Traducido por el equipo de Sott.net
1984
© Victor Forgacs at Unsplash
LA VIDA ANTES

Pertenezco a una generación privilegiada.

No es que me haya criado en la opulencia, ni mucho menos. Nacido en 1958, de una madre que trabajó toda su vida como tejedora en la industria textil y de un padre empleado como mecánico de mantenimiento en la fábrica local, viví en una urbanización municipal durante la primera década de mi vida. El dinero era escaso, las vacaciones eran básicas y poco frecuentes, y los caprichos, en forma de golosinas, eran escasos, normalmente limitados a una chocolatina Turkish Delight cada domingo por la noche. Aunque nunca me di cuenta hasta los 62 años, formaba parte de una cohorte que poseía algo sacrosanto, algo muy valioso y, deplorablemente, algo que las generaciones futuras quizá no vuelvan a disfrutar: libertad individual.

Para ser claros, el mundo en el que he vivido ha estado lejos de ser perfecto. Mi época ha incorporado desigualdades e injusticias fundamentales, pobreza generalizada, discriminación y, sobre todo en mis años de juventud, un riesgo constante de agresión física. Pero a pesar de este contexto, cada uno de nosotros daba por sentado una serie de derechos humanos básicos: reunirnos con quien quisiéramos; salir de casa cuando quisiéramos; comer lo que quisiéramos; expresar opiniones con las que otros pudieran no estar de acuerdo; asumir riesgos, cometer errores y aprender lecciones a veces dolorosas; vestir lo que quisiéramos; trabajar para mejorar nuestras perspectivas profesionales y ganar más dinero para mejorar nuestras vidas y las de nuestras familias; y decidir qué medicamentos y otras intervenciones médicas aceptar. Cuando aparecieron los vuelos baratos en los años 70-80, el mundo entero se volvió maravillosamente accesible.

Mi percepción (probablemente ingenua) de los sucesivos gobiernos laboristas y conservadores era que, aunque a menudo eran ineptos y culpables de errores políticos, en líneas generales trataban de mejorar la vida de sus ciudadanos y al menos se podía confiar en que nos protegerían contra fuerzas externas malignas. Además, parecía que la vida de nuestros políticos elegidos dependía de que nos mantuvieran satisfechos a nosotros, sus electores, actuando principalmente en interés de los ciudadanos del Reino Unido.

Pero hace 30 meses, esta ilusión se rompió.

LA VIDA DURANTE

Ya en febrero de 2020 supe que algo iba mal. En marzo del mismo año, mi detector de alerta temprana no descansaba. Mientras los principales medios de comunicación, los políticos y los "expertos" en ciencia nos informaban, incesantemente, de que un patógeno singularmente letal estaba extendiendo la carnicería por el mundo, y que era esencial imponer restricciones draconianas y sin precedentes en nuestra vida cotidiana para evitar el Armagedón, yo no me lo creía. Me formé la opinión de que se estaba produciendo un acontecimiento trascendental, sin parangón en mi vida; pero no se trataba principalmente de un virus.

¿Por qué, en ese momento, reconocí que algo siniestro estaba en marcha mientras que casi todos los demás que conocí parecían tragarse la narrativa dominante? Es una pregunta difícil de responder. Tal vez el tiempo que pasé a principios de la década de 1980 como enfermero encargado de psiquiatría en un hospital del NHS, en el que ocasionalmente me relacionaba con el departamento de "control de infecciones", me permitió comprender el funcionamiento de este grupo profesional; aunque bienintencionados, sus consejos sobre cómo minimizar la propagación del contagio en una sala a menudo parecían poco prácticos, lo que revelaba una aparente incapacidad para ver el panorama general. O tal vez mis profundos conocimientos sobre la evaluación de riesgos (adquiridos en mi tesis doctoral durante mi época de psicólogo clínico) me habían impresionado por lo lamentablemente inexactos que somos a la hora de calibrar los niveles relativos de amenaza que suponen los diversos peligros inherentes a nuestro entorno. Lo que sí sabía con certeza era que la grandes farmacéuticas, posiblemente la industria más corrupta del mundo, explotaría la "crisis" emergente para sus propios fines. Y qué razón tenía.

La lista de abusos de los derechos humanos impulsados por el Estado que hemos soportado, bajo el pretexto de "mantenernos a salvo" y el ominoso "bien mayor", es larga: prohibición de viajar; confinamiento en nuestros hogares; aislamiento social; cierre de negocios; negación del acceso a actividades de ocio; mandatos de mascarillas deshumanizadoras; directivas (garabateadas en suelos y paredes) dictando por dónde caminar; la regla arbitraria de "permanecer a 2 metros de distancia"; la exclusión en bodas y funerales de nuestros seres queridos; la reclusión y el abandono de nuestros ancianos; el cierre de escuelas; los patios de recreo de los niños precintados con cinta amarilla y negra; niños y bebés amordazados; estudiantes a los que se les negó tanto la enseñanza presencial como la vida social de los ritos de paso; y "vacunas" experimentales forzadas que resultaron ser más dañinas y menos eficaces de lo que se decía inicialmente. Igualmente atroces fueron las estrategias desplegadas para impulsar el cumplimiento de estas restricciones, a saber, la manipulación psicológica ("empujoncitos"), la censura omnipresente en medios de comunicación y revistas académicas, y la cancelación y el vilipendio de cualquier persona lo suficientemente valiente como para hablar en contra de la narrativa covid dominante. En definitiva, un asalto impulsado por el Estado al núcleo de nuestra humanidad compartida.

A medida que continuaba la infracción orquestada por el Estado de nuestros derechos humanos básicos, me sentí obligado a actuar de una manera que estaba muy lejos de mi zona de confort. El hombre de 61 años que nunca había participado en una marcha de protesta hasta el verano de 2020, y que había asumido inocentemente que la mayoría de los líderes de la sociedad eran personas decentes que intentaban hacer lo correcto, había cambiado. Me encontré caminando con decenas de miles de personas a lo largo de Regent Street, Londres, gritando "LIBERTAD". Repartí folletos de "vuelta a la normalidad" por los buzones de cientos de mis vecinos. Me coloqué en la esquina de nuestra calle comercial local con una pancarta en alto que decía: "DI NO A LOS PASAPORTES DE VACUNAS".

A lo largo de 2020/21, me esforcé por encontrar razones para las irracionales y masoquistas restricciones covid y la omnipresente violación de nuestros derechos humanos básicos. Mis explicaciones evolucionaron. Al principio me aferré a la lógica del "pánico y la incompetencia", de que nuestros gobiernos se habían asustado por las imágenes que salían de China (recuerden los vídeos de gente cayendo muerta en las calles) y las profecías monocordes, cegadas y catastróficas de nuestros supuestos expertos epidemiológicos. A medida que las atrocidades persistían, esta explicación se volvió inadecuada, y se transformó en un relato de "agendas oportunistas" en el que los activistas (que promovían aspiraciones ecológicas, identificaciones digitalizadas, sistemas de crédito social, una sociedad sin dinero en efectivo, ingresos universales, un estado de bioseguridad) habían explotado las ansiedades asociadas con la aparición de un nuevo virus respiratorio. En 2021 estas conclusiones, a su vez, parecían insuficientes para explicar la persistencia de los horrores que estábamos padeciendo y tardíamente quedó claro que los poderes globalistas - estado profundo estaban trabajando, esforzándose por hacer realidad sus aspiraciones inhumanas. Mis lecturas posteriores sobre las actividades del Foro Económico Mundial, las Naciones Unidas, la Unión Europea, la Organización Mundial de la Salud, la Fundación Bill y Melinda Gates, el Wellcome Trust, Fauci y las grandes farmacéuticas, entre otros, confirmaron esta conclusión emergente.

LA VIDA DESPUÉS

A medida que el evento covid desaparece de la atención de los medios de comunicación (sustituido por la atención a las respuestas, igualmente deshumanizadoras y totalitarias, a las amenazas medioambientales, la guerra en Ucrania y la inminente crisis del coste de la vida) resulta intrigante reflexionar sobre sus efectos residuales.

Sigo llorando lo que he perdido, un proceso asociado a una compleja mezcla de emociones fluctuantes. Durante dos años, nuestro gobierno, con la ayuda de científicos financiados por el Estado, nos ha negado oportunidades de diversión y conexión humana, ha obstaculizado nuestras libertades y ha orquestado una campaña sistemática para obligarnos a aceptar "vacunas" experimentales y a cubrirnos servilmente la cara con tela o plástico. En consecuencia, siento rabia y asco hacia muchos de nuestros políticos, "expertos" en epidemiología y científicos del comportamiento que fueron cómplices de este período vergonzoso de nuestra historia. Y ahora desconfío de todas las fuentes de información, ya sean los medios de comunicación, el mundo "científico" o los expertos en salud pública. Sin un ancla para la verdad, floto incrédulo en un océano de desinformación generada por la corriente principal.

Mis más de 60 años de ingenuidad se han hecho añicos. Sólo creo a los pocos que han mostrado una integridad desinteresada a lo largo de la debacle de la covid. Además, ahora soy escéptico sobre gran parte de la agenda verde; los científicos financiados por el Estado nos mintieron sobre la covid, así que ¿por qué no iban a mostrar la misma deshonestidad interesada sobre el clima?

Más cerca de casa, está claro que mi vida ha cambiado. Siento decepción e irritación hacia muchas personas a las que antes respetaba y apreciaba, como amigos que colaboraron con las restricciones por covid, que son catastróficamente perjudiciales, por miedo, ignorancia o por el deseo de evitar las molestias y la condena. Muchas relaciones son ahora más distantes; en las escasas ocasiones en que nos reunimos suele haber un "elefante en la habitación", y cuando se toca el tema covid suelo sentirme frustrado porque muchos no quieren considerar las implicaciones de lo que se nos ha infligido.

Lo mismo siento hacia colegas de la salud mental con los que, durante años, me he mantenido al lado y he respetado, luchando colectivamente contra la tiranía de la psiquiatría biológica (sus violaciones de los derechos humanos, la coerción, el uso excesivo de fármacos y el vilipendio de quienes los cuestionaban), pero que no reconocieron una tiranía mucho mayor cuando surgió en 2020. Aunque un puñado de este grupo de presión antipsiquiátrico reconoció pronto la amenaza totalitaria inherente a la respuesta a la covid, la mayoría se creyó la narrativa dominante. Se produjeron acalorados desacuerdos con unos pocos, seguidos de un continuo resentimiento mutuo; la mayoría simplemente nos evitamos.

Pero los efectos residuales de la debacle de la covid no son del todo negativos. Han surgido nuevas amistades con personas de todo el espectro político. Basados en el respeto mutuo, se han creado vínculos duraderos con compañeros escépticos tanto a nivel local (a través de la Asamblea Comunitaria y las iniciativas Stand in the Park) como a nivel nacional (a través de los esfuerzos conjuntos en HART, Smile Free y PANDA). Y fue edificante descubrir recientemente, a través de un encuentro casual en el pub local, que la familia con la que había vivido al otro lado de la calle durante los últimos siete años, y con la que rara vez había hablado, siempre había sido tan escéptica como yo sobre la narrativa covid dominante.

Además, he notado que mi comportamiento ha cambiado de forma sutil. Ahora me esfuerzo más por sonreír y mantener el contacto visual con desconocidos (sin mascarilla). Del mismo modo, al saludar a conocidos, me inclino más por abrazar o estrechar la mano en comparación con los niveles de contacto corporal anteriores a 2020 (nada de chocar el puño o tocar el codo). Es como si me esforzara por compensar el débito de conexión humana que hemos acumulado en los últimos 30 meses. O tal vez estoy haciendo un desafiante saludo metafórico con un dedo a todos los espectadores que todavía se adhieren a la narrativa covid dominante de aversión al riesgo y deshumanización.

FUTURO DE LA VIDA

Mientras sigamos ahogándonos en un mar de propaganda, censura y coerción, ¿quién sabe qué nos deparará el futuro?

Una cosa es segura: nunca debemos olvidar lo que los líderes políticos y los especialistas en salud pública nos infligieron. Ya sea por debilidad, por pensamiento de grupo, por conflicto de intereses o por corrupción pura y dura, los malhechores deben rendir cuentas y pagar un precio por aterrorizar a la gente a la que deben servir. Esta afirmación no está alimentada por un deseo primitivo de retribución (bueno, no principalmente), sino por la expectativa de que, si los culpables no son nombrados y avergonzados, las mismas imposiciones totalitarias se repetirán una y otra vez.

La hoja de condenas es larga. Incluye: líderes políticos nacionales (Boris Johnson, Keir Starmer, Nicola Sturgeon, Mark Drayford) y extranjeros (incluyendo a Justin Trudeau, Emmanuel Macron, Joe Biden y Jacinda Ardern); Bill Gates y sus diversas agencias de financiación; los científicos de SAGE que bailaron al son de sus pagadores académicos y políticos; los "empujadores" de la ciencia del comportamiento al mando de la estrategia mundial de manipulación psicológica; las organizaciones profesionales que se han confabulado manifiestamente con la tiranía impulsada por el Estado (incluidas la Asociación Médica Británica y la Sociedad Psicológica Británica); los reguladores de medicamentos en conflicto (como la MHRA); las omnipotentes empresas farmacéuticas con ánimo de lucro, que despliegan su influencia financiera para influir en las decisiones de política sanitaria; y los principales medios de comunicación, que han difundido servilmente la narrativa covid dominante, al tiempo que han descartado los puntos de vista alternativos.

Sacar a la luz las malas acciones de personas e instituciones tan poderosas es un gran reto. Siendo realistas, sólo la resistencia y las protestas de millones de personas de a pie podrían lograr este objetivo, y en este sentido hay razones para el optimismo. La verdad saldrá a la luz. A pesar de la censura y la manipulación continuas, la disidencia pública al intento de imposición de un estado de bioseguridad es cada vez más visible. El enmascarillado en la comunidad es, en el momento de escribir este artículo, practicado sólo por una minoría desviada. Los perjuicios netos de las restricciones por covid se reconocen más ampliamente. Los ciudadanos de a pie afirman cada vez más que no volverán a ser encerrados ni separados de sus seres queridos. Y, quizás lo más importante, la narrativa de las vacunas "seguras y efectivas" se está desmoronando, como indica el hecho de que cada vez más personas rechazan los pinchazos.

Si no queremos vivir en una sociedad transhumana desprovista de libertades personales, en la que nuestras decisiones cotidianas (a dónde vamos, qué decimos, qué comemos, cómo gastamos nuestro dinero, qué drogas ingerimos) están determinadas por la versión estatal del "bien mayor", todos debemos seguir mostrando una disidencia visible al nuevo orden mundial de los globalistas.

Juntos, creo que podemos derrotar la mayor amenaza a los valores occidentales que he presenciado en mi vida. Y aunque no tengamos éxito, la historia demostrará que al menos lo intentamos.