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La existencia de bases militares estadounidenses en diversas regiones del mundo ha sido, históricamente, no sólo sinónimo de guerra, sino también de pobreza, devastación ambiental, insalubridad y violaciones a los derechos humanos. En México, el vecino latinoamericano inmediato de Estados Unidos, aun cuando oficialmente no existen, la historia de la ciudad fronteriza de Tijuana es uno de los primeros casos de estudio obligado.

Tijuana está a 45 kilómetros de San Diego, California, donde se encuentra la base naval más importante de la costa occidental de Estados Unidos, sede de la Flota del Pacífico.

En el marco de la Segunda Guerra Mundial y desde fines de 1942, oleadas de militares estadunidenses procedentes de San Diego, cruzaron la línea internacional rumbo a Tijuana, en busca de diversión, lo que alentó la proliferación de bares, casas de juego y de prostitución.

Por lo demás, el gobierno de Felipe Calderón ha desestimado las exigencias ciudadanas de información sobre la existencia de supuestas bases antinarcotráfico en territorio mexicano, donde hay personal militar estadunidense. Se han señalado los estados de Puebla, Sinaloa y Chiapas, como sedes de dichas instalaciones.

Los casos de violaciones a los derechos humanos por marinos y soldados estadunidenses fueron en aumento, hasta que al comenzar la década de 1950 se prohibió oficialmente el turismo militar. Sin embargo, marinos y soldados, así como muchos otros turistas estadunidenses, siguen considerando a Tijuana, hasta la fecha, como un traspatio de diversión sexual.

Una de las organizaciones que ha denunciado en repetidas ocasiones las consecuencias negativas de la existencia de bases militares estadunidenses en el extranjero, es el Grupo de Trabajo del Fellowship of Reconciliation sobre América Latina y el Caribe, equipo multidisciplinario de investigación con sede en San Francisco, Estados Unidos, dedicado a promover en el mundo una cultura de no violencia.

El coordinador del Grupo, John Lindsay-Poland, comenta que los acuerdos gubernamentales entre Estados Unidos y las naciones donde están ubicadas las bases garantizan inmunidad a los soldados estadunidenses frente a toda acción legal y, cuando llegan a ser juzgados, los tribunales son sumamente indulgentes con ellos.

Muchas bases militares estadunidenses en América Latina dejan un legado ambiental devastador. Tal es el caso de Vieques, una pequeña isla en el Caribe, adyacente a Puerto Rico. Diversos estudios han revelado la presencia de altos índices de cadmio, plomo, mercurio, uranio y otros contaminantes; en los suelos, la cadena alimentaria y los propios habitantes de la isla.

"Estos contaminantes significan altos índices de enfermedad entre los habitantes de Vieques, que tienen incidencias de cáncer 26.9 por ciento mayor que otros puertorriqueños", señalan los estudios.

En Panamá, si bien las fuerzas militares estadunidenses salieron del país y las bases fueron cerradas a fines de 1999, el Pentágono continúa gozando de acceso a vuelos militares hacia y desde Panamá.

Además, en territorio panameño quedaron artefactos explosivos potencialmente dañinos, de los cuales Washington no se hace responsable.

Por otro lado, cifras manejadas por organizaciones de derechos humanos revelan que las zonas cercanas a las bases militares estadunidenses suelen registrar altos niveles de impunidad, abuso sexual, asesinato, prostitución y narcotráfico. La historia se repite no solamente en países en desarrollo, como Filipinas, Colombia, Oriente Medio, Asia Central, sino en naciones desarrolladas: Alemania, Japón y Corea del Sur.

En Oriente Medio y en Asia Central hay denuncias frecuentes de abusos de militares estadunidenses contra la población civil, especialmente en el tema de violaciones y fomento de la prostitución. Irak ha sido un caso exacerbado, lo mismo que Afganistán.

Esta es una de las más poderosas razones para empeñarnos en la desaparición de las bases militares extranjeras en todo el mundo y en especial, en América Latina.