No sé, ni me interesa saberlo a estas alturas, si Juan de los Santos era prepotente, trataba mal a sus empleados, y por eso su final era designio, según ha dicho alguien frente a las cámaras sin ni siquiera sonrojarse; o si debe ser canonizado como patrón de los ludópatas, como han dicho otros en sus alegres y hedonistas cuentas en las redes. De su muerte me importa que refuerza lo que tantos han sacrificado en estos días en el altar de sus prejuicios sociales y políticos, o en su sórdida busca de implacable protagonismo moral: que la sociedad dominicana está arropada por la irracionalidad de la violencia, y que todos y todas estamos pagando un precio demasiado alto por no tener la inteligencia de ponerle freno.

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Salir de la vorágine, ¿será posible?


Sí, la violencia tiene razones estructurales que sirven a su interpretación teórica. La pobreza es una de ellas. Pero solo vale, a mi entender, para explicar un cierto tipo de los muchos que conforman su catálogo. Porque sucede que no es precisamente la pobreza la que produce, a ojos vista, una parte importante de la violencia criminal que nos acogota, sino la intolerancia, la incapacidad cultural de la sociedad dominicana para resolver los conflictos por la vía del diálogo y el entendimiento civilizado.
Casi a la misma hora en que un amigo personal de Juan de los Santos le quitaba la vida, en Santiago un hombre mataba a otro porque rozó su yipeta, símbolo de su estatus, en defensa del cual le importa un bledo volverse criminal. Dos días antes, también en Santiago, las diferencias políticas en el Partido de la Liberación Dominicana dejaron dos cadáveres. Y en Villa Mella en septiembre y en Santiago - otra vez— en este fatídico diciembre, turbas lincharon a dos hombres jóvenes que suponían ladrones. Entre enero y junio de este año se produjeron 863 homicidios intencionados. Desde 2010 a la fecha, 1,200 mujeres han sido víctimas de crímenes de género.
¿Solo la pobreza pare este horror? ¿Solo la corrupción política la alienta y hay que endilgarle al PLD, para no dejar duda de nuestra corrección crítica y superioridad moral, ser artífice de lo que nos ocurre, callando que la violencia social dominicana tiene historia? ¿Debe no importarnos la muerte de Juan de los Santos porque era peledeísta y dueño de bancas de apuesta, y sobre todo porque la Policía mantiene una guerra sistemática contra los pobres, que caen por decenas cada año víctimas de ejecuciones extrajudiciales?
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“Darle pa´ abajo a delincuentes no resuelve violencia ni seguridad ciudadana” (Daniel Pou)
Mientras buscamos la quinta pata al gato, deteniéndonos en consideraciones casi pornográficas sobre quiénes merecen o no un día de duelo nacional, la enraizada cultura social dominicana, heredera de una tradición sociohistórica de cerril intransigencia, de odio al adversario o al que vemos como tal en un determinado momento, continuará carcomiendo lo poco que aún nos queda de comunidad solidaria.

Y a eso sí que le temo: a que de pronto no haya nada qué hacer para detener la vorágine de violencia que ha convertido al país en una selva en la que nadie puede dar por segura la sobrevivencia. En la que nadie entiende que las campanas también doblan por nosotros mismos, mientras nos destrozamos como jauría hambrienta.