Hay algo en los ebrios solitarios que inspira piedad. Acaso porque les suponemos una vida miserable ―como Marmeládov, el burócrata alcohólico de
Crimen y castigo, casado y padre de 4 hijos, atropellado y muerto por un carruaje. Acaso porque a diferencia de la ebriedad acompañada, el borrachín empedernido tiene que vérselas a solas, enfrenta solo en su estado a un mundo intolerablemente sobrio. Acaso, por último, porque en algún momento cualquiera de nosotros ha sido ese ebrio solitario.
En el video que ahora compartimos se observa a un hombre ruso, notablemente alcoholizado, que intenta por todos los medios a su alcance pasar del otro lado de una reja. Mete la cabeza por entre los barrotes. Camina hasta encontrar un buen sitio para trepar. Sube una pierna y casi atraviesa la barrera. En todos los casos, sin éxito.
La escena es cómica en sí misma: innegable, involuntariamente. Muy a pesar del pobre hombre. Y sería, quizá, como muchas otras que involucran a borrachines sin remedio de no ser por el detalle final. Ya cuando el hombre parecía haber admitido la derrota, cuando la atrofiada maquinaria de su entendimiento se esforzaba por calcular otra ruta, he ahí que entra un niño a cuadro, un pequeño de 10 u 11 años que carga un par de bolsas de plástico, quizá la despensa de la semana para su hogar. El niño dedica al atribulado personaje un par de miradas rápidas, de extrañeza e incompresión y después, con toda naturalidad, atraviesa la reja por un punto donde la falta de un par de barrotes permite el paso, acaso la entrada y salida usuales para los vecinos del lugar