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© APEnormes columnas de humo en una factoría de la ciudad japonesa de Sendai.
Christchurch, Yakarta, Manila, Taipei, Tokio, Los Ángeles, San Francisco, Puerto Príncipe y Santiago de Chile. Parece una lista aleatoria de ciudades, pero todas comparten un denominador común: sus ciudadanos están acostumbrados a que su mundo se estremezca de cuando en cuando. Están bajo la influencia del anillo de fuego del Pacífico, una delgada línea que dibuja un círculo de unos 30.000 kilómetros de diámetro en el que se encuentra el 75% de los volcanes del mundo y que concentra casi el 90% de los terremotos que sacuden el planeta, y el 80% de los que superan una fuerza de grado 7 en la escala de Richter.

Del océano Índico a Nueva Zelanda, de ahí hasta Japón y hacia el norte hasta alcanzar la península rusa de Kamtchatka; finalmente quedan el salto al continente americano y su recorrido hacia el sur, desde Alaska hasta la Antártida. La placa tectónica del Pacífico choca contra la de América del Norte, bajo la cual se desliza a una velocidad de unos siete centímetros al año, y en el sur se aleja de la Indo-Australiana y colisiona con las de Nazca, Cocos y la Antártica.

El movimiento del planeta se produce a decenas de kilómetros bajo la corteza terrestre, pero sus efectos causan la devastación en la superficie, ya sea como consecuencia de terremotos como los que arrasaron el noreste de Japón el viernes y la ciudad neozelandesa de Christchurch el pasado día 22, por los tsunamis que provocan esos maremotos, como el que se cobró 230.000 vidas en 2004 y que podrían sumergir buena parte de los pequeños Estados insulares del Pacífico, o por la erupción de volcanes como los que siempre están al acecho en Indonesia y Filipinas, la zona más caliente de este círculo de muerte. Pocas horas después del temblor en Japón, el Karangetang, en la isla indonesia de Célebes, comenzó a escupir lava, muestra de la velocidad con la que se contagian los diferentes elementos del anillo de fuego.

Pero no todo son tragedias. La actividad tectónica es también fuente de vida y de riqueza para quienes se atreven a vivir bajo la continua amenaza de las 'montañas sin cima'. Buen ejemplo de ello es la isla de Java, afectada por algunos de los peores terremotos de la historia. El más conocido, sin duda, es el del volcán Krakatoa. Fue en agosto de 1883 cuando la pequeña isla que formaba el volcán explotó y desapareció hecha añicos. Murieron más de 35.000 personas y la deflagración se escuchó hasta en Australia, a 5.000 kilómetros. Hoy, un nuevo volcán ha nacido en su lugar: el anak Krakatoa o 'hijo del Krakatoa'.

Sin embargo, una erupción menos conocida pero mucho mayor tuvo lugar, también en Indonesia, unos años antes. Fue en 1815 cuando el volcán Tambora, situado en la isla de Sumbawa, demostró la verdadera furia de la naturaleza. Su explosión provocó que más de 180 kilómetros cúbicos de roca se pulverizaran y cubrieran el cielo. La magnitud de la erupción fue tal que, a consecuencia de la capa de ceniza en la atmósfera, la temperatura del planeta bajó significativamente. 1816 está recogido en los libros de historia de Europa y América como 'el año sin verano'. Murieron más de 90.000 personas en un momento en el que la Tierra albergaba una sexta parte de la población actual. Los expertos no descartan que situaciones de tal magnitud se repitan en un futuro cercano.

A pesar de ello, millones de personas se concentran en las laderas de los volcanes y en la costa de los puntos más vulnerables a los tsunamis. Alrededor de 300 millones están en peligro, según la ONU. Pero a la mayoría no le importa. La razón la expone a El Correo Sumbanerang Ayu, representante de una asociación agraria, cuya vivienda de madera está situada a escasos cinco kilómetros del cráter de un volcán que humea, el Bromo, en el oeste de Java. «La tierra aquí es mucho más fértil. La productividad resulta casi cuatro veces superior a la de campos de origen no volcánico. Nuestra vida depende del volcán. Sabemos que nos la puede quitar en cualquier momento, pero correr el riesgo merece la pena».

Más turismo

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© Zigor AldamaLos volcanes indonesios Semeru (al fondo), Bromo (humeando) y Batok (inactivo)
Lo mismo piensan quienes se benefician del turismo que atraen las espectaculares vistas que proporciona el trío de volcanes que componen el Bromo, el Batok, que actualmente está inactivo, y el Semeru, uno de los más temibles del archipiélago, cuyas fumarolas causan quemaduras graves a los agricultores que trabajan incluso a kilómetros de distancia. El viento transporta el material incandescente que, cuando toca el suelo, puede seguir a 500 grados de temperatura. No obstante, es esa sensación de peligro y el atractivo de la incontrolable violencia del planeta la que hace del lugar uno de los más visitados de Indonesia. Los hoteles situados en las inmediaciones desaparecerían sin remedio en caso de una erupción, pero, como asegura Adhi Haris, responsable del hostal Lava Café, «hay que disfrutar el presente».

Eso es también lo que hacen quienes recorren los espectaculares cañones de lava y ceniza que llevan hasta lo que queda del volcán Pinatubo, en Filipinas, que provocó la peor erupción de la isla de Luzón en 1991. Aún hoy es posible caminar por entre los tejados de las casas que quedaron sepultadas por la lava. El escenario parece sacado de un pasaje del Apocalipsis, pero los lugareños han sabido sacar provecho de la tragedia. «El turismo es ahora una fuente de ingresos mejor que la agricultura de antes», reconoce María Gyapo, guía turística de la ciudad de Ángeles. En Japón sucede algo parecido con el Monte Fuji, cuyo perfil es ya un icono y concentra gran parte de las oportunidades que ofrece el país a los amantes del senderismo.

Los mineros del volcán Ijen, situado a pocos kilómetros del Bromo, también caminan a diario desde la 'caldera' hasta la base de la montaña, pero difícilmente pueden decir que disfruten del paseo. En sus hombros portan hasta 80 kilos de azufre, uno de los muchos minerales que nacen gracias a los movimientos telúricos del anillo de fuego. Su vida depende por completo de los frutos que sacan del volcán, y que les proporciona una renta que multiplica por cuatro la de los agricultores de la zona, pero la montaña de fuego también acabará con ellos debido a las emanaciones tóxicas que inhalan a diario. Es un toma y daca en el que la naturaleza siempre vence.

Y eso es lo que más preocupa en los centros urbanos más poblados, y menos preparados, del anillo de fuego. Manila y Yakarta, ambas con una población de más de diez millones de habitantes, están expuestas a la violencia de terremotos y volcanes. Además, un tsunami sumergiría el 30% de la capital filipina y el 40% de su homóloga indonesia. Las víctimas podrían contarse por centenares de miles, porque gran parte de la población vive en barriadas que no cuentan con ningún tipo de protección contra este tipo de desastres. Un maremoto de la intensidad del que sufrió el viernes Japón tendría consecuencias catastróficas. Y los sismólogos coinciden en que eso sucederá tarde o temprano.