Comentario: Según nuestras investigaciones y otras investigaciones que cada vez más han ido apareciendo en los últimos años, es muy posible que el material orgánico que acompaña a los cometas pueda ser diseminado por el cosmos en el viaje cometario. Esto pone de relieve la posibilidad de que el polvo cometario que estos "viajeros cósmicos" dejan a su paso lleve consigo microorganismos que potencialmente pueden producir enfermedades a su paso.

El aumento alarmante de meteoritos/fragmentos de cometas que están entrando en nuestra atmósfera en los últimos 10 años, aumenta el riesgo de nuevas plagas o epidemias. Muchos de estas bolas de fuego podrían haber dejado ya "nuevos virus" en nuestros cielos.

Sugerimos al lector estar atento a la aparición de epidemias y enfermedades nuevas.


La plaga desatada en 1597-98 mató a un tercio de la población en el azote más cruento de Euskal Herria. Enfermedad y hambre por el desabastecimiento se cebaron en la población desfavorecida formada por pobres y, sobre todo, mujeres.
peste
© Desconocido
El temor a las pandemias apocalípticas continúa hondamente arraigado en el subconsciente humano. Los avances médico-científicos no han mitigado ese miedo ancestral a las amenazas intangibles y letales como las constituidas por esos virus mutantes e incontrolados que periódicamente amagan con propagarse por los cinco continentes. Hace siglos que no ocurre, pero la humanidad ha conocido hecatombes sanitarias como la desencadenada por el siniestro bacilo 'Yersinia pestis'. La espantosa peste negra o peste bubónica se cobró millones de vidas entre los siglos XIV y XVI. Uno de cada tres europeos sucumbió a ella arrojando un saldo de 25 millones de fallecidos, y de 40 a 60 millones más en Asia.

La comarca del Alto Deba no se sustrajo a aquella catástrofe global. José Antonio Azpiazu, en su libro 'Esa enfermedad tan negra. La peste que asoló Euskal Herria' (1597-1600) (Ttarttalo, 2011), asevera que Oñati «fue, con diferencia, la población vasca más castigada a lo largo de los veranos de 1597 y 1598». Dos años atroces en los que el pánico se instalaría en la villa oñatiarra dejando un trágico saldo de más de 1.200 víctimas mortales, hambruna derivada del aislamiento forzoso, cosechas y viviendas abandonadas precipitadamente, robos, saqueos...

Paradójicamente, localidades colindantes como Bergara, una población «manifiestamente expuesta al contagio» por tratarse del centro neurálgico del mercado del trigo de la comarca, «se salvó inexplicablemente de la peste».

Esta enfermedad transmitida por la pulga de la rata se cebó de forma inmisericorde con Oñati pese a que esta localidad adoptó las mismas precauciones y medidas preventivas que sus vecinas.
«Aproximadamente un tercio de la población sufrió terribles y extremadamente dolorosas lacras corporales, y a las hinchazones o bubones que provocaban gangrenas purulentas les seguían vómitos, diarreas, altas fiebres, a la que seguían agudas crisis nerviosas que enloquecían a los afectados, quienes podían morir en el plazo de dos días entre convulsiones y gritos de desesperación».
Puertas y ventas tapiadas

Azpiazu afirma que la «situación de rechazo social de los afectados y el pánico que atenazaba al resto de la población temerosa del contagio, fue particularmente virulenta» en este condado. «Los enfermos quedaban prisioneros en sus casas, cuyas puertas y ventanas se tapiaban, o eran recluidos en barrios particularmente afectados por la enfermedad». Obviamente, este comportamiento no era ni mucho menos exclusivo de los oñatiarras, sino que era común a todos los núcleos de población infestados por el mal pestilencial.

En aquel tiempo, ante la falta de conocimientos médico-científicos y escasas condiciones higiénicas, el origen de la enfermedad era atribuido a la voluntad de Dios, y padecida con resignación cristiana. Pero por lo general sus principales víctimas eran los más desfavorecidos, mujeres y pobres fundamentalmente.

Las familias más ricas buscaban el cobijo de los barrios más alejados del centro como Berezao, Olabarrieta y Urrexola, o huían a Araba.
«Quienes poseían caseríos arrendados o podían recurrir a casa de sus deudos se refugiaban entre ellos, escapando del contagio, mientras que los pobres no tenían adónde escapar, pues nadie los recibía en sus casas».
Mujeres y peste

Las mujeres formaron el colectivo más castigado por la peste. El autor afirma que, «tradicionalmente, la mujer era castigada por la sociedad, que la consideraba sujeta al hombre, sin personalidad jurídica y culpable de todos los males que sufría la humanidad. La ley, la economía, la Iglesia, todo parecía confabularse contra la mujer, que no podía protagonizar su propio destino al sentirse postergada y marginada. Esta situación la hacía más propensa a caer en la miseria. En circunstancias extremas como la peste las mujeres disponían de pocas salidas, sobre todo el gran número de desamparadas que constituían las viudas y las solteras»

Comportamientos heroicos

Y sin embargo, en medio de la desbanda generalizada, en la que sólo los ricos lograban eludir la cuarentena impuesta por las localidades colindantes, fueron muchas las mujeres que se condujeron de modo heroico. Fueron las que soslayando el temor al contagio se quedaron al cuidado de los enfermos, junto con sepultureros que trabajaron, en ocasiones, como voluntarios, otras veces a cambio de un 'plus de peligrosidad'...

La relación de héroes anónimos descritos por Azpiazu incluye asimismo a los cirujanos o médicos que eran contratados y acudían a los focos de infección sopesando en la balanza por una parte la recompensa prometida por las autoridades, y por otra el miedo a una enfermedad cuyos efectos conocían mejor que nadie.
«Entre las autoridades municipales se cuentan quienes, teniendo posibilidad de escapar y asegurarse la salud, optaron por quedarse al servicio de la comunidad a la que se debían. Finalmente, nos encontramos con clérigos y personal adscrito al servicio de la Iglesia. De muchos de ellos sabemos que escaparon, puesto que son constantes las quejas de que los enfermos de peste carecían del consuelo de los sacramentos».
De todos modos, Azpiazu ha dado con curas, jesuitas y algún obispo que no abandonaron a su grey. Así, revela el autor que «fueron varios los curas beneficiados de la parroquia de San Miguel que fallecieron durante la enfermedad», aunque dice desconocer si murieron «debido a su incapacidad de moverse de su sede o a su voluntad de permanecer allí donde les llamaba su sentido del servicio y solidaridad». Hubo al menos dos curas que enfermaron de peste y lograron sobrevivir. Uno fue el bachiller Zañartu.

El presbítero Orueta

Otro comportamiento digno de elogio es el del presbítero bachiller Orueta. Este cura oñatiarra de 39 años estuvo en contacto directo con los apestados y llevó consuelo espiritual y ayuda para redactar testamentos provisionales ante la ausencia de escribanos. Administraba los sacramentos a los moribundos y enterraba a los fallecidos, hasta que resultó contagiado aunque sobrevivió. Dejó testimonio de ello su «fiel ayudante Francisco de Elorduy, sacristán de la iglesia de San Miguel y de 70 años de edad».

Una vez que hubo remitido la enfermedad en Oñati, este abnegado cura se hizo cargo de la parroquia de la localidad alavesa de Uribarri-Arana, donde había estallado un brote de peste».

El cuadro que José Antonio Azpiazu pinta de un Oñati sacudido por la peste es desolador. «Resultaba difícil encontrar a personas que no hubieran perdido uno o varios familiares».

A la completa pérdida de dos cosechas consecutivas durante los veranos de 1597 y 1598, su sumarían el «abuso de poder y la falta de misericordia del conde y sus acólitos ante tan dramáticas circunstancias», que exigían el abono de las rentas y diezmos que les correspondían.

Los molinos permanecían paralizados y los campos abandonados, al igual que muchas casas del casco urbano. Esta situación ocasionó el «lógico desastre en los bienes y haciendas de los fugados». El pánico a rondar los focos infectados y el abandono de propiedades propiciaron una «anarquía sin precedentes, generando un trágico ambiente de descontrol y desesperación colectiva». En ese contexto de hambruna y ausencia de ley y orden, se produjeron los inevitables pillajes y saqueos.

Como sostiene Azpiazu, «más mata el hambre que la peste». La feroz incomunicación impuesta como cuarentena en torno a las localidades apestadas, la ya precaria economía de mucha gente al borde de la pobreza o directamente en la miseria, y con frecuencia dependiente de la caridad de los vecinos o de los conventos, «constituían elementos en sí mismo peligrosos y altamente nocivos frente a la agresividad de la peste».

Con respecto al 'cordón sanitario' que se establecía en torno a las localidad afectadas, Azpiazu menciona a modo de ejemplo el caso de las guardias instaladas por Bergara para evitar la entrada de personas o bestias procedentes de los focos de infección declarados aguas arriba en Oñati y aguas abajo en Soraluze. Pero estas medidas para preservarse de la peste «resultan, en ocasiones, contrarias a sus propios intereses» y conducen al desabastecimiento de la población. En cualquier caso, el control de entrada no debía ser muy efectivo. «A los vigilantes se les exigía poder distinguir entre quienes circulaban con permiso y los que andaban descontrolados y podían ser portadores de la enfermedad. Pero la mayor parte de los centinelas no sabía leer, por lo que era incapaz de saber si las cédulas que presentaban los viajeros eran o no auténticas».

¿Facultad de Medicina?

Del zarpazo de la peste y sus consecuencias no se libraron ni el monasterio de Arantzazu ni la Universidad de Oñati. Cuenta Azpiazu que la estampida de alumnos, profesores y personal del centro paralizó la actividad académica entre 1597 y 1599. Pero a la vez, la peste pudo haber impulsado la enseñanza de la ciencia médica, conjetura el autor. Basa su hipótesis en la presencia del doctor Monasteriobide en la universidad.

Este médico bergarés, hijo a su vez de otro reputado doctor, es citado en una documentación relativa a doctores examinadores que vienen a graduar a dos estudiantes de medicina. «Un documento notarial confirma la existencia de una enseñanza de medicina en Oñati, que funciona con más o menos deficiencias, que sin duda se subsanaban por la urgencia de este título, dadas las extremas circunstancias que se estaban viviendo en la villa y en la zona». Azpiazu concluye que «este conjunto de noticias confirman la existencia, si quiera experimental o forzada por la situación del momento, de la enseñanza de medicina en la Universidad Sancti Spiritus, a pesar de las ausencias e irregularidades propias del delicado momento».