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© Ramón Reig
A veces siento con especial intensidad que éste ya no es mi mundo. Y, sin embargo, estoy tremendamente vivo y me identifico con ese conductor que iba circulando en sentido contrario y creía que todos iban en la dirección equivocada menos él. Tal vez sea una maniobra de supervivencia psicológica, tal vez lleve razón y me rebele contra casi todo para apuntarme al significado de la famosa pintada del mayo francés: "Un millón de moscas no pueden equivocarse: coma mierda".

A mis años, tras haber ido de acá para allá y haber hecho lo que pude para que el fascismo se fuera al carajo (me utilizaron para eso, lo sé, pero a todos nos venía bien) he de morderme la lengua cada día para no incomodarme y ser presa de esa ortodoxia de la ignorancia que lo ha impregnado todo, impulsada por el pensamiento débil y por el de la tercera vía, que son en realidad el pensamiento hegemónico que existe desde hace decenios, un pensamiento que no ha aportado nada a la historia sino que ha jodido las ilusiones de la gente. Pero de eso se trataba, ¿verdad?

Esta semana aguantaré de nuevo ese esnobismo que es el día de la mujer, por ejemplo, un día donde de nuevo me dirán que la culpa de los males de la mujer la tiene la sociedad machista. De manera que de las películas de indios y vaqueros hemos pasado a las de los machos contra las hembras. En nombre de la justicia se han levantado leyes injustas, como las cuotas y las leyes de la igualdad o las disposiciones contra el maltrato. El contexto, el amplio contexto en el que hombres y mujeres están inmersos, no sirve para nada, no influye (ahora se hace lo fácil y se ignora lo difícil) y, sin embargo, mi opinión es clara: en el contexto de la economía de mercado, tal y como hoy se concibe esa economía, ni habrá liberación ni justicia para la mujer ni la habrá para el hombre. Y, o asimilamos esto, o seguirán cachondeándose de nosotros y utilizando nuestra vanidad para separarnos.

No servimos ya para esta sociedad quienes así pensamos. Por tanto, es preciso que nos tiren a la basura pero poco a poco, sin prisas, la ortodoxia de la ignorancia nos arrojará, esa gente que ha sufrido un lavado de cerebro como si hubiera ingresado en una secta destructiva y ahora va por ahí creyendo que ha inventado la rueda. No hay nada nuevo bajo el sol, únicamente un retroceso: conocí a mujeres luchadoras que tenían claro que su guerra estaba al lado de la nuestra porque era la misma guerra. Ahora hay un discursito de pitiminí para el consumo. Si yo fuera miembro de la llamada clase hegemónica, estaría muy satisfecho porque he logrado una sociedad de fuegos artificiales donde no existe nada más allá de la pólvora - sin metralla- y del humo que ciega los ojos y los cerebros. Sí, ya lo sé, me hago viejo y puede parecer que creo que cualquier tiempo pasado fue mejor pero, ¿y si en esto tengo razón, que la tengo?

Estábamos en una situación de aparente calma, los años sesenta, por ejemplo. Papá tenía claro su papel; mamá también y los hijos, por supuesto. Se muere Franco, en España; se cae el muro de Berlín y la URSS, en España y en el mundo, las nuevas tecnologías se extienden por todas partes y el deseo de romper con lo anterior, también. Millones de varones llevábamos siglos hartos del mercado que otros varones habían puesto en pie; estábamos pisoteados por ellos, junto con las mujeres. Y así seguimos pero ahora corregido y aumentado. ¡A ver quién para a esta gentuza si ya no hay comunismo que lo atemorice y la izquierda vive debajo de sus ubres o haciéndose pajas mentales! Con la fiebre ideológica - en realidad, electoral y de mercado- de que todos somos iguales, eso sí, sin esfuerzo y sin curriculum, con la llegada de la llamada nueva economía, aquí se grita "maricón el último" y "pa chulo, yo". Se olvida todo el pasado y se entra en un presente donde el personal cree que todo es nuevo y que sólo existen derechos. La autocrítica desaparece, la debilidad envuelve a los sujetos y siempre hay que buscar culpables en los otros.

En la España de los ochenta están los de la derecha sonriente afirmando que todo va bien. El varón acaba por un lado, trabajando, y la hembra por otro, trabajando. Los hijos quedan en medio, sometidos al mensaje audiovisual, al mercado, todos sometidos al mercado, al vértigo. La familia ni reza unida ni come unida ni nada de nada. Y eso se paga, el caos se paga. El orden de hoy es el caos y la paz es la paz de los cementerios. Quien levante demasiado la voz es un radical, un terrorista, un comunista. En lugar de sentarse a hablar todos juntos y ver lo que sucede, el mercado nos dice que somos unos guays maravillosos que debemos ser libres y levanta contra nosotros la libertad del esclavo, que sólo es libre para caminar por donde le diga su señor.

La muchedumbre solitaria aumenta, la confusión y la dispersión es total, Internet es, en gran medida, el refugio de cobardes, delincuentes, acomplejados, juguetones y vanidosos, la nueva herramienta no se utiliza para conocer y ser sino, sobre todo, para tener; para tener llenado ese interior vacío que ya se intentaba llenar antes con otros asuntos. El tiempo libre se convierte en industria del ocio, el cine va siendo sustituido por los efectos especiales; el método de entender la vida es borrado de la mente. La sociedad renuncia a la utopía, a la poesía, a la creación, al espíritu, todo eso son pamplinas, el espíritu se convierte en negocio: que si el taichí, que si el yoga, que si volvamos a ese dios que no buscaba la salvación de nuestra alma sino salvarse él vaciándonos la mente y el bolsillo. Caídas las utopías, la gente se dedica a sí misma de forma exclusivamente individual y obsesiva-compulsiva. Proliferan los gimnasios, las tiendas de comida sana, grandes superficies que venden prendas deportivas, las mascotas como logotipos de la soledad y el asco...

Sí, sí, díganme que soy un apocalíptico pero le pregunto a quién me lo diga que me explique cómo es posible que la inmensa mayoría de mis alumnos de quinto de carrera, especialidad periodismo, no sepan cosas elementales que mi generación sabía; cómo es posible que muchos jóvenes universitarios casi nunca pregunten nada en clase y estén en actos académicos con el móvil o con los casquitos en las orejas o sencillamente durmiendo o dormitando, esperando sólo los créditos que les van a otorgar por haber estado atados a una butaca contra su voluntad; cómo es posible que la gente haya llegado a este extremo de embrutecimiento colectivo, al punto de vender su alma por un plato amargo de televisión; cómo es posible que el periodismo y la información agonicen de la forma en que agonizan; cómo es posible que nos hablen de que por ahí pisotean los derechos humanos y aquí millones de personas no tengan trabajo y unos cuantos millones más (mis alumnos, entre ellos) no posean ni perspectiva de tenerlo y encima estén muertos en vida.

Nos están tomando el pelo y esto empieza a ser el planeta de los simios, hemos involucionado. El mercado entra en crisis porque es un modelo caduco pero puede recomponerse gracias a que la izquierda o no existe o anda por ahí con prejuicios como que el PSOE es de izquierdas o que todos somos iguales aunque no hagamos nada para merecerlo o que no se puede actuar igual que los que detentan el poder o que nuestros basamentos cognitivos no sirven ya, bla, bla, bla.

A nivel personal, me siento como Charlton Heston en la película El planeta de los simios. Me han echado una red encima de la que trato de escapar. Y cuando lo logro, me doy cuenta de que estoy en mi propia casa pero acaso sin vuelta atrás. Los simios se han hecho con el poder y yo estoy condenado a vagar por un desierto hasta que se me terminen las fuerzas. Pero de aquí a entonces no pienso callarme ni quedarme quieto. En efecto, es mejor morir de pie que vivir de rodillas. ¿Saben por qué? Porque, cada año, unos pocos alumnos me dicen que les he abierto los ojos y ven las cosas de otra manera; porque a un joven jugador de un equipo de fútbol, con 22 años, le han detectado un cáncer y el tío va y lo asume con dos cojones y lo anuncia públicamente y una parte de la sociedad llora con él, por Internet o cara a cara. Porque sólo por escuchar una pieza musical de esas sublimes vale la pena seguir para delante. De manera que no está todo perdido, mi problema es una mierda al lado del de ese joven deportista. No tengo derecho a venirme abajo.