(España) - Hay un grupo amplio de ciudadanos que defiende medidas que van contra sus propios intereses. Con rehenes así, ¿quién necesita gritar que esto es un secuestro?
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En The Newsroom, la última serie de Aaron Sorkin, un redactor de televisión decide investigar un fenómeno para el que la ciencia no ha encontrado aún explicación: ¿por qué hay un grupo numeroso de ciudadanos que siempre, ante unas elecciones, vota en contra de sus propios intereses?

A menudo, la alienación va un poco más allá y la cosa no se queda en un simple voto en las urnas cada equis tiempo, sino en una militancia diaria contra uno mismo. Ciudadanos y comerciantes firmemente en contra de una peatonalización que beneficia a los pulmones de los primeros y al bolsillo de los segundos; vecinos al día con sus tasas municipales que defienden el privilegio de la Iglesia a no estarlo con el IBI o el de los bancos a no cargar con el mismo impuesto que los veladores en la calle. Una legión que compra encantada el argumento de que las multinacionales no deben arrimar el hombro fiscal, no vayan a lesionarse.


Comentario: Les planteamos una respuesta a esta sumisión enfermiza ante las autoridades que ejercen un gran número de individuos:

Con rehenes así, ¿quién necesita gritar que esto es un secuestro? Mientras, la realidad le lleva la contraria al síndrome de Estocolmo: no, Ikea no va a renunciar a sus beneficios en España por pagar la parte de impuestos que le corresponde, ni el hotel céntrico de Madrid se mudará a Toledo por tener que pagar una tasa de la que antes estaba exento por la gracia del amiguismo, ni tampoco será cobrarle una comisión a los bancos por sus cajeros lo que lleve a la quiebra a Bankia. Pero la realidad poco importa ante una ley social irrefutable: ni un solo avance hacia el bien común sin gritos de apocalipsis de algunos de los que serán beneficiados por el cambio.

Con un Gobierno central en funciones desde hace décadas en eso del bien común, los tímidos experimentos vienen desde los laboratorios municipales. El último, desde Barcelona. El Ayuntamiento de Ada Colau ha sacado a concurso la compra de energía eléctrica (65 millones de euros) introduciendo una cláusula intolerable para las grandes compañías, dueñas y señoras habituales del terreno de juego de lo público: quien participe del concurso debe cumplir la ley.

La ocurrencia de Colau tiene a Endesa y a Gas Natural retorciéndose sobre el campo y pidiendo que entre una camilla que esta vez igual no llega. El resto de compañías --hay decenas en el sector capaces de abastecer-- que han participado del concurso aceptando las normas esperan que el recurso presentado por las dos grandes se resuelva. Y probablemente lo haga a favor del Ayuntamiento de Barcelona y de una ley catalana que exige a los adjudicatarios de contrato público tener compromiso social. En este caso con la pobreza energética. Si así es, ni Endesa ni Gas Natural se irán a ningún lado. Participarán y lo harán con las nuevas reglas, por una vez escritas fuera de sus despachos.

La gran novedad es que esta historia no ha hecho demasiado ruido. Quiero pensar que se debe a que los gritos apocalípticos y la política contra uno mismo van perdiendo terreno ante cada nuevo paso en dirección a un nuevo modelo sin que por ello Occidente - tal y como lo conocemos, que diría la lideresa Aguirre-- se rompa.