En la cosmovisión de la mitología grecolatina el destino aparece como un poder sobrenatural inevitable e ineludible que condiciona no solo la vida de los mortales sino incluso la de los dioses ‒personificado por Ananké y por sus hijas las Morias en el mundo griego y por el Fatum en el romano.
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© Desconocido¿Cortamos a veces la rama que nos sostiene?
Tanto es así que esta fuerza ocupa un lugar central en muchos de los mitos helénicos. No son extrañas las profecías que vaticinan el desastre a causa de un recién nacido y que como consecuencia del intento por evitarlas, generalmente a través del abandono del niño, se desencadenan una serie de acontecimientos que finalmente conducen de forma inexorable al trágico desenlace.

Uno de los ejemplos más conocidos es el de Edipo, abandonado por sus progenitores y que, ignorante de sus orígenes, mata a su padre y se casa con su madre. Pero incluso los dioses están a merced de estas profecías, como demuestra el caso de Cronos, que no pudo hacer nada por evitar que Zeus le destronara, a pesar de que ya sabía que iba a suceder.

Las profecías autocumplidas vuelven a aparecer una y otra vez en las épocas y culturas más distantes, desde la epopeya india Mahabharata hasta muchos de los relatos de Las mil y una noches, pasando por innumerables cuentos de hadas europeos o por algunas de las obras más importantes de la literatura occidental, como por ejemplo en el shakesperiano Macbeth, en el que tres brujas anuncian al protagonista que se convertirá en rey, pero al mismo tiempo le advierten que tenga cuidado con Macduff. En efecto, en última instancia se descubre que todas las precauciones de Macbeth no podrán evitar su muerte a manos de Macduff.

Tal es su importancia que lo vemos incluso en relatos modernos, en personajes como Darth Vader o Lord Voldemort, cualquier precaución para evitar que se conviertan en lo que se había predicho es inútil.

Sin embargo, las implicaciones de la profecía que se cumple a sí misma van mucho más allá de la mitología o de la literatura. En realidad sirve para explicar una buena parte de los acontecimientos que se producen en el mundo. De hecho, aunque el concepto es antiguo el término que lo designa es relativamente nuevo. El filósofo Karl Popper lo llamó el efecto de Edipo, aunque oficialmente el término fue acuñado por el sociólogo Robert K. Merton en 1949 en su ensayo Teoría social y estructura social, basándose a su vez en el también sociólogo W.I. Thomas, que creía que si los individuos percibían una situación como real ‒aunque fuera falsa‒ sus consecuencias sí serían reales.

Según la definición de Merton, «la profecía que se autorrealiza es, al principio, una percepción 'falsa' de la situación que despierta un nuevo comportamiento que hace que la falsa concepción original de la situación se vuelva 'verdadera'». En otras palabras, una profecía positiva o negativa, independientemente de que sea verdadera o falsa, puede ser lo suficientemente influyente como para que sus expectativas condicionen las reacciones que se deriven de ella.

El ejemplo clásico que refiere Merton serviría para explicar el miércoles negro de 1932. Después de que corriera el rumor de que algunos bancos eran insolventes, mucha gente quiso recuperar su dinero. Como consecuencia, cuando los depósitos fueron requeridos en masa, los bancos en efecto resultaron insolventes.

De la misma manera, la percepción de que es necesario prepararse para la guerra y de que esta es inevitable puede hacer que en algún momento llegue a producirse entre varias naciones. O la sensación de un estudiante de que está destinado al fracaso puede generarle una angustia ‒ésta real‒ que le impida prepararse bien un examen y le lleve a reprobar. Todos ellos son resultados negativos, no obstante, como señaló el filósofo William James, la profecía autocumplida también puede funcionar en la dirección contraria y desencadenar consecuencias para bien.

Pero más allá de los ejemplos puntuales mencionados, la profecía que se cumple a sí misma es un proceso que funciona en los prejuicios y en los estereotipos, conceptos tan habituales y extendidos como inevitables. La idea preconcebida que tenemos sobre cualquier cosa ‒verdadera o falsa‒ puede condicionar, y mucho, la realidad.