A pocos minutos del centro de La Habana, asentamientos de madera y chapa alojan a miles de cubanos que no salen en las estadísticas oficiales. Viven marginados por ser inmigrantes del interior, sin dinero para comer y sin servicios básicos ni ayuda estatal.
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Lysyelis Garde de la Caridad tiene 10 meses. Su madre Yaimara muestra orgullosa el álbum de fotos que le ha armado, con el rostro de bebé sonriente fundido en playas paradisíacas, iglesias doradas o soles incandescentes. "Las hace alguien de aquí, que tiene una computadora", explica la joven, que ya inició los preparativos para el primer año de la pequeña. Con restos de placas radiográficas ha confeccionado decenas de gorritos de fiesta. "Falta mucho, pero tengo que aprovechar cuando entra algo de dinero", se justifica. Se espera para ese día una gran celebración: la familia Garde es un verdadero clan en el asentamiento San Francisco de Paula, el más grande de La Habana. Padres, tíos, hermanos, hijos y nietos se han establecido allí hace unos 5 años, cuando el cerro, hoy herido de calles serpenteantes, era sólo una maleza impenetrable. A 40 minutos de auto del centro de la capital cubana, el barrio ha crecido sin control bajo torres de alta tensión, a sólo cinco calles de la Finca Vigía que sirvió de residencia al escritor Ernest Hemingway.
Unas 2.000 personas viven allí, hacinadas en casas de cartón y chapa que vuelan con cada tornado.