos o el papel del poder financiero en la política. Una nueva generación de representantes se ha ido abriendo paso dentro de instituciones envejecidas e, incluso, hay dos partidos políticos nuevos que quieren encarnar lo que han definen como "nueva política".

Pero, como ya decía, la mutación ha quedado incompleta.

La fuerza con más poder institucional sigue siendo el PP, un partido imputado en los tribunales por corrupción estructural. El presidente de ese partido sigue siendo Rajoy, responsable además de contestados recortes de libertades y medidas de austeridad.

El último síntoma ha llegado con la nominación para el Banco Mundial por parte del Gobierno del exministro José Manuel Soria, que dimitió hace unos meses por sus conexiones con paraísos fiscales desvelada por Los Papeles de Panamá. Hasta dentro del propio PP han surgido voces críticas y Rajoy ha tenido que dar marcha atrás en este nombramiento después de justificarlo con medias verdades.

De todas las mutaciones, la más necesaria para la transformación y la regeneración democrática, la que debía poner en barbecho a la principal fuerza conservadora para que realizara la renovación que otros han emprendido a su manera, no ha ocurrido.

Rajoy, el PP y parte del establishment español encontraron muy pronto el único antídoto posible contra esa radiación aparentemente imparable: el aburrimiento, el bloqueo, la nada. Manteniendo un perfil muy bajo en los medios de comunicación, Rajoy ninguneó las evidentes muestras de indignación social. Así dejó que el tiempo hiciera el resto.

En otras palabras, si España despertó, quieren dormirla de nuevo.

La cadena de elecciones del último año ha dejado un país fracturado y contradictorio. Así que por eso Podemos no encaja en un pacto de PSOE y Ciudadanos que pueda arrebatarle el gobierno a Rajoy bajo el mantra de la regeneración; ni Ciudadanos encaja en un pacto PSOE y Podemos porque reventarían las costuras del clásico debate territorial en España. El principal beneficiado es, entonces, el continuismo del PP, que como primera fuerza política reclama su derecho a ser investido aunque no tenga los diputados necesarios.

Así que estamos en la España que se ha quedado en regeneración interruptus. Los partidos no saben muy bien qué les perjudicaría más entre su electorado: si apoyar al partido símbolo de la corrupción y los recortes, o si aparecer como culpable de la ingobernabilidad.

Mientras tanto, el hastío le gana terreno a la mutación. Las encuestas dicen que los abstencionistas suben. La corrupción apenas afecta a los resultados electorales. La política ya no da tanta audiencia y los debates vuelven a sonar siempre a lo mismo. Los males estructurales de la política española son los que ahora consiguen regenerarse en un país frustrado, con el impulso congelado. Un mutante atrapado entre dos épocas.