Platón y Aristóteles son tenidos por la cultura occidental (exclusivamente) como grandes pensadores, padres de la civilización europea. Y sin duda es cierto: sólo un pensamiento estrecho y clasista como el de estos dos personajes podría cimentar una cultura tan rapaz, violenta y desagradable como la que ha caracterizado a Europa desde tiempos del Imperio Romano hasta hoy.

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En este cuadro se ve a platon y a aristoteles en el centro, platicando acerca de la filosofia y sus posturas sobre si es idealista o realista…. Ustedes que piensan
Los dos, el ateniense y el estagirita, pensaban mucho y opinaban sobre todo lo que les pasaba por delante. ¿Y por qué no? En su derecho estaban. Lo malo es que sus ocurrencias fueron adoptadas como verdad absoluta por otros que tuvieron poder para imponer unas ideas singularmente desacertadas y que, a la larga, se revelaron como muy dañinas. No creo que ninguno de los dos griegos tuviera tal intención, pero los hechos son los hechos: Platón y Aristóteles, que todavía hoy gozan de un prestigio inexplicable, no sólo fundamentaron con sus variadas hipótesis mil años de atraso de Occidente, sino que sirvieron de respaldo a un rebaño interminable de tiranos y, de paso, ayudaron al fortalecimiento de dos de las doctrinas religiosas más perniciosas de todos los tiempos: las sectas del judaísmo conocidas como cristianismo e islam.

Tanto Platón como Aristóteles afirmaron que toda posibilidad de conocimiento se basaba en la abstracción pura, en el ejercicio intelectual de andar por casa, sin respaldo experimental ni contraste alguno. Una postura cómoda, por cuanto permite justificar, mediante sofismas y triquiñuelas lógicas, cualquier cosa. Sin embargo, la realidad tiende a imponerse, y a la larga fiarse de fantasmagorías como, por ejemplo, lo que dicta el sentido común, puede llevarnos a la catástrofe si decidimos elevar nuestra construcción social sobre cimientos equivocados.

Y los dos charlatanes griegos se equivocaron mucho. Su negativa tajante a seguir el método experimental trajo siglos y siglos de oscuridad y miseria, además de extender una ignorancia que los religiosos de la Edad Media y posteriores no tuvieron reparos en calificar de «santa». Aún hoy, barro nacido de aquellos polvos, hay quien alardea de no haber leído un libro en su vida. El propio Platón, según cuentan, un día se ofendió tanto porque uno de sus estudiantes le preguntó para qué servía lo que les enseñaba, que le hizo echar de clase con cajas destempladas.

La relación de meteduras de pata de estos dos filósofos de fama por completo inmerecida es interminable. Y por si alguien lo duda, no sigamos el modelo platónico-aristotélico y aportemos ejemplos. De entrada, nuestros dos sabios nunca pusieron en duda que nuestro insignificante planeta era el centro del universo y que incluso el sol, a pesar de numerosas evidencias en contra, giraba alrededor de esta pelota de barro que nos da la vida. También pensaban que los elementos materiales eran sólo cuatro (tierra, agua, aire y fuego), hipótesis sostenida por el hecho evidente de que había cuatro estaciones, lo que a su vez les permitió dar un paso más en esta carrera hacia la nada numérica: el cuerpo humano funcionaba a partir del equilibrio entre cuatro «humores» (bilis, bilis negra, flema y sangre). Las enfermedades no serían más que desequilibrios de estos fluidos que podrían subsanarse mediante sangrías, ayunos y administración de vomitivos. La medicina, estancada durante más de mil años en este disparate, causó más víctimas de las que curó sólo por el empeño en mantener, contra viento y marea, una dirección absurda, pero sagrada.

Los dos pensadores estaban muy obsesionados con las «perfecciones» de mundos ideales, en particular el de los números, manía que contagiaron a muchos y que les produjo algún que otro problema teórico. Por ejemplo, si había cuatro elementos y cuatro humores, como había cuatro estaciones, no hacía falta buscar más... ¿O sí? Resulta que la existencia de cinco sólidos regulares les colocaba frente a una asimetría de lo más desagradable. Así que era inevitable: debía de haber un quinto elemento que, ya de paso, les liberara del estupor provocado por el espectáculo de las estrellas flotando por los cielos aparentemente apoyadas en nada. Sin más comprobaciones añadieron a la lista, por arte de birlibirloque, el éter o quintaesencia, que constituiría la materia del universo ultraterreno. Además tenía que ser así por fuerza, pues La Naturaleza, siempre según su criterio, experimentaba algo llamado «horror al vacío». El problema es que ahora hacía falta un quinto humor, la astrábilis, de utilidad biológica desconocida y que nadie, por otra parte, fue capaz de encontrar jamás. Aunque tampoco había visto nadie, nunca, la bilis negra. Estas nimiedades no son obstáculo para mentes decididas, y por eso, escarbando en la magia de los números, quedó decretado que si había en el cielo siete planetas y siete días en la semana, sólo podían existir siete metales.

Aparte de esto, concluyeron que la Tierra era imperfecta y los cielos inmutables e incorruptibles. Partiendo de este axioma, y de que por otro decreto de los dos ocurrentes el círculo era la más perfecta de las formas geométricas, decidieron que las órbitas de los planetas habían de ser por fuerza circulares. Como la Naturaleza no entiende de semejantes sutilezas, los planetas se obstinaron en sus órbitas elípticas y de vez en cuando surcaban el firmamento cometas brillantes que, dada la perfección de las esferas cristalinas, fueron clasificados como fenómenos meteorológicos. Ya de paso, el estagirita y su maestro describieron la Luna como una esfera perfecta, lisa e impoluta. ¿Y las manchas que se ven? Nada de manchas: si no se opina sobre algo, ese algo no existe. Reflejos de la caverna.

Las ideas erróneas de Platón y Aristóteles sentaron cátedra y fueron defendidas a sangre y fuego por los poderosos, en particular por la Iglesia Católica, durante siglos, provocando que personajes mucho más inteligentes que nuestros amigos griegos, como Giordano Bruno, Galileo o Copérnico entre otros, fueran molestados, encarcelados o incluso asesinados por defender ideas acertadas pero contrarias a los dos «genios» de la antigüedad. Pero lo más notable es que estos puntos de vista se mantuvieron con bastante fuerza hasta el siglo XVIII, incluso cuando era más que evidente que ni la tierra, ni el agua, ni el aire ni el fuego eran elementos, que había más de siete metales, que las órbitas de los planetas no eran circulares, que las sangrías solían llevarse al enfermo al otro barrio y que el vacío, al fin y al cabo, podía producirse con bastante facilidad en un laboratorio.

Aristóteles se equivocó incluso más que su maestro Platón, por la sencilla razón de que era mucho más atrevido que éste. Siempre a ojo, en uno de sus arrebatos intelectuales decidió que el pensamiento se originaba en el corazón y que el cerebro sólo servía para enfriar la sangre. Otro día supo con total seguridad que la circunferencia de la Tierra era de 80.000 kilómetros, el doble de lo que es en realidad, y el doble también de lo que calculó, éste sí molestándose en tomar medidas, otro griego más reflexivo: Eratóstenes. El estagirita también afirmó, aunque no se molestó en comprobarlo (lo que sí hizo Galileo) que un objeto pesado cae más deprisa que uno ligero. Y en fin, tanto Platón como Aristóteles volvieron a marrar la diana cuando tildaron de mamarrachada la idea de un tal Demócrito de Abdera (otro griego), quien afirmaba que la materia estaba compuesta de pequeñas partículas a las que llamó átomos. Como no se cansaban buscando causas, llegaban a conclusiones que en nada se diferencian, en su proceso, de los delirios religiosos. Por ejemplo, que los gusanos de la putrefacción o los insectos surgían por generación espontánea. Nada extraño en un Aristóteles cuya fe en el método no experimental le permitió afirmar, sin ruborizarse, que las moscas tienen cuatro patas.

Como científicos, pues, no fueron desde luego unas lumbreras, pero es que no contentos con tantear a ciegas entre los misterios de la naturaleza física, Aristóteles y Platón se empeñaron (o más bien se despeñaron) por los caminos de lo que hoy llamaríamos ciencias sociales. Ambos defendieron en sus obras una ordenación aristocrática de la sociedad, un sistema de castas en el que unos pocos privilegiados mandaban y el resto trabajaba. Era el orden lógico de las cosas. También fueron partidarios decididos de la esclavitud, que consideraban la cosa más natural del mundo. Esto puede explicar por qué los poderosos, fueran católicos, protestantes o musulmanes, tuvieron tanto afecto a una doctrina que justificaba las mayores injusticias y permitía medrar a los más violentos y despiadados. También señalaremos (en descargo de los dos filósofos) que el cristianismo y luego el islam rescataron esta parte ínfima del fecundo pensamiento griego porque les sirvió para dar cuerpo a sus respectivos dogmas, que en origen se apoyaban en una base moral y ética bastante pobre e incluso algo pueril.

En fin, quizá Platón y Aristóteles sólo sean víctimas de un uso interesado de sus trabajos, y habría que ver hasta qué punto los textos conservados, a base de copia tras copia por monjes analfabetos y clérigos manipuladores, se corresponden con lo que en verdad escribieron aquellos dos hombres. De paso, una verdadera pena que la pervivencia parcial de Platón y Aristóteles oscureciera hasta hacerlos casi desaparecer a otros pensadores griegos de mayor mérito, que llegaron a las conclusiones correctas y, lo que es más importante, las demostraron. En el devenir de los acontecimientos no siempre son los mejores los que salen adelante: véase, por ejemplo, el triunfo del sistema VHS frente al Beta, hace algunos años, durante el breve periodo de gloria del vídeo doméstico.

El problema, por supuesto, no es lo que pensaran Aristóteles o Platón, que tenían tanto derecho a entretenerse en pajas mentales como cualquiera, sino hacer de una doctrina errónea la base de una organización social, de un Estado o de una civilización. Y es un error mucho más común de lo que parece. El largo dominio de la Iglesia Católica en Europa occidental, el triunfo del nazismo en Alemania o del estalinismo en Rusia, la victoria de la sociedad de consumo, son buenos ejemplos de lo que ocurre cuando se eleva a intocable y se convierte en doctrina una hipótesis que, en última instancia, no es más que un disparate (o una colección de ellos): el platonismo, los fascismos, el estalinismo, el capitalismo burgués o cualquier religión.

Creer en algo o en alguien sin aplicar el sentido crítico, plegarse al dictado de la «autoridad», es catastrófico. Como lo es, desde el advenimiento de la civilización hasta nuestros días, esperar que otros, mesías y líderes carismáticos, vengan a sacarnos las castañas del fuego. Es una postura cómoda pero cobarde y, de hecho, suicida a largo plazo. El progreso humano es fruto del esfuerzo común, no de la intervención providencial de un salvador. Como demuestra la historia, la creencia ciega sólo trae desastres. Piénselo la próxima vez que tenga que decidir entre pensar por usted mismo o aceptar lo que le diga un Platón cualquiera.