Traducido por el equipo de SOTT.net
Timur Mustakimov
© Wolfgang Lian/The Epoch TimesTimur Mustakimov toca en el Future Stars Concert en el Kaufman Music Center de Manhattan el 2 de noviembre de 2022. Wolfgang Lian/The Epoch Times
Formo parte de un club de cena que se reúne mensualmente. Se fundó en el momento álgido de los confinamientos, cuando a todo el mundo se le obligaba a llevar mascarillas y se le forzaba a ponerse la inyección. Este grupo se resistió a ambas cosas, a pesar de la imponente firmeza de los mandatos.

Todos estos años después, la comunidad sigue unida. Se formaron amistades que perduraron. La cultura es de profundo cuestionamiento. Cada reunión está repleta de incredulidad ante los pronunciamientos oficiales, una percepción compartida de que la opinión de las élites y las instituciones de élite estaban sencillamente equivocadas. Y no sólo sobre la COVID, sino sobre todo.

No es un grupo político en absoluto. Su tema central se refiere al fracaso de la sabiduría convencional y a todas las formas en que las instituciones heredadas predicaron el error durante varios años. Hoy en día, como revelan todas las encuestas, esta opinión está muy extendida. Muchas de las tendencias más apremiantes de nuestro tiempo tratan sobre el desalojo de una vieja élite (en los medios de comunicación, la vida corporativa, el gobierno) y su sustitución por personas interesadas en nuevas sendas.

He observado una característica común entre muchas de las estrellas emergentes que están desplazando a las estrellas en decadencia de las viejas élites. Son mucho más humildes sobre lo que saben y lo que no saben. No tienen reparos en admitirlo. Los días de «Yo soy la ciencia» y «Nosotros somos tu fuente de la verdad» parecen estar llegando a su fin. El científico gurú y el académico adivino han caído de sus puestos de influencia.

Les sustituye una nueva generación de pensadores dispuestos a admitir lo que no saben. El otro día, por ejemplo, Tucker Carlson dijo que a menudo siente lo que se llama síndrome del impostor. Se trata de la creencia de que cada logro es en realidad un golpe de suerte, una sensación furtiva de que hemos engañado temporalmente a la gente.

Es un reconocimiento humilde que todos deberíamos apreciar. Es un sentimiento común entre todos los que se describen como genios. Incluso Elon Musk debe sentirlo. Irónicamente, la persona que cree que el apelativo de genio es injusto es la que tiene más probabilidades de merecerlo.

El problema de decidir constantemente si somos geniales o terribles en lo que hacemos, jugando con la creencia de que somos genios justo antes de preocuparnos de que nos desenmascaren como farsantes, forma parte de la vida y es un verdadero signo de humildad.

Un buen ejemplo es el relato de un hombre que compitió como pianista en el concurso amateur Van Cliburn en la década de 1990:
«Nunca me había sentido tan nervioso antes de un recital y me digo a mí mismo que debería estar confiado, por haber superado ya las rondas anteriores. Pero no puedo quitarme el temor de ser un fraude que ha llegado a la final por suerte, mientras que todos los demás finalistas son profesionales, aunque se les denomine aficionados. Un grado extra de escrutinio dirigido a mí es atribuible a la naturaleza conspicua de mi profesión [periodista], lo que no es ningún consuelo en este momento. La psicología inversa -no soy un fraude, soy una estrella- tampoco ayuda. Estrella, fraude - lo único que concluyo es que debería centrarme en la música».
Ese artículo apareció en 1999, y el pasaje anterior es el que más me llamó la atención. Significa esa búsqueda que todos hacemos para definir con precisión quiénes somos en función de nuestro nivel de habilidad y, a su vez, qué esperar de los demás en su trato con nosotros. La mayoría de las veces, sin embargo, funciona en sentido contrario. Extraemos información de lo que los demás dicen de nosotros e infundimos esa sensación en la percepción que tenemos de nosotros mismos.

Desde las ligas menores de béisbol hasta la vida profesional, pasando por los años escolares, a todo el mundo le ocurre lo siguiente. Haces algo increíble y todo el mundo te alaba. Pero ahora te enfrentas a un nuevo problema: las expectativas sobre tu rendimiento han aumentado. Esto es especialmente cierto si has ganado o recibido un ascenso o un aumento de sueldo: Ahora tienes que esforzarte al máximo, porque si no te verán como si no lo merecieras.

Ser percibido como un genio tiene un problema añadido. Otros querrán derribarte y se deleitarán con tu caída. La envidia es el más oculto, pero el más profundamente peligroso de los pecados capitales. Quienes son víctimas de la envidia casi siempre se sorprenden porque esperaban que sus logros fueran seguidos de elogios y ascensos, no de resentimiento y tramas nefandas. Pero la única forma de evitar la envidia es intolerable: no ser nunca excelente.

Elon se enfrenta a esto a diario, por supuesto. Pero también lo hacen los candidatos políticos insurgentes y las nuevas figuras populares de los medios de comunicación. Las fuerzas que intentan derribarlos están por todas partes.

En las sociedades pobres, esta es la respuesta común y trágica. También es una característica de las sociedades en declive, en las que cada vez más personas tienen dinero, poder e influencia sin haber hecho nada para merecerlos. Deben su estatus al legado y a la inercia, y se aferran a ellos contra todo viento de cambio.

Hoy en día, esas élites atrincheradas existen en todos los sectores: el mundo empresarial, el gobierno, el mundo académico, los medios de comunicación, la política, las organizaciones sin ánimo de lucro y muchos más. Todo el mundo se ha topado con ellas. Están por todas partes. Existe una palabra para describirlos: impostores.

El temor número uno de un impostor es ser descubierto, por lo que dedica cada día a maquinar y conspirar para evitarlo. Por eso los impostores se rodean de gente dispuesta a ser cómplice en el encubrimiento de la incompetencia, es decir, «Yes men» («hombres sí») cuya principal habilidad es asentir con la cabeza. Por esta razón, los impostores crían a otros impostores y los promueven para inundar la zona de impostores con la esperanza de ocultarse durante más tiempo.

Todos desarrollan lo que hoy se denomina personalidades «irritables» que despliegan como tácticas de intimidación, siempre con ese hábito de resentirse con cualquiera que cuestione sus palabras y su juicio. Son irritables porque siempre tienen una verdad sombría que ocultar: concretamente, que no han merecido su estatus, título, poder o ingresos, y que poseen una fracción de las capacidades de las personas sobre las que gobiernan.

En el mundo empresarial, les encanta convocar reuniones de personal, porque los farsantes han aprendido el arte de la palabrería para perder el tiempo y encubrir su incompetencia fundamental. No tienen nada mejor que hacer, así que convocan muchas y las alargan todo lo posible.

Los impostores detestan la competencia y la castigan. Envenenan los oídos de la gente para impedir el ascenso social y profesional de los mejores. Expulsan a los competentes para evitar que se les ponga en evidencia. Al hacerlo, son una fuente de caos silencioso a su alrededor.

Realmente no hay cura para este problema. Una vez que un profesional asciende por encima de sus competencias -debido a conexiones familiares, relaciones personales, visos de identidad, complacencia y explotación de créditos y elogios inmerecidos, o lo que sea- ya no hay vuelta atrás. La única solución posible, y en última instancia compasiva, es el despido profesional total. Porque no se les puede hacer retroceder, no sea que se llenen de resentimiento y planeen represalias.

Por supuesto, esa solución requiere un liderazgo competente en condiciones de tomar decisiones difíciles, que es precisamente lo que los impostores se esfuerzan por impedir.

En las estructuras económicas del siglo XXI, empapadas de crédito, hinchadas y obsesionadas con las credenciales, los impostores están por todas partes. Desmoralizan a los empleados competentes, desmotivan el trabajo duro y la mejora, fomentan la desconfianza dentro y fuera y, finalmente, destrozan y desacreditan instituciones enteras.

El síndrome del impostor, por el contrario, es algo que siente toda persona verdaderamente competente. Hasta cierto punto, todas las reputaciones de los genios son exageradas. A pesar de la gran reputación de los hermanos Wright, Alexander Graham Bell y Eli Whitney, existe una disputa constante sobre quién fue el primero en volar, quién inventó el teléfono y si la máquina de Whitney mejoró mucho la desmotadora de algodón.

Los historiadores de la invención aún no han descubierto ninguna innovación que haya sido realmente producto de una sola mente. Lo que encontramos una y otra vez es el fenómeno del Descubrimiento Múltiple, con muchas personas compitiendo por el título del primero. Por este motivo, los Premios Nobel se conceden cada vez más a equipos de investigadores. Parece más exacto decir que la genialidad está en el aire y es percibida por muchas personas diferentes en distintos lugares, aunque nunca hayan tenido contacto entre sí.

F.A. Hayek demostró que las formas más elevadas de inteligencia no viven tanto en la mente de los individuos como en procesos sociales e instituciones que ninguna mente humana por sí sola puede conceptualizar plenamente. El resultado es un orden que ningún hombre puede comprender o describir con precisión, y mucho menos diseñar. Este es precisamente el núcleo de su defensa de la libertad de expresión y acción: necesitamos que este proceso sea adaptable para ser cada vez más inteligente y reflejar mejor una multitud de inteligencias que surgen de la acción humana.

¿Dónde nos deja eso como individuos? Todo lo que podemos esperar hacer es precisamente lo que dice el pianista antes citado: «Debería centrarme en la música». Es decir, hacer lo mejor que podamos en la tarea en la que estamos empeñados. Se tendrán momentos de genialidad y momentos de fracaso, a veces home runs y a veces strikeouts, buenas y malas actuaciones. Saber esto no es ni un complejo ni un síndrome; es cosa de la vida.

Es perfectamente normal preocuparse de que los aplausos que uno recibe no sean realmente merecidos. Los músicos de más éxito que he conocido no son los mejores; lo que ocurre es que trabajan más duro para tener éxito. Lo mismo ocurre con los escritores, científicos, ingenieros o empresarios. Son excelentes porque se centran en mejorar constantemente.

Los «talentos naturales» entre nosotros rara vez florecen porque no tienen que trabajar para ello. Al mismo tiempo, las aparentes discapacidades se convierten en habilidades porque nos motivan a superarlas.

La historia seguramente registrará que la arrogancia de la élite en los últimos cuatro años ha demostrado ser su perdición. Por el contrario, podríamos estar asistiendo al ascenso de una nueva generación de líderes en muchos campos que abordan su oficio con un ethos diferente: la humildad de reconocer los propios límites, la dedicación a la autenticidad y la pasión por la excelencia genuina al servicio de los demás. Podemos albergar esperanzas.

Historia vía The Epoch Times