Una de las distorsiones psicológicas más comunes que experimentamos las personas es, sin lugar a dudas, el sesgo de la normalidad. Hace referencia a ese acto por el cual pensamos que las cosas que hoy damos por seguras no van a cambiar, que en la vida no existe el riesgo, el peligro o la fatalidad. Y, si existe, es algo que, por término medio, siempre les afecta a otros y casi nunca a uno mismo.

chico con gafas de sol
Esa forma de subestimar la adversidad o los desastres actúa también como un mecanismo de defensa. Admitámoslo, si siempre tuviéramos en nuestra mente la idea de que algo malo va a suceder, seguramente no saldríamos de casa y gastaríamos todos nuestros ahorros en construir un búnker. Sin embargo, es adecuado y hasta necesario dejar cierto espacio a esa probabilidad.

No se trata de obsesionarnos. No es necesario tampoco limitar por completo nuestro estilo de vida con el fin de evitar todo tipo de riesgos. Vivir, al fin y al cabo, es arriesgarse y asumir que, en nuestra cotidianidad, hay peligros. Esto siempre ha sido así, desde el inicio de los tiempos y en cada momento de nuestra evolución humana hemos aceptado las adversidades y las hemos afrontado. Subestimar por completo las amenazas es, por tanto, poco más que una insensatez.

Somos conscientes de que los grandes desastres son escasos a lo largo de la historia, pero no por la baja probabilidad de ocurrencia hay que negar su aparición. Porque, como bien sabemos, ocurren, surgen de un día para otro y nos cambian la vida. Hay que tenerlo presente.

Sesgo de la normalidad, ¿en qué consiste?

El sesgo de la normalidad se manifiesta, por término medio, de dos maneras. La primera es sencilla: uno da por sentado que la adversidad nunca llamará a su puerta. Esta conducta no es exclusiva de los niños o adolescentes; es más, no por ser joven uno asume que las dificultades son cosas ajenas o típicas de la población adulta.

En realidad, este sesgo es típico a cualquier edad y es común que lo apliquemos muchos de nosotros al priorizar otras cosas, al dejarnos llevar por la cotidianidad, por nuestras obligaciones, por esa presión cotidiana en la que uno se limita a focalizarse en su propio mundo. En ningún momento tenemos en cuenta que algo negativo pueda ocurrir porque nuestra mente está pendiente de otras cosas.

Asimismo, este sesgo también puede aparecer de otro modo: al minimizar por completo las amenazas aun cuando estas ya están presentes. En este caso, ya apreciamos un encuadre irracional o una incapacidad para actuar de manera ajustada. Esta conducta se da, por ejemplo, cuando el riesgo ya es real, cuando la catástrofe o el peligro es patente, pero la persona elude o subestima esa amenaza por completo.

No importa que el contexto que rodee a la persona evidencie ya muestras de esa amenaza, de ese riesgo determinado. Su mente sigue dando por sentado que todo irá bien y, si no es así, la probabilidad de que esa adversidad le afecte a uno mismo es muy reducida, inapreciable.

El pánico negativo o el sesgo de normalidad, algo muy común

El sesgo de negatividad recibe también otras designaciones: «pánico negativo» o «efecto avestruz». Algo que debemos comprender es que según nos explican diversos estudios como los llevados en la Universidad de Tel Aviv, en Israel, cerca del 70 % de las personas experimentamos este sesgo.

Cuando uno coge su coche no siempre se le pasa por la cabeza la probabilidad de tener un accidente. Cuando entramos a un edificio, es muy raro imaginar que este pueda venirse abajo. Todos ellos son procesos completamente normales en el que el sesgo de normalidad nos permite, en cierto modo, minimizar el miedo para poder desenvolvernos con normalidad en el día a día.

El problema, evidentemente, ocurre cuando en medio de un desastre natural, de un conflicto o una pandemia, la persona se concibe a sí misma como alguien invulnerable y sin responsabilidad alguna en ese contexto. El «a mí no me va a pasar nada» o «todo esto es una exageración y no hay peligro alguno» conforma un enfoque mental peligroso y problemático.

La destrucción de Pompeya, el volcán al que nadie dio importancia

La erupción del Vesubio y el desastre acaecido en el año 79 en la zona de Campania era la crónica de una catástrofe anunciada. Diecisiete años antes un terremoto ya destruyó parte de Nápoles y Pompeya. Plinio el joven ya escribía también en sus crónicas que los temblores eran algo común en aquellas tierras. No importó que cada día fueran más frecuentes.

Un ejemplo notable del sesgo de normalidad se vivió en Pompeya. Cuando explotó el Vesubio los pompeyanos se pasaron horas viendo el espectáculo. Dieron por sentado que no iba a llegar a su bella ciudad, que el volcán, como mucho, afectaría a las ciudades de alrededor, a Herculano, a Estabia... Y, como bien sabemos, aquel desastre sepultó a miles de personas y todas las poblaciones en sus cercanías quedaron ocultas bajo un manto denso de piedra derretida.

Las catástrofes ocurren. La adversidad forma parte misma de la vida. No se trata ni mucho menos de tenerla siempre presente, de limitar por completo nuestro estilo de vida temiendo siempre lo peor... La clave está en asumir su presencia, saber reaccionar con responsabilidad y entender que se puede estar alerta sin caer en la obsesión.