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En su deceso, como los antiguos guerreros germánicos de los Anillos de los Nibelungos, suelen cabalgar en un
Walhalla latinoamericano, junto a sus inspiradores, permitiendo que sus antiguos y nuevos seguidores los invoquen cuando sea necesario revivir sus ideas. Y serán inspiración para nuevos caudillos, que asegurarán a los pueblos que son herederos de sus palabras, y como si su muerte hubiese sido sólo un mal sueño, volverán a estas tierras hablando a través de ellos.
Si algo tiene América Latina de sobra son telenovelas y caudillos.
No solamente en la literatura, donde abundan estrambóticos como el de Roa Bastos en Yo el Supremo, solitarios como el de García Márquez en El Otoño del Patriarca, o manipuladores como el Trujillo construido por Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo, entre otras tantas crónicas del realismo mágico de la política en nuestro continente.
Algo le ocurre a los pueblos con los caudillos, que entran con ellos en una simbiosis a veces mágica, muchas veces llena de culpa y que soportan todo por seguirlos. Andrés Oppenheimer, el destacado analista de política latinoamericana, lo atribuye a la adolescencia eterna de la política latinoamericana, que siempre necesita reinventarse y por ello va de revolución en revolución, de nuevas constituciones y resurgir de naciones y por supuesto, líderes que lleven a los pueblos al soñado paraíso de la sociedad justa.