
© Desconocido
A casi 10 meses de la explosión en la plataforma Deepwater Horizon, los devastadores efectos para la vida marina no sólo son irreversibles, sino que dejarán su huella por lo menos durante los próximos 20 años.
Un día abrasador de junio, en Houma, Luisiana, las oficinas locales de British Petroleum (BP) - ahora el Centro de Comando de Incidentes de Deepwater Horizon - estaban atestadas de hombres y mujeres serios con chalecos de colores brillantes. Los altos directivos de BP y sus consultores iban de blanco; el equipo de logística, de naranja, y los funcionarios federales y estatales de medio ambiente, de azul. En las paredes de la "sala de operaciones" más grande, pantallas de video enormes mostraban mapas del derrame y la ubicación de los buques de respuesta.
A 80 kilómetros de la costa, una milla debajo del agua en el lecho marino, el pozo Macondo de BP arrojaba algo así como un Exxon Valdez cada cuatro días. A finales de abril, una detonación había convertido la Deepwater Horizon, una de las torres de perforación más avanzadas del mundo, en un montón de carbón y metal retorcido en el fondo del mar. La industria se había comportado como si semejante catástrofe jamás fuera a ocurrir. Lo mismo que sus reguladores. No había pasado nada semejante en el Golfo de México desde 1979, cuando un pozo mexicano llamado Ixtoc I explotó en las aguas poco profundas de la bahía de Campeche. La tecnología usada en las perforaciones había mejorado tanto desde entonces, y la demanda de petróleo era tan irresistible, que las compañías petroleras se lanzaron desde la plataforma continental hacia aguas más profundas.
El Servicio de Manejo de Minerales (MMS, por sus siglas en inglés), la agencia federal que regulaba las perforaciones en mar abierto, había declarado que las posibilidades de una explosión eran de menos de 1 % y que, incluso si eso sucedía, no se liberaría mucho petróleo.