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Cecil está muerto.
Cecil era un león.
El más bello de Zimbabwe , dicen.
El mundo se indignó, por supuesto.
¿A quién no lo indigna que asesinen a un león?
Algunos lloramos un poco.
Otros alzaron sus voces pidiendo justicia,
firmaron solicitadas,
armaron una página en su memoria en Wikipedia,
maldijeron a la humanidad.
Denunciaron.

Hay unos niñitos que también están muertos.
Ahogados.

Seguramente eran, para sus madres, los más bello de Siria,
de Bangladesh
o de Nigeria.
Seguramente también lo serían para nosotros
si los hubiésemos visto sonriendo
y no empapados de horror,
los vientres hinchados como lunas tristes,
las gargantas atravesadas por arteros huesos de sal
que se quedaron
con la última palabra.
Pero no hay ni indignación, ni llanto,
ni maldiciones, ni solicitadas,
ni denuncias.
Ni siquiera una página en Wikipedia recordando
a la nena del vestido a lunares,
al nene de la remerita roja,
al morochito que todavía usaba pañales.
Será porque no son leones:
son nidos de carencia y esperanza
donde ya empiezan a erigirse los gusanos.

Será porque no sabemos cómo se llaman.
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