"No vuelven más", les gritaron con odio a los peronistas. Pero volvieron. Ahora sí, unidos y organizados.
Agustin Marcarian / Reuters
© Agustin Marcarian / Reuters
El movimiento político central de la historia argentina ganó las elecciones presidenciales en una jornada inusualmente tranquila en un país acostumbrado a la tensión en torno a los resultados y a la incertidumbre por las reacciones de los candidatos.

Las especulaciones sobre una posible resistencia de Mauricio Macri a reconocer la derrota se difuminaron muy pronto, en cuanto el presidente salió al escenario y, con una serenidad que no se le había visto en años, felicitó a Alberto Fernández y anunció que ya había hablado con él para invitarlo a desayunar e iniciar una transición ordenada que culminará el 10 de diciembre.

Un rato antes, en el mismo tono conciliador, María Eugenia Vidal, la gobernadora macrista de la provincia de Buenos Aires que buscaba la reelección, también había felicitado públicamente al candidato de la alianza peronista, Axel Kicillof, quien la venció al obtener un contundente 52,19 % de los votos.


Los argentinos no están acostumbrados a tanta civilidad.

La tranquilidad del macrismo se debió, en parte, a que las encuestas volvieron a errar en sus pronósticos. Rumbo a las elecciones de ayer, más de 20 estudios de intención de voto vaticinaban que Fernández superaría el 50% y que Macri obtendría entre 35% y 38%. Pero el resultado fue 48 % vs. 40,5 %, una diferencia de casi ocho puntos suficiente para confirmar el triunfo del peronismo en primera vuelta, pero de ninguna manera una paliza para el oficialismo. No hubo humillación.

Por el contrario, cuatro de cada 10 argentinos optó por Macri, a pesar de haber provocado una crisis económica que aumentó la pobreza, el desempleo, la inflación, la deuda y la devaluación. Es casi una proeza que, en estas condiciones, un porcentaje tan alto de la población haya preferido que él siguiera gobernando. Creyeron en su promesa de que, ahora sí, venía la recuperación, y que la ruina económica no era su culpa sino de décadas de gobiernos anteriores.

Otra buena noticia para el macrismo fue que, en las elecciones primarias de agosto, Fernández lo había superado por 16 puntos. Ayer, esa distancia se redujo a la mitad. Solo el gobierno confiaba en que podía acortar todavía más esa brecha con la ilusión de forzar un balotaje, de ahí que el eslogan: "Sí, se puede", fuera el elegido para la recta final de la campaña.

Al final, no, no se pudo. Pero si algo volvió a dejar Macri en claro, es que nunca hay que subestimarlo.

Vaivenes

Después de la dura derrota en las primarias, Macri enfrentó una montaña rusa emocional: regañó a los votantes, se enojó, pidió perdón, gritó, lloró en el balcón de la Casa Rosada, inició una gira por todo el país para, en su renovado papel de líder populista, dejarse tocar por primera vez por multitudes a las que antes despreciaba. Besó pañuelos celestes antiaborto y el pie de una señora, se corrió a la derecha más derecha, se dejó bendecir por un pastor evangélico y él mismo le puso un tono místico a su discurso en la 'Marcha del Millón', que no fue del millón porque acudieron alrededor de 320.000 personas.

En los últimos meses, el gobierno recreó la Guerra Fría e inventó complots comunistas. Denunció procesos de desestabilización regionales con injerencia venezolana-cubana-rusa. Impulsó el temor a un posible fraude que sólo podía cometer el oficialismo por ser responsable de controlar las elecciones. Reforzó su sentimiento de superioridad para recordar que únicamente ellos son los honestos, los decentes, los no corruptos, los serios, los responsables. Abonó al clasismo, al desprecio a otros sectores sociales presumiendo que en los actos presidenciales no había "choripanes". Inventó su propia épica. Macri, el presidente que prometió unir a los argentinos, dijo que, o estabas con él, la familia y la vida, o estabas con la oposición, los delincuentes y el narcotráfico. Sumido en la campaña del miedo, advirtió que tenía que defender la democracia y la libertad, aunque no estaban, de ninguna manera, en peligro.

La diputada Elisa Carrió, su principal aliada, autoerigida como adalid moral del país, llamó una y otra vez a proteger la República. Al mismo tiempo presumía que Macri y ella habían sacado de su cargo al presidente de la Corte Suprema, advertía que "sólo muertos" dejarían el gobierno y que anunciaría la reelección del presidente sin esperar resultados oficiales. Así lo hizo. Ayer, en sus redes sociales, felicitó a Macri por una inexistente victoria y luego se declaró "en vigilia por la República". Fue una vigilia solitaria. Nadie más del gobierno la acompañó.

En su extraña idea de la democracia, el oficialismo avisó una y otra vez que el único resultado democrático era su triunfo.

Su estrategia le rindió insuficientes frutos porque, después de las elecciones primarias de agosto, las malas noticias económicas siguieron acumulándose: las reservas cayeron en 22.806 millones de dólares, la pobreza aumentó al 35,4%, el FMI se negó a enviar 5.000 millones de dólares que le urgían a Macri en plena campaña y vaticinó que este año la inflación será del 57,3% (un récord) y la economía caerá 3,1%.

Reconfiguración

En medio de las campañas presidenciales de Argentina, Bolivia y Uruguay, América Latina comenzó a arder. Los gobiernos neoliberales amigos de Macri se tambalearon. Lenín Moreno en Ecuador y Sebastián Piñera en Chile demostraron que no sólo en la Venezuela de Nicolás Maduro (el villano favorito por ser de izquierda) había un gobierno autoritario que cometía violaciones a los derechos humanos.

Muerto el mito del "exitoso modelo chileno", se reavivó la puja entre los gobiernos populares como el de Evo Morales en Bolivia y los conservadores, que ahora tienen al brasileño Jair Bolsonaro como uno de sus máximos exponentes en Sudamérica. El panorama todavía no es muy claro, porque si bien el peronismo que ganó en Argentina ofrece un modelo progresista antineoliberal, falta saber qué pasará con el izquierdista Frente Amplio, que ayer no alcanzó los votos suficientes para triunfar en primera vuelta en Uruguay. En Bolivia, Morales fue reelegido por cuarta vez, pero en un escenario de mayor polarización y desgaste para su gobierno que anticipa un escenario de creciente conflicto interno. En las elecciones de gobernadores, alcaldes y asambleístas en Colombia, que también se realizó ayer, el perdedor fue el partido del ex presidente Álvaro Uribe y, como una de las grandes novedades que dejará el proceso, Bogotá tendrá a su primera mujer alcaldesa de la historia que, además, es lesbiana declarada.

Las alianzas regionales quedaron de manifiesto anoche, cuando la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, hoy vicepresidenta electa, felicitó al presidente boliviano, en tanto que Fernández gritó "¡Lula libre!" al dedicarle la victoria peronista al exmandatario brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, quien continúa preso en Curitiba.

En el plano interno, los Fernández saben que recibirán una pesada herencia, una crisis económica, un país empobrecido. Por eso ayer no se mostraron exultantes. Más bien advirtieron que el escenario es muy complicado y que "se vienen tiempos difíciles". El temor inmediato es saber cómo reaccionarán hoy "los mercados", es decir, los especuladores de siempre que tienen el poder de profundizar la devaluación y la fuga de capitales.

Sus votantes lo saben, pero anoche optaron por festejar en masa afuera de la casa de campaña de la fórmula ganadora y dejar la preocupación para más adelante. En decenas de cuadras, las calles estuvieron llenas de cantos, bailes, choripanes reivindicados, lágrimas de alegría al confirmarse que sólo cuatro años más tarde volverán a gobernar aquellos a quienes les aseguraron que no volverían nunca más: el movimiento político encabezado por los expresidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, la política más poderosa del país, la que enfrenta múltiples juicios, la mayor parte por corrupción, y quien promovió junto con otros dirigentes la unidad opositora en estos comicios. Lo lograron. Y ganaron con Alberto Fernández como candidato a presidente y ella como vice.

Desde los autos hacían sonar bocinas, agitaban banderas, entonaban la marcha peronista. En el desfile hacia el "búnker" y en las calles, desconocidos se abrazaban. La inconfundible señal de identidad era el brazo levantado en alto y con los dedos índice y medio formando una "V". Multitudes tarareaban: "a volver, a volver, vamos a volveeeeeer", "Perón, Perón, qué grande sos", "Néstor no se murió, Néstor no se murió, Nestor vive en el pueblo" y "Se ve, se siente, Alberto presidente". Compraban remeras con eslóganes kirchneristas. Del "no fue magia" a "la patria es el otro". Agitaban imágenes de Fernández de Kirchner y Eva Perón. Reivindicaban la política con una visión nacional y popular.

La alegría y la esperanza de justicia social fueron, por una noche, totalmente peronistas.