Como ocurre muchas veces en la explicación de los fenómenos psicológicos, las relaciones entre pobreza y salud mental siguen una lógica circular, de tal modo que las condiciones socioeconómicas adversas incrementan el riesgo de experimentar problemas psicológicos, a la vez que la enfermedad mental implica un mayor riesgo de exclusión social.
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© Beggar, by Alexander Staubo.
Catherine DeCarlo, investigadora de la Loyola University Chicago, y sus colaboradoras, han llamado recientemente la atención sobre este hecho en un estudio de revisión, donde además señalan algunos de los factores que inciden en la perpetuación de esta asociación entre pobreza y enfermedad mental.

Como señalan estas autoras, la pobreza supone un conglomerado de acontecimientos estresantes de todo tipo, tales como tensiones económicas, conflictos familiares, cambios del lugar de residencia, desempleo, menores oportunidades educativas, mayor riesgo de exposición a situaciones violentas y traumáticas, discriminación social, etc. En definitiva, las personas que se encuentran en situación de pobreza están sometidas a unas circunstancias sobre las que difícilmente tienen control, y sus vidas transcurren en una sucesión cronificada de acontecimientos adversos.

Esta exposición continuada al estrés se ha relacionado con consecuencias negativas, como por ejemplo, una mayor incidencia de depresión, ansiedad, trastorno por estrés postraumático, adicciones, problemas sociales y delincuencia, o dificultades académicas, entre otras. Por otra parte, dándole la vuelta al círculo, la enfermedad mental implica también un mayor riesgo de pobreza.

Así, los problemas psicológicos y sociales pueden interferir con el nivel educativo y/o laboral que una persona puede llegar a alcanzar, ya que una enfermedad mental no tratada supone, en muchos casos, un grado de dificultad añadido en este sentido. Además, las personas con trastorno mental no pocas veces han de hacer frente al estigma social y a los prejuicios, lo que implica una barrera añadida -quizá más difícil de saltar aún- a la hora de encontrar un trabajo y disminuir así el riesgo de pobreza y exclusión.

El problema es más grave aún si tenemos en cuenta que, hoy en día, un número creciente de personas se encuentran bajo el umbral de la pobreza o en riesgo de cruzarlo. En América Latina, se estimaba en 2012 que 167 millones de personas vivían en situación de pobreza, representando el 28.8% de la población. En los Estados Unidos, país en el que se enfoca el estudio de DeCarlo et al. (2013), y que se supone uno de los más avanzados del globo, las cifras tampoco son positivas. Según informan las autoras, 46.2 millones de personas, el 15.1% de la población, viven en este país bajo el umbral de la pobreza, cifra que se ha incrementado desde 2007, tras el comienzo de la crisis económica. En el Viejo Continente, los datos de Eurostat indican que, en 2008, el 23.6% de la población en la Europa de los 27 se encontraba en riesgo de pobreza o exclusión social, mientras que esa proporción se había elevado al 24.2% en 2011, lo que representa la cifra de 119.6 millones de europeos. De manera alarmante, el riego es mayor aún entre la población infantil, donde esta tasa sube al 27%. En definitiva, una considerable proporción de la población podría encontrarse al filo del tornado que mezcla pobreza y enfermedad mental, o ya está dentro esta espiral.

Un problema añadido es, como señalan las autoras del estudio, que las personas que viven en la pobreza tienen mayores dificultades para acceder a las terapias que han demostrado ser eficaces en el tratamiento de los trastornos mentales. Por ejemplo, se ha encontrado que sólo el 13% de adultos con bajos ingresos que tienen trastorno por estrés postraumático reciben el tratamiento adecuado. Y se estima que el 75%-80% de los niños de familias con bajos ingresos no tienen acceso a los cuidados de salud mental que necesitan, cifra que se incrementa en las minorías étnicas, como ocurre entre la población latina norteamericana, donde el porcentaje es del 88%.

¿Cuáles son las barreras que dificultan o impiden la disponibilidad de estos tratamientos? DeCarlo et al. (2013) las sistematizan en tres tipos. Las barreras logísticas estarían relacionadas con la imposibilidad de asumir el coste económico de los tratamientos por parte de las personas con bajos ingresos, la imposibilidad de conciliar las condiciones de trabajo y el seguimiento de una terapia, las dificultades para acceder a centros de atención que a veces están distantes, o simplemente, tendrían que ver con el desconocimiento, por parte de las personas con bajos ingresos, de los recursos asistenciales a los que podrían tener derecho.

Otro tipo de obstáculos se refiere a aspectos actitudinales y a las creencias que se tienen sobre la atención en salud mental. Por ejemplo, el temor a ser estigmatizado socialmente por estar en tratamiento psicológico es una barrera potente a la hora de buscar ayuda; pero a ella se unen otras como el miedo a que el profesional le trate con prejuicios, a tener una mala experiencia, a perder la custodia de los niños, a ser separado de la familia, o a que el hecho de asistir a un centro sanitario pueda repercutir en el status del inmigrante. A ello se une que a veces es la propia familia, o el entorno de la persona, quienes desincentivan la asistencia a terapia. También, en otros casos, son las propias representaciones inexactas que uno tiene sobre la enfermedad mental las que hacen que prefiera dejar las cosas como están.

Finalmente, un tercer grupo de barreras proviene del propio sistema asistencial. Entrarían en esta categoría aspectos como la falta de profesionales que conozcan la cultura y la lengua de los colectivos más afectado por la pobreza, los propios sesgos del médico o terapeuta, y el desconocimiento de aquellos recursos que mejor podrían satisfacer las necesidades asistenciales de las personas con bajos ingresos y problemas de salud mental.

Son las propias autoras de la revisión las que ofrecen alguna sugerencia para tratar de poner freno a la conexión entre pobreza y enfermedad mental:
El campo (de la salud mental) debe hacer progresos en lo que se refiere a extender los tratamientos eficaces en aquellos contextos comunitarios que llegan a las poblaciones desfavorecidas. Como parte de este esfuerzo, los clínicos y los proveedores de servicios deberían ofrecer tratamientos basados en la evidencia con flexibilidad y sensibilidad hacia el alto grado de estrés que a menudo encaran los individuos con bajos ingresos y sus familias. Es necesario un compromiso intensivo para conseguir la confianza inicial y el enganche a los servicios de salud mental en esta población. También, el compromiso continuado y la sensibilidad a los aspectos culturales puede contribuir a su retención en los servicios de cuidados. Además de que los clínicos reciban apoyo y entrenamiento para emplear tales estrategias, los sistemas asistenciales pueden formalizar tales esfuerzos para tener un alcance más amplio." (DeCarlo et al., 2013)
En definitiva, romper el círculo vicioso que une pobreza y enfermedad mental requiere un enfoque diferente, flexible, próximo, y socialmente consciente, entre los profesionales sanitarios. Pero también requiere situar el foco de nuestras prioridades, como sociedad, en aquellos colectivos económicamente desfavorecidos. Éstos soportan unas condiciones de vida que ponen en riesgo su salud mental. Teniendo en cuenta el aumento de las cifras de pobreza, es posible que el tratamiento de los problemas de salud que se asocian a ella se convierta pronto, si no lo es ya, en una emergencia.
Puedes acceder al texto completo del artículo de DeCarlo et al. (2013) aquí.

Referencia:
DeCarlo Santiago C, Kaltman S, & Miranda J (2013). Poverty and mental health: how do low-income adults and children fare in psychotherapy? Journal of clinical psychology, 69 (2), 115-26 PMID: 23280880