Mariano Rajoy
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El sábado 29 de octubre nos ofreció dos estampas. La primera, la más conocida, la archicomentada sesión de investidura: las abstenciones del PSOE, las ocurrencias de Rufián, la sonrisa algo alerdada de Rajoy. A la otra apenas se le ha dado espacio en los medios, pero es seguramente la más interesante, quizás la más inquietante. Hacia las ocho de la tarde, un cortejo variopinto llegaba a la Puerta del Sol de Madrid. La aglomeración fue lo suficientemente espesa y ácida como para colmar la plaza (con una capacidad estimada de 30.000 personas) y desbordarse por algunas calles adyacentes. La imagen recordaba mucho a los tiempos del 15M: varias decenas de miles de personas prácticamente autoconvocadas, ausencia de protagonismos claros, dispersión de grupos y consignas, y una alegría contagiosa. Estas escenas no constituyen hoy dos campos enfrentados, la política-acción frente a la política-Estado, pero casi.

Vayamos por partes. La investidura de Rajoy, con las abstenciones vergonzantes del PSOE, no cierra ninguna crisis, ni siquiera la de gobernabilidad. Apenas la empuja a un nuevo estadio. La cuestión está en determinar el periodo que se abre. Tenemos algunos datos. Sabemos, por ejemplo, que los dos últimos años de crecimiento económico han sido un paréntesis, que el nuevo gobierno debe aplicar una serie de paquetes de recortes, que el apalancamiento de los grandes bancos europeos continúa emitiendo avisos (la banca italiana, Deutsche Bank), que la expansión cuantitativa del BCE está agotando sus márgenes. También podemos intuir que a nuestra escala, siempre "provinciana", el sistema de partidos dista de poder estabilizarse. Nuestra clase política es incapaz de llevar a cabo un programa viable (legítimo) de regeneración democrática. Lo impide la continua contraposición entre los intereses de unos partidos en crisis y unas reformas que requerirían un nuevo consenso. No obstante, son pocos los elementos de tendencia con los que podemos dibujar la fase que se abre.

De una parte, asistimos a lo que podríamos llamar un amago de "parlamentarismo", algo así como un residuo de otro tiempo, cuando la democracia tenía por centro la asamblea legislativa y cuando el gobierno apenas disponía de más competencias que las delegadas por el poder legislativo. Aparentemente la resurrección del parlamentarismo es un resultado de la fragmentación política, de la pluralidad de partidos y de la obligación de lograr coaliciones para formar gobierno. En términos seguramente menos superficiales, se trata de un requisito impuesto a quienes quieren resolver la crisis política. Un requisito que consiste en "saber representar", esto es, en ser capaces de integrar todo aquello que hasta hace un tiempo carecía de figuras y partidos, y que por eso era "irrepresentable" en términos de la política convencional.

No obstante, el retorno de la "dimensión representativa" se muestra de una forma tan exagerada que resulta estrambótica. Ni grandes discursos, ni grandes ideas. Ni Salmerón, ni Pi y Margall. Bastan unos tuits para generar noticia, marcar posiciones y "contribuir" al debate público. Es género de ópera chica: hoy andamos redescubriendo lo mismo que muchos críticos y defensores del parlamentarismo apuntaron en las primeras décadas del siglo XX: que el teatro de la representación no es el que hace corresponder actores y partidos con intereses y condiciones sociales previas, sino el que integra todas las posiciones políticas en un juego mercantil de intercambios y equivalencias.

En efecto, la democracia representativa es menos representativa que integradora. Es un instrumento de anulación de la guerra civil, a la postre verdad proteica de la política. La contradicción está en que la democracia es otra cosa, es la misma guerra civil. Por muy "civilizada" que ésta sea, por muy buenas que sean las reglas y los procedimientos democráticos, la esencia de la política es el conflicto. Por eso la representación despolitiza, mientras que la democracia es política en estado puro.

Sigamos. El sábado asistimos a la primera gran manifestación de una nueva fase. Decíamos también cuánto recordaba al 15M. Y que los grandes medios, después de haberse inflado con términos como "proetarra", "operación podemita" y "atentado contra la democracia", decidieron entretenerse con las declaraciones de Rufián y los aplausos de Podemos, antes que intentar entender por qué decenas de miles de personas volvían a ocupar la calle. Realmente han aprendido poco desde el 15M.

Una hipótesis: la consigna del sábado "ante el avance de la mafia, democracia", como las movilizaciones contra la LOMCE de la semana pasada, como la manifestación contra el TTIP de unos días antes, parecen indicar que el tiempo de espera ha terminado. Algo ha empezado a moverse. Y Podemos, verticalizado hasta el tuétano, enfangado en su propio pantano, no va a poder "representar" estos procesos, hechos casi siempre de una pluralidad irreductible al toque de silbato. La separación entre lo oficial y lo oficioso se ha actualizado una vez más. Pero no se queden con este sabor a optimismo.

Seguramente ya conocerán el caso de Melisa, madre, 27 años, habitual de la sudadera, la capucha y la xenofobia. Conocida sobre todo por su condición de portavoz del Hogar Social de Madrid. Un centro social nazi, que (al loro con el cultismo) se ha dado el nombre de "Ramiro Ledesma Ramos": conocido como el "Lenin de Zamora", Ledesma fue la mejor cabeza del nacionalsindicalismo español, nada que ver con el falangismo romanticoide de Jose Antonio. En esta okupa nazi, a un tiempo inversión y espejo (en estética, lenguaje, prácticas) de lo mejor de los movimientos sociales radicales en los que se incubó la "nueva política", hay un comedor para españoles y varios servicios para familias sin recursos. Los nazis, la extrema derecha, también en España, ha aprendido a hacer política de verdad y a decirnos a las claras que la clase política es una mentira, que no soluciona nada y que hay que crear "tejido social".

En estos tiempos de crisis, la democracia tiende a escindirse inevitablemente de la representación; o si se prefiere, la política tiende a coincidir con lo "antisistema". Y esto menos por un gusto de lo radical que por la conciencia cada vez más compartida de que no hay nada ni nadie dentro capaz de resolver la situación.

No obstante, lo que todo "anti" determina no es más que un espacio negativo. Apunta a un vacío. El problema es que los vacíos en política no permanecen durante mucho tiempo. La fase que se abre será seguramente tan monstruosa como la crisis económica que se avecina. Queda por ver si en ese periodo arraiga lo de Melisa y los suyos, o si somos capaces de recuperar el cuerpo de aquello que surgió tras el 15M y que el sábado intuimos de nuevo. Sea como sea, la ficción parlamentaria no podrá esconder indefinidamente que la partida sigue abierta.