El llamado "espíritu navideño" existe. Al menos así lo demostraron no hace mucho un grupo de investigadores. Además está localizado en un punto concreto del cerebro. Lo cual es una muy buena noticia en estos tiempos de agravios, lamentos y victimismo.
Por qué el ‘espíritu navideño’ puede salvarnos
fotograma de la película “¡Qué bello es vivir!”, de Frank Capra
Lamentablemente, la ciencia no suele hacer concesiones; su función no es escribir cuentos navideños con bonitas y enternecedoras moralejas. Así que esta buena noticia venía acompañada de otra mala. El estudio también demostraba que el espíritu navideño no estaba presente en el cerebro de muchas personas. Y no lo estaba no sólo porque a algunos las navidades nos les hagan muy felices, más bien les estresan, sino porque sencillamente no han desarrollado ese estímulo, bien porque provengan de una cultura distinta, donde la Navidad no se celebra, bien porque, aun siendo de raíces cristianas, asocian las fiestas navideñas con sentimientos negativos.

Un sombrero para generar buenos sentimientos

En realidad, el espíritu navideño es una variante más de las respuestas emocionales positivas relacionadas con los afectos, que suelen tener unas coordenadas concretas en el cerebro humano. Así, la celebración de la Navidad y la acumulación de sus sensaciones gratificantes contribuyen a activar esta zona cuando llegan las fechas señaladas, de igual manera que sucede con otras asociaciones de experiencias positivas relacionadas con el afecto que quedan vinculadas a fechas concretas.

Pero en el caso de esta investigación hay una anécdota divertida. Los neurólogos autores del estudio, que eran daneses, se propusieron desarrollar un sombrero de Papá Noel para regalar a las personas que carezcan de espíritu navideño, en especial a aquellos familiares para quienes la cena de Nochebuena es un suplicio y no una gratificación emocional. El sombrero funcionaría de la siguiente manera: cuando estas personas empezaran a quejarse durante la cena de Nochebuena, bastaría apretar un botón para que el sombrero emitiera un impulso eléctrico en el centro cerebral del espíritu navideño.

Lógicamente el sombrero nunca se patentó. No era más que una broma. Pero vale la pena recordar esta anécdota para reflexionar y preguntarnos si tal vez la idea del sombrero no iba desencaminada. Quizá en nuestras sociedades posmodernas no sólo resulta cada vez más raro el espíritu navideño, sino que estamos perdiendo en general los afectos naturales, esa capacidad de proyectarnos en los demás de manera espontánea y auténticamente amistosa, de establecer con el entorno lazos afectivos y de confianza que el ser humano necesita para desarrollarse de manera equilibrada.

Hay muchos factores que podrían ser responsables de esta deshumanización de la persona. Existen infinidad de hipótesis desarrolladas por psicólogos. Muchas de estas teorías señalan a la revolución tecnológica y a los cambios relacionales que implica. Y también a la sociedad de consumo y a sus gratificaciones inmediatas, pero muy poco duraderas, que, como una droga, nos empujan a necesitar dosis más intensas y repetitivas de recompensas materiales.

Pero ¿qué nos está deshumanizando?

Pero ni la tecnología ni la sociedad de consumo, con todas sus contraindicaciones y estímulos negativos, nos imponen la identidad profunda de nuestro yo y cómo éste se relaciona con el entorno; pueden hacer que nuestra forma de comunicarnos cambie o que, mediante la ostentación, intentemos aparentar que somo más de lo que realmente somos. Pueden potenciar malos hábitos y vicios y, en buena medida, distorsionar nuestra imagen y distraernos de lo importante, pero no nos imponen quienes somos; mucho menos quienes debemos ser. Eso sólo es posible interfiriendo de manera crítica en las reglas que rigen las relaciones íntimas. Y la tecnología y la sociedad de consumo, a lo sumo, sólo pueden condicionar estas reglas, no alterarlas; mucho menos suplantarlas.

Hoy, a pesar de las nuevas tecnologías, amar en la distancia, por ejemplo, es en esencia lo mismo que en el siglo XIX. Antes existía la correspondencia amorosa, las cartas románticas. Era necesaria cierta habilidad literaria y armarse de paciencia, porque las cartas tardaban en llegar y más aún en ser respondidas. Hoy existe WhatsApp. Los mensajes son cortos e instantáneos, y si bien el lenguaje es más pobre que antaño, podemos enriquecerlo añadiendo emoticonos, notas de voz, fotografías y vídeos. Sin embargo, aunque ha cambiado la forma en que los amantes se comunican, el sentimiento y el vínculo amoroso es en esencia el mismo que hace cien años.

De forma parecida sucede con la sociedad de consumo, que nos ayuda a potenciar artificialmente nuestra capacidad de seducción, proyectando una imagen hormonada de nuestro yo. Sin embargo, salvo que se trate de un amor interesado, lo que por otro lado es tan viejo como la humanidad misma, tarde o temprano terminaremos dependiendo de nuestras cualidades intrínsecas. Y aunque es verdad que el dinero no hace la felicidad, pero ayuda bastante, lo cierto es que el amor no se compra con dinero, tampoco la amistad. Si acaso podemos comprar sexo y coleccionar amigos interesados.

Así pues, algo está interfiriendo gravemente las relaciones de las personas desde hace tiempo. Algo que, a diferencia de la tecnología y la sociedad de consumo, puede alterar la forma en que el individuo construye su identidad íntima. Ese algo es la política o, más correctamente, la extralimitación de la política.

La suplantación de las relaciones sociales

Hoy la política no consiste sólo en llegar a acuerdos para establecer unas reglas del juego, a partir de las cuales las personas se organicen, desarrollen sus proyectos vitales y traten de mejorar sus expectativas. Tampoco se limita a extraer una parte importante de la riqueza que generan los individuos para redistribuirla, con el fin de garantizar para todos prestaciones elementales. Lo cierto es que la acción política no ha dejado de expandir sus atribuciones. Y para ello se dedica a identificar constantemente nuevos agravios y amenazas, reales o imaginarias.

Así, para la nueva política, el peligro es la sociedad misma. Somos las personas, con nuestros prejuicios, costumbres y creencias lo que impide al mundo alcanzar la igualdad y la perfección absolutas. Por eso ya no es suficiente con establecer leyes generales iguales para todos, ni recaudar la mitad de las rentas. Hacen falta nuevas legislaciones particularistas para corregir las injusticias. Leyes que penetren el espacio íntimo de la las personas y cambien la forma en que nos organizamos, establecemos lazos afectivos y construimos nuestras identidades.

En resumen, la sociedad ha de ser suplantada por el Estado y rechazar paulatinamente todo lo que se asocie a la vieja forma de socialización, hasta que las personas se nieguen unas a otras y opten por vivir aisladas, a merced del sistema político y sus ingenieros sociales.

La sociedad desaparece

Suecia es el paradigma de este proceso. De hecho, sólo una sociedad tan profundamente alienada por el Estado podía inventar un concepto como manniskortrött, un término específico con el que el individuo expresa su hartazgo hacia las personas. Esta es la sociedad hacia la que nos dirigimos, donde las relaciones y los afectos desaparecen y el contacto humano produce rechazo, neurosis y miedo.

Por eso cada vez más personas buscan con desesperación nuevas identidades y afectos a los que aferrarse, aunque sean disparatados. Y si no es posible amar a un ser humano, porque está contraindicado, volcarán sus sentimientos en un perro, un gato, un canario o un tamagotchi, porque la persona no puede vivir sin afectos.

Así pues, este año le pido a los Reyes Magos que nos regalen ese sombrero que, mediante un botón, reviva en nosotros el espíritu navideño, para que recuperemos la confianza en nuestros semejantes, aunque el mundo a veces no sea bello ni bueno. Después de todo, bien vale el esfuerzo de aguantar al cuñado la cena de Nochebuena si, a cambio, evitamos convertirnos en civilizados sociópatas.

Les deseo una Feliz Navidad... sin necesidad de sombrero.