(España) - Toda esta demencia de género que ha estallado, al socaire de los abusos sexuales de Weinstein, con sus cazas de brujas, sus furores censorios y sus «portavozas» chillonas (tantas y tan chillonas que ya son «portavocerío»), habría hecho las delicias de Ernesto Laclau.
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Consideraba Laclau que la izquierda, si deseaba alcanzar la hegemonía política, debía arrumbar en el desván de las reliquias todo intento de democracia consensual; y, en su lugar, debía suscitar «antagonismos» en la población, sirviéndose de los movimientos y minorías emergentes. Entre tales movimientos, Laclau se refería al feminismo, en el que descubría un inmenso potencial revolucionario, si se sabía azuzar su resentimiento contra las «estructuras de opresión patriarcal». Laclau quería enervar los problemas sociales para luego sacarles rédito político; pues consideraba que sólo desde una sociedad conflictiva, erizada de «antagonismos», se podría construir una hegemonía de izquierdas. Toda la demencia de género que en estas fechas respiramos reproduce fidelísimamente el modelo de acción política diseñado por Laclau.
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Otro marxista más ortodoxo, el historiador Eric Hobsbawn, se declaró en cambio abiertamente contrario a este modelo. Primeramente, Hobsbawn señalaba sin ambages que, detrás de estos movimientos, hallábamos siempre la búsqueda de ventajas egoístas, «por ejemplo, discriminación positiva, cuotas en puestos de trabajo, etcétera». Y para cuantificar mejor las ventajas egoístas que busca la ideología de género sería interesante conocer, por ejemplo, las cantidades pecuniarias, procedentes tanto de los presupuestos generales del Estado como de los fondos europeos, que se destinan a combatir las «estructuras de opresión patriarcal».

A juicio de Hobsbawn, estos movimientos ávidos de ventajas egoístas terminarían debilitando a los partidos de izquierda y dando alas a sus contrincantes. Y advertía que la izquierda sólo ha logrado conquistar el poder cuando se ha movido por causas universales; y que, cada vez que se ha movido para representar los intereses de grupos de presión o movimientos sectoriales, «perdió la capacidad de ser el centro potencial de una movilización general y popular». Así ocurrió, por ejemplo, cuando Margaret Thatcher supo aprovecharse de las reivindicaciones identitarias de diversos movimientos apacentados por la izquierda «para convertir al tradicional Partido Conservador de «toda una nación en una fuerza capaz de librar una lucha de clases militante».

A juicio de Hobsbawn, las políticas de identidad que había asumido la izquierda «no sólo aislaron a la clase trabajadora, sino que la dividieron», logrando que muchos trabajadores terminasen votando a Thatcher, que por supuesto desde el poder subvencionó opíparamente estos movimientos; pues, lejos de favorecer el ascenso de la izquierda, la debilitaban y atomizaban.

¿Tendrá razón Laclau o Hobsbawn? Sospecho que toda esta demencia de género, con sus cazas de brujas, sus furores censorios y su portavocerío aturdidor, repercutirá contra la izquierda. El odio al macho le granjeará la animadversión de una mayoría de hombres; y también la desafección de muchas feministas ecuánimes, que no soportarán verse mezcladas con burdas aprovechateguis. Como advertía Hobsbawn, «los grupos de identidad sólo tratan de sí mismos y para sí mismos, y nadie más entra en el juego. Sin coacción exterior, en condiciones normales, esta política nunca moviliza más que a una minoría, incluso dentro del grupo al que se dirige».

Aunque la coacción exterior de lo políticamente correcto propicie por el momento el silencio de los corderos, la izquierda está firmando su acta de defunción.