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El saqueo de objetos de arte es una práctica indisolublemente ligada a las operaciones de la OTAN. Kosovo, Afganistán, Irak, Libia, Siria, cada uno de esos blancos ha sido meticulosamente saqueado ante la indiferencia general. ¿No será que el saqueo está organizado?

En marzo de 2001, cuando los talibanes destruyeron dos antiguas estatuas de Buda en Afganistán, las imágenes de aquel acto de vandalismo le dieron la vuelta al mundo, suscitando una indignación enteramente justificada. Por el contrario, una pesada cortina de silencio político-mediático recubre lo que hoy está sucediendo en Siria.

Los sitios arqueológicos están siendo no sólo dañados por la guerra sino también saqueados, esencialmente por los «rebeldes» que, en su búsqueda de joyas y pequeñas estatuas, a menudo destruyen otros preciosos vestigios. En Apamea se llevaron mosaicos antiguos y capiteles romanos utilizando buldóceres. Numerosos museos, entre las decenas de ellos que existen por toda Siria - incluyendo el de Homs - , han sido saqueados mediante el robo de objetos de inestimable valor histórico y cultural, como una estatua de oro del siglo VIII antes de nuestra (a.n.e.) y jarrones del tercer milenio a.n.e. En 2 años de guerra han desaparecido objetos que fueron producto de varios milenios de historia.

El llamado de la UNESCO a favor del rescate de los bienes culturales sirios, que forman parte del Patrimonio Mundial de la Humanidad, sigue sin ser escuchado. La razón es evidente: los principales autores de la destrucción son los «rebeldes», armados y entrenados por los comandos y servicios secretos de Estados Unidos y la OTAN, que les otorgan el «derecho al saqueo» y la posibilidad llevarse los bienes culturales fuera de Siria para venderlos en el mercado negro internacional. Una práctica ya muy bien establecida.

En Kosovo, en 1999, iglesias y monasterios ortodoxos serbios de la época medieval fueron primeramente deteriorados por los bombardeos y posteriormente incendiados o arrasados por las milicias del UCK, a la que la OTAN dio también la posibilidad de saquearlos, robándose iconos y otros objetos preciosos.

Sin embargo, en 2001, cuando los talibanes destruyeron las dos estatuas de Buda, los primeros en condenar aquel acto fueron Estados Unidos y sus aliados. No porque quisiesen salvaguardar el patrimonio histórico afgano sino como medio de preparar a la opinión pública para la nueva guerra, que comenzó unos meses más tarde, en octubre de 2001, cuando las fuerzas estadounidenses invadieron Afganistán abriendo así el camino a la intervención de la OTAN contra las fuerzas de los talibanes: los mismos que Estados Unidos habían ayudado primeramente a entrenar, a través de Pakistán, y que, al haber cumplimentado ya el objetivo inicial, tenían que ser eliminados.

En Irak, donde al menos 13 museos ya habían sido saqueados durante la guerra de 1991, la invasión desatada que Estados Unidos y sus aliados desataron en 2003 dio el tiro de gracia al patrimonio histórico iraquí. El sitio arqueológico de Babilonia, transformado en campamento militar estadounidense, fue en gran parte arrasado por los buldóceres. El Museo Nacional de Bagdad, voluntariamente dejado sin vigilancia, fue saqueado, y de allí desaparecieron más de 15 000 objetos que habían sido testigos de 5 000 años de historia. Diez mil de aquellos objetos siguen sin ser recuperados.

Mientras que los militares estadounidenses y los contractors participaban en el pillaje de los museos y sitios arqueológicos y alimentaban el mercado con los objetos robados, el secretario de Defensa Rumsfeld declaraba que... «son cosas que pasan».

Como hoy, en Siria, mientras que casi todo el «mundo de la cultura» occidental observa y calla.