A veces, quizá pocas veces, ocurre lo que debe ocurrir. Y el 8 de octubre en Barcelona, ocurrió. La nación venció a los partidos. O sea, al Estado. Ciertamente es solo una batalla. Pero es una batalla ganada. Quedan muchas más.

Los partidos políticos son organizaciones con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus miembros llega al poder el Estado premia al partido -es decir, al jefe-, con una subvención. Si se logra constituir un grupo parlamentario la subvención se multiplica. El partido deja de ser entonces una asociación civil, pues es alimentado con dinero del erario y convierte a sus miembros activos en una especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Su estructura vertical se va reforzando cuanto más poder va adquiriendo. Siendo así, el concepto de representante y representado se difumina y mixtifica.
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Del mismo modo que el rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario convierte mecánicamente en Estado a todo partido al que da su bendición electoral. Los candidatos son las ínfimas piezas del engranaje. Su jefe los puso allí y su jefe los puede quitar. Y gracias a su jefe obtienen privilegios y subvenciones -además de prebendas ilegales que generalmente son toleradas por el poder-. Si el diputado rechaza la componenda es expulsado del partido y del cargo. Y si la expulsión se resiste, desaparecerá de la lista en las siguientes elecciones. El sistema continúa. No es la inmoralidad del diputado individual el motor de la perversión. Es el sistema electoral proporcional de listas, donde los candidatos deben obediencia fáctica al jefe del partido, lo que hace imposible la verdadera representación.

Estar en la lista depende del jefe del partido, no del ciudadano. De modo que el candidato debe obediencia a su jefe, y no al ciudadano. De la misma manera cuando el ciudadano vota, vota al jefe, no al candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos, mientras los hecho y a veces las propias consignas del partido evidencian lo contrario. Y retóricamente muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le son ajenos y desconocidos.

¿Son entonces los diputados representantes? Lo son únicamente de sus jefes de partido. Obviamente esto es una boutade, pues si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación teatral. No es hipérbole. El parlamento funcionaría igual si las reuniones políticas se hiciesen sin la presencia física de los diputados. Bastaría con que los jefes de los partidos se reuniesen en el bar de la esquina poniendo sobre la mesa su cuota electoral. De esta manera, a través del pacto entre los partidos, se constituye y se ejerce el poder. En el parlamento o en el bar, tanto da. Aunque el verdadero pacto se hace siempre en el bar, despreciando el principio de publicidad que debe regir todo acuerdo político.

El pacto entre los partidos, al estar estos desligados de la sociedad civil, se hace siempre por intereses oligárquicos -sus propios intereses como grupos de poder-. Es la forma en la que se mantienen en la cúspide estatal. En esta situación aumenta o disminuye su cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer pactos oportunos, pero nunca lo pierden salvo en raras excepciones. Se produce así una especie de círculo autista donde los ciudadanos no pueden penetrar. Tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a cumplir las promesas ni procedimientos revocatorios, los partidos incumplen una y otra vez. El voto del ciudadano se convierte así en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación.

Como la mosca encerrada en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema proporcional de elección que le impide acceder al Estado. Puede ver el paisaje del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más que si la botella fuese totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este último caso la oscuridad, al menos, facilitaría tomar conciencia de la falta de libertad y enseñaría más fácilmente la salida luminosa anunciada a través del cuello de la botella.

La prueba del nueve se evidencia en los hechos: en nuestro Parlamento, a diferencia de lo que ocurre en un parlamento verdaderamente representativa, es impensable que un diputado y el jefe del ejecutivo que pertenecen al mismo partido se enfrenten en un debate, pues ambos representan los mismos intereses. La clase política, desligada de la sociedad civil, se identifica con el Estado, y la sociedad civil -que somos todos nosotros- queda aislada y sin posibilidad de afectar la burbuja del poder político.

España es el ejemplo más claro de lo que se ha dado en llamar partidocracia. Y este sistema es el que nos ha traído hasta aquí. Si los acontecimientos en Cataluña sirven para que la sociedad civil despierte y tome algo de conciencia, habrá sido una bendición. Nuestro sistema político ha muerto y aun no lo sabe. Pero la nación política empieza a despertar. Una nueva Constitución verdaderamente representativa es posible. En un periodo de libertad constituyente seremos todos los españoles los que decidiremos cómo queremos que sea nuestra casa común. Porque, dados los acontecimientos, si no lo hacemos estaremos decidiendo de facto destruir nuestra propia casa. Es decir, habrán ganado los partidos y no la nación. Y todos nosotros habremos vuelto a perder.