Yasmine quiere llevar un cuchillo para salir a la calle. Pero no lo lleva. Cree que no servirá de nada si, de nuevo, otro grupo de hombres la rodean para violarla, como le ocurrió hace seis meses en la plaza Tahrir. El primer recuerdo son los gases lacrimógenos. Después, los golpes en la espalda y los cuchillos rasgando sus ropas. "Desde el primer minuto me encontré en mitad de 200 hombres, desnuda e indefensa. Me agarraron por todas partes, como si fuera un objeto", relata a
El Medio.
Pensó que moriría allí, tirada en el barro de la plaza cairota, perdiendo la cuenta de los hombres que la violaban. Un coche se detuvo a centímetros de su cabeza, aprisionando su pelo, atrapándola aún más en el infierno. "Eso les ayudó a levantarme las piernas y penetrarme, mientras seguía tirada en el suelo. No tenía ni idea de cómo seguir luchando", recuerda. El infierno tenía una segunda parte reservada para ella, a unos kilómetros de la célebre plaza.
Sin parar de golpearme, me pusieron una capucha en la cabeza y me metieron en el coche, desnuda. Me llevaron a otro barrio, donde más hombres me rodeaban con cuchillos, con palos y con correas.
La violación se prolongó otros 70 minutos.
Sobrevivir no era suficiente para Yasmine. Se resistió a olvidar y a enterrar en la memoria lo que había vivido. Se guardó el miedo y las ropas que le arrancaron y se secó las lágrimas. Dos meses después de lo ocurrido, los espectadores de la televisión egipcia Al Nahar tenían ante sus pantallas a esta mujer que, sin una sombra de llanto,
relató la aterradora realidad del Egipto de hoy. Entera y sin titubeos, pero obligada a mostrar la única prueba material de la violación: un pantalón rasgado y una camiseta hecha jirones.