Traducido por el equipo de SOTT.net
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© STAFF/AFP via Getty Images
Para que un país tenga éxito, necesita ciudadanos que sientan algún tipo de orgullo cívico, no sólo por sus logros pasados, sino por el aquí y el ahora. Los países no sólo se enorgullecen de ofrecer lo mejor de ayer, sino también de lo que pueden ofrecer de hoy, es decir, la belleza y el orden tal y como Dios los concibió. Eso significa ciudades limpias y prósperas, ciudadanos sanos, físicamente atractivos y temerosos de Dios y, por supuesto, ciudades y pueblos estéticamente agradables que hagan que la gente quiera vivir en ellos y visitarlos.

Estados Unidos fue una vez así. Desde los inicios de la república hasta la década de 1960, se enorgullecía de sus edificios públicos neoclásicos, de sus escuelas catedralicias y, lo que es más importante, de su gente. Estados Unidos significaba familias nucleares fuertes que vivían en ciudades y comunidades bien ordenadas donde los niños podían jugar sin supervisión y la anarquía sádica estaba restringida al crimen organizado, que irónicamente dirigía los barrios mucho mejor de lo que lo hace hoy el DNC (Comité Nacional Demócrata).


Hoy, no tanto. Detroit es una zona de guerra tercermundista, mientras que ciudades como Nueva York, aunque no están tan mal, sacrifican su atractivo arquitectónico, sus familias y sus instituciones religiosas en favor de una arquitectura brutalista sin alma y de drones de las grandes corporaciones que las habitan. La grasa es bella, la belleza es racista, Dylan Mulvaney es una mujer, y los hombres que hicieron grande a Estados Unidos son apartados para dejar paso a George Floyd y compañía. Las escuelas parecen cárceles sin la torre de vigilancia.

Sin duda, los críticos y los utilitaristas protestarán diciendo que la utilidad se impone a la belleza en todo momento, añadiendo que esta última no importa mientras funcione. Pero tal argumento ignora la tendencia humana a inspirarse en la belleza. Fijémonos en Italia. Durante siglos, una generación de genios tras otra crearon la mayor parte de la cultura que se aprecia en todo el mundo, inspirados por las hazañas de la generación anterior y su entorno.

Los izquierdistas (o al menos quienes los controlan) entienden esto probablemente mejor que nadie, sobre todo en comparación con los llamados "conservadores" y republicanos, muchos de los cuales son el epítome del problema cultural de Estados Unidos en su obsesión por el PIB y el crecimiento económico a expensas del bienestar de la nación.

En los cuentos de hadas y los mitos, el héroe es casi siempre un hombre (o, más raramente, una mujer) que logra lo imposible en pos de una doncella (lo cual es aparentemente sexista para los liberales), la defensa de Dios, la patria y el pueblo, o la familia/los hijos: todo lo cual es la encarnación misma de lo que consideraríamos lo "bueno y bello".


Si la gente está dispuesta a luchar por sus mujeres, la belleza de sus ciudades y su civilización, la degradación de la sociedad paralizará a la gente en un estado de desesperación e inacción. Aquí es donde entra en juego el aspecto de la desmoralización. No es de extrañar que en los años sesenta la arquitectura brutalista de la URSS se convirtiera en el modelo de vivienda pública, creando guetos en los que reinaban la desesperación, la dependencia y la delincuencia. Y, sorpresa de las sorpresas, cuando nuestras ciudades, antaño prósperas, como Detroit y Nueva York, se convierten en pozos negros, ya nadie piensa que merezca la pena luchar por ellas.

Lo mismo puede decirse del feminismo. El feminismo puso a las mujeres en contra de los hombres. Les dijo que tenían que convertirse en la versión más fea posible de los hombres siendo mandonas, tiránicas y, en general, insufribles para poder liberarse. Decía a las mujeres que, en contra de todos sus instintos, sólo debían aceptar a los hombres feminizados. Hoy en día, también se les dice que ser una "chica jefa" gorda es algo a lo que aspirar. A los hombres se les dice que dejen de ser hombres, convirtiéndose en versiones feas y bastardas de las mujeres cuyo final lógico es Dylan Mulvaney. En efecto, los sexos se convirtieron en la versión de dibujos animados más fea del otro. Y la sociedad lo alentó.

Y aquí está el problema: ningún hombre va a defender a una sociedad que crea gente así, a sus mujeres o a su gobierno. Los hombres lucharán y morirán por sus hermosas y virtuosas esposas, y por sus hijos. Lo mismo ocurre con los aspectos materiales de su civilización, como los edificios e iglesias, que al fin y al cabo son el resultado de una sociedad que cría niños productivos, educados y cualificados, dispuestos y capaces de crear maravillas arquitectónicas como la antigua estación de tren de Detroit y las catedrales polacas de Chicago. Pero nadie, y me refiero a nadie, va a luchar (y mucho menos a morir) por Lizzo o por la típica jefa adicta a los teléfonos inteligentes.


En lugar de eso, esos hombres se apartarán de la sociedad, encontrarán refugio en el porno y otras formas de evasión, pero no lucharán. Simplemente no le ven sentido, y es difícil culparles. Pero un líder con visión puede romper este ciclo. Incluso la posibilidad de que los niños tengan un futuro mejor basta para motivar a la gente a levantarse del sofá y defender lo bueno, lo verdadero y lo bello.

Cuando la gente votó por el "hagamos a América grande otra vez" ("MAGA" por sus siglas en inglés) de Donald Trump, votaron no sólo por el ejército o el PIB, sino por un retorno a otra época en la que Estados Unidos era hermoso. Como verdadero visionario que es, Trump cumplió su promesa con su decreto que ordena la construcción de edificios federales neoclásicos, porque comprendió que América sólo volverá a ser "grande" cuando la gente tenga algo bello por lo que sienta que merece la pena luchar y esforzarse. El resto (economía, PIB, supremacía militar) vendrá después de forma natural.

De lo contrario, si "América la Bella" se convierte en "América la Fea", a nadie le importa si acaba muerta. Y eso es exactamente lo que quiere la izquierda.

Michele Gama Sosa es editora de opinión del Daily Caller e historiadora de formación.