La actual pandemia amenaza el futuro de una generación de niños en todo el mundo para los que el coronavirus ha significado menos educación y más trabajo. Sólo en los países en desarrollo, dos décadas de avances contra el trabajo infantil pueden verse afectados.
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© APAndrés Gómez trabaja dentro de una mina de ámbar cerca de la comunidad de Jotolchén II en el estado de Chiapas, en el sur de México. El niño de 11 años dijo que antes de la pandemia, él iba a la escuela y luego pasaba un par de horas en la mina, pero desde que las clases presenciales se suspendieron en marzo, pasa todo el día en la mina.
Con las aulas cerradas y padres que pierden su trabajo, la lectura, la escritura y las tablas de multiplicar han sido sustituidas por sudor, ampollas y menores esperanzas de una vida mejor para millones de niños.

En lugar de ir a la escuela, los niños de Kenia pican piedras en las canteras. Decenas de miles de menores en India se han volcado a los campos agrícolas y a las fábricas. A lo largo de Latinoamérica — donde niños producen ladrillos, fabrican muebles o limpian los campos de maleza — , lo que antes era contribuir a los quehaceres de la familia, hoy es trabajo de tiempo completo.

Estos niños y adolescentes ganan centavos o, en el mejor de los casos, unos cuantos dólares al día para ayudar a llevar comida en la mesa.

"El trabajo infantil se convierte en un mecanismo de supervivencia para muchas familias", dice Astrid Hollander, directora de educación de UNICEF México.

Los gobiernos aún analizan cuántos estudiantes han abandonado sus sistemas escolares, pero con el cierre de las aulas, que afecta a casi 1.500 millones de niños en todo el mundo, UNICEF calcula que pueden ser millones.

Los expertos dicen que es menos probable que los niños regresen a la escuela cuanto más tiempo estén suspendidas las clases presenciales. Las repercusiones, especialmente para quienes ya están rezagados, pueden ser menores oportunidades laborales de por vida, menos ingresos potenciales y una mayor probabilidad de pobreza y embarazo precoz.

"Las repercusiones podrían percibirse en las economías y sociedades a lo largo de las próximas décadas", advirtió en agosto Henrietta Fore, directora ejecutiva de UNICEF, la agencia para la infancia de la ONU. Para al menos 463 millones de niños, cuyas escuelas cerraron, no hay posibilidad de aprendizaje a distancia.

Es, dijo, una "emergencia educativa global".

La misma semana que UNICEF estimó el impacto de la pandemia en los menores, en México inició un nuevo año escolar para casi 30 millones de niños. En lugares remotos donde el aprendizaje a distancia no es factible, los maestros entregan cuadernillos trabajo en los pueblos que unas semanas después pasan a buscar.

Joel Hernández, director de una escuela en Jotolchén, en las montañas del centro del estado de Chiapas, explicó que cuando fue a recoger los primeros cuadernillos del curso — un puñado de hojas de ejercicios fotocopiadas — , sólo alrededor del 20% de los estudiantes había completado el trabajo.

Ni Andrés Gómez, de 11 años, ni sus hermanos lo habían hecho. Hasta marzo, cuando la escuela cerró, Andrés pasaba allí casi todas sus mañanas y aprendía a hablar, leer y escribir español — su lengua materna es el tzotzil — . A la salida, se unía a su padre en la mina de ámbar durante unas horas.

Ahora, desde la mañana trabaja en el interior de un túnel oscuro excavado a mano y que carece de soportes o medidas de seguridad. El repique constante del cincel sobre la piedra retumba en el agujero de poco más de un metro de alto donde busca ámbar de rodillas, martillo en mano, linterna anudada a la frente y el sudor cayéndole por la espalda. Agazapado sobre los restos de roca que desgaja, cada golpe va seguido por un jadeo silencioso.

La esperanza es encontrar un trozo de ámbar que acabará convertido en una pieza de joyería. Si es del tamaño de una moneda, le pueden dar entre uno y cinco dólares. Si la bola de la cotizada resina es grande, puede solucionar la vida de la familia un tiempo.

"Lo que quiero es aprender a leer y escribir", dice.