En la imagen, las manifestaciones que, en 1919, protestaban contra la vacunación obligatoria de la viruela, una enfermedad que entonces provocaba en torno al 10% de las muertes en ciudades como Londres. El creador de la vacuna, Edward Jenner, fue vilipendiado, insultado y tratado como un ladrón y un fraude por los ignorantes movimientos antivacunas de la época, que jamás pudieron imaginarse que la enfermedad que entonces asolaba el mundo vería reducida su incidencia hasta lo anecdótico unas décadas después, y posteriormente, sería erradicada completamente.
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Mi columna de esta semana en Invertia se titula «Los derechos de los antivacunas» (pdf), y básicamente viene a argumentar que los antivacunas, como lacra social insolidaria que son, no deben tener derechos. Hace pocos meses, escribí sobre la necesidad de la vacunación obligatoria: ahora, Austria ya ha anunciado que la decretará como tal a partir de este próximo febrero, Alemania va por el mismo camino, y otros países tendrán que adoptar medidas similares si no quieren seguir sufriendo una ola de infecciones tras otra.

Hablar de antivacunas, desde el punto de vista de un biólogo, es automáticamente prepararte para recibir un montón de argumentos estúpidos de personas que no tienen ni la más maldita idea de inmunología. La retahíla de barbaridades que pueden escucharse va desde que las vacunas no son tales (cuando hablamos de un mecanismo, el del ARN mensajero, llamado a ser la base de la inmensa mayoría de las vacunas a partir de ahora), hasta que no están probadas (cuando están probadas en centenares de millones de personas), o que no se conocen sus efectos secundarios alargo plazo. Obviamente, los antivacunas pretenden que esperemos al largo plazo para garantizar la ausencia de efectos secundarios, y es más, que los probemos otros, no ellos. Eso, simplemente, se llama insolidaridad. Es más: se llama asquerosa insolidaridad, y merece el repudio social más amplio y generalizado. Con sus principios, nos habríamos quedado en la Edad Media, porque, por pura lógica, los efectos secundarios a largo plazo de algo nunca pueden probarse más que esperando mucho tiempo, tiempo en el que la pandemia habría acabado con media humanidad.

Negarse a aprender de la historia es una clara prueba de ignorancia supina. Solo la foto con la que ilustro este artículo debería ser suficiente para convencer a los antivacunas de su supremo egoísmo y estupidez. Pero dado que no lo es, lo que deberíamos hacer como sociedad es levantarnos contra ellos, exigir no solo la vacunación obligatoria, sino someterlos a confinamiento y privarlos de todos sus derechos, como amenaza social que son. Un antivacunas, en un momento de crisis sanitaria en el que la sociedad debe permanecer unida, es la peor de las lacras. Es ignorar conscientemente que vivir en sociedad conlleva unos derechos, sí... pero también unas obligaciones, la más importante, la de aceptar las reglas que la sociedad se marca por consenso. Pensar que tus derechos valen más que los de aquel al que vas a infectar es sencillamente asqueroso, y debería llevar no solo a que hicieras frente a tus facturas sanitarias - no, la estupidez de relacionarlo con el tabaquismo, con la obesidad o con el consumo de alcohol no funciona: la asistencia sanitaria es y debe ser universal, salvo cuando insistas en boicotear la recuperación de una pandemia convirtiéndote en vector de la misma - sino a que, además, se te aislase socialmente.

Defender los derechos de quienes no aceptan las reglas que la sociedad se marca por consenso es irresponsable. Es como defender que alguien se niegue a llevar cinturón de seguridad, que no pague impuestos o que fume en lugares cerrados. Es defender al que se cree más listo y más valioso que todos los demás, al que prefiere que sean otros los que se vacunen, al que no le importa que el riesgo que toma se convierta en riesgo para toda la sociedad. Es, simplemente, insolidaridad en estado puro.

Los supuestos derechos de los antivacunas están, en realidad, cogidos con papel de fumar, y lo mejor que puede hacer una sociedad que aspire a reaccionar ante un desafío como el que supone una pandemia es ignorarlos. Como resulta que no se puede «molestar» a un antivacunas pidiéndole el certificado de vacunación, ahora resulta que hay que cerrar los bares o que confinar a toda la población, dando lugar a un daño económico irreversible. No, eso no son derechos: eso es, pura y simplemente, irresponsabilidad. Y cuando tenemos ya los datos de muchísimos países que muestran la absoluta e inequívoca correlación entre nivel de vacunación y fallecimientos, más aún. Los antivacunas no solamente son ignorantes e insolidarios: es que además, no saben estadística.

Una pandemia es una cosa muy seria, y guiarnos por las estupideces que dicen falsos profetas que no tienen ni idea de inmunología no es nada más que una receta para el desastre. Contra una pandemia respiratoria, las únicas recetas que valen son la vacunación exhaustiva y regular, y las mascarillas. La vacunación tiene que ser tan obligatoria como lo fue en su momento la de la viruela, por mucho que algunos pretendan manifestarse en contra, porque la realidad es que deberíamos ser nosotros, los vacunados, los que nos manifestásemos contra ellos y reclamásemos nuestro lógico derecho a continuar con nuestra vida sin restricciones impuestas por su culpa.

Cuanto antes abandonemos la falsa dialéctica de los derechos de los antivacunas, mucho mejor para todos.
covid,1984