Traducido por el equipo de SOTT.net

¿Cuál es la esencia del mal y qué parte del alma humana lo origina?
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Esta es una de las preguntas más difíciles para el hombre civilizado. Muchos de nosotros podemos reconocer intuitivamente los resultados del mal: el mal causa enormes sufrimientos humanos; revoca nuestro sentido de la dignidad humana; crea un mundo feo, distópico o desarmónico; destruye la belleza y la poesía; perpetúa el miedo, la ira, la angustia y el terror; causa tortura y derramamiento de sangre. Sin embargo, siempre hay personas que parecen ignorar su presencia o, por increíble que parezca, consideran que determinadas atrocidades viscerales están justificadas e incluso son buenas.

Quienes hemos defendido la libertad en los últimos años sabemos instintivamente que se ha producido un gran mal. Millones de personas han perdido sus medios de vida, han caído en la depresión y se han suicidado, han sufrido indignidades a manos de las autoridades sanitarias y los burócratas, han muerto o sufrido innecesariamente en hospitales o a causa de terapias genéticas experimentales comercializadas como vacunas, se les ha negado la posibilidad de despedirse de sus seres queridos o de celebrar fiestas e hitos importantes... se les han negado, en definitiva, las experiencias significativas que nos hacen humanos.

Aquellos de nosotros que sufrimos directamente, o que vimos cómo nuestros valores más elevados eran repentinamente desechados y decretados prescindibles, sentimos ese mal en nuestros huesos y sabemos que está ahí, todavía pendiendo sobre nuestras cabezas, mientras el mundo sigue girando y otros, increíblemente, siguen como si nada hubiera pasado.

Pero, ¿de dónde procede ese mal y quién es, en última instancia, responsable de él? Esta es una pregunta difícil de responder, y hay mucho debate en torno a ella. ¿Es el mal el resultado de una intención consciente y voluntaria? ¿O es un efecto secundario de algo que originalmente era más benigno?

¿Debemos sentir compasión por las personas que "sólo hacían su trabajo" y, al hacerlo, se convirtieron en instrumentos de la injusticia? ¿Debemos disculpar la ignorancia o la cobardía? ¿Los autores del mal suelen tener "buenas intenciones", pero cometen errores honestos o sucumben al egoísmo, la codicia, la costumbre o la obediencia ciega? Y si este último escenario es el caso, ¿cuánta indulgencia debemos permitirles y cuán responsables debemos hacerles por sus acciones?

No intentaré responder aquí a todas estas preguntas; el lector debe reflexionar sobre ellas. Lo que me gustaría hacer en cambio es examinar diversas perspectivas sobre la psicología de lo que da lugar al mal, y tratar de extraer de estas nociones dispares el hilo común que las une. Espero que esto nos ayude a comprender mejor nuestras propias experiencias y a explicar las fuerzas matizadas que las originaron.

¿Cómo intuimos el mal? Intención y racionalidad

El mal plantea un problema difícil para la filosofía porque es un concepto en gran medida intuitivo. No existe una definición objetiva del "mal" en la que todo el mundo esté de acuerdo, aunque haya cosas que los seres humanos reconozcamos (casi) universalmente como tales.

Parece que reconocemos el mal cuando lo vemos, pero su esencia es más difícil de precisar. El psicólogo Roy Baumeister considera que el mal está intrínsecamente ligado a las dinámicas y relaciones sociales humanas. En su libro El mal: la violencia y la crueldad humanas desde dentro, escribe:
"El mal existe principalmente en el ojo del que mira, especialmente en el ojo de la víctima. Si no hubiera víctimas, no existiría el mal. Es cierto que hay delitos sin víctimas (por ejemplo, muchas infracciones de tráfico), y presumiblemente pecados sin víctimas, pero existen como categorías marginales de algo que se define principalmente por hacer daño [...] Si la victimización es la esencia del mal, entonces la cuestión del mal es una cuestión de víctimas. Los agresores, después de todo, no necesitan buscar explicaciones de lo que han hecho. Y los espectadores se limitan a sentir curiosidad o simpatía. Son las víctimas las que se preguntan: ¿por qué ha ocurrido esto?".
Ya a finales del siglo VI o principios del V a.C., el filósofo presocrático Heráclito había intuido también la idea del mal como un fenómeno exclusivamente humano, cuando musitó (fragmento B102): "Para Dios todas las cosas son justas, buenas y equitativas, pero los hombres consideran que algunas están mal y otras bien".

Los procesos del mundo natural son impersonales y siguen leyes predecibles. Puede que no siempre nos gusten estas fuerzas físicas, pero todos estamos igualmente subordinados a ellas. En cambio, el mundo de los humanos es un mundo maleable sujeto a la competencia de los caprichos; su justicia moral es un conjunto de asuntos humanos que negociar entre humanos.

Si concebimos el mal como un producto de las interacciones humanas, la primera cuestión que se plantea es la de la intencionalidad. ¿Las personas que cometen actos malvados planifican conscientemente y quieren hacer daño a los demás? Además, ¿hasta qué punto importa realmente?

Según la ética consecuencialista, lo más importante para juzgar la moralidad es el resultado de las acciones, no la intención. Sin embargo, al menos en las sociedades occidentales, la intención parece desempeñar un papel importante en la severidad con la que juzgamos a las personas por sus acciones inmorales.

Esto es quizá más evidente en nuestro sistema jurídico: clasificamos la gravedad de delitos como el asesinato en categorías basadas en el grado de intención y planificación. El asesinato en "primer grado", el más grave, es premeditado; el asesinato en "segundo grado" es intencionado pero no planificado; y el "homicidio involuntario", el menos grave de los delitos, ocurre como subproducto no intencionado de un altercado ("homicidio voluntario") o un accidente ("homicidio involuntario").

Si has crecido en un país occidental industrializado, lo más probable es que lo veas relativamente justo; cuanta más intención hay, más maldad vemos, y odiamos que se castigue a "gente buena" por accidentes desafortunados o errores de juicio.

Pero la cosa es más compleja. Incluso en el caso del mal intencionado, culturas de todo el mundo tienden a atribuir menos culpa cuando creen que el autor tiene una razón de peso para justificar sus acciones.

Entre estos "factores atenuantes" se encuentran la autopreservación o la defensa propia, la necesidad, la locura, la ignorancia o los diferentes valores morales. De hecho, en un estudio sobre el papel de las intenciones en el juicio moral, la gente a menudo excusaba por completo, o incluso aprobaba, a los agresores que cometían daños en particular por defensa propia o necesidad.

Así que está claro que no sólo la intención, sino también la racionalidad, importan a la hora de conceptualizar el "mal". Si pensamos que alguien tiene una buena razón para lo que hace, somos más comprensivos y menos propensos a ver sus acciones como malvadas, independientemente de cuál sea el resultado.

Pero esto crea dos grandes problemas para el análisis del mal: por un lado, nos incita a definir el "verdadero mal" de una forma excesivamente estrecha y simplista; por otro, puede llevarnos a restar importancia a la "mala intención" de los autores con razones o justificaciones mundanas de sus acciones. Ambas falacias, como intentaré demostrar aquí, nos ciegan ante la verdadera esencia del mal.

El mal irracional: el arquetipo del "villano de los dibujos animados"

De acuerdo con el paradigma occidental del juicio moral, la forma "más pura" del mal es un mal que es a la vez intencionado y aparentemente irracional. Este es el tipo de mal que vemos encarnado en el villano de los dibujos animados. En los años 80, los psicólogos Petra Hesse y John Mack grabaron 20 episodios de los ocho dibujos animados infantiles más populares de la época y analizaron cómo presentaban el concepto del mal. Como cuenta Roy Baumeister:
"Los villanos no tienen una razón clara para sus ataques. Parecen ser malos por serlo, y lo han sido todo el tiempo. Son sádicos: obtienen placer haciendo daño a los demás, y celebran, se regocijan o ríen de placer cuando hieren o matan a alguien, especialmente si la víctima es una buena persona [...] Aparte de la alegría por crear daño y caos, estos villanos parecen tener pocos motivos".
El arquetipo del villano de los dibujos animados nos enfrenta a una paradoja psicológica. Por un lado, un mal tan incomprensible es existencialmente horrible, y no queremos creer que pueda ocurrir en la vida real. Por eso tendemos a descartarlo como si perteneciera al reino de los cuentos de hadas.

Pero, al mismo tiempo, su sencillez nos seduce. Es una historia contada desde la perspectiva de la víctima. Nos diferencia intrínsecamente (a la "gente buena", por supuesto) de los monstruos grotescos del mundo, al presentarlos como aberraciones impenetrables con el único objetivo de destruirnos.

La caricatura del villano de los dibujos encaja perfectamente en la narrativa simplista y dramática del triángulo "héroe-víctima-villano", en la que el "villano" encarna la maldad pura y sádica; la "víctima" encarna la inocencia y la inocuidad; y el "héroe" es un valiente salvador con intenciones puramente altruistas.

El triángulo "héroe-víctima-villano", también conocido como "triángulo dramático de Karpman", reduce la complejidad incómoda y desordenada de la toma de decisiones morales a una simplicidad segura y algo determinista. Implica una ligera sensación de fatalismo.

Todos tenemos papeles predeterminados que se derivan de nuestras cualidades inherentes: el héroe y la víctima son "irreprochables" e incapaces de obrar mal, mientras que el villano es un monstruo insalvable que merece cualquier castigo que le espere. Elimina el sentido de la responsabilidad que conlleva tomar decisiones morales difíciles, a menudo bajo presión, en un mundo ambiguo. Nuestro rol consiste simplemente en subir al escenario y representar nuestro papel.

Pero como Alexander Solzhenitsyn escribió irónicamente en Archipiélago Gulag:
"¡Ojalá todo fuera tan sencillo! Si sólo hubiera gente mala en algún lugar cometiendo insidiosamente actos malvados, y sólo fuera necesario separarlos del resto de nosotros y destruirlos. Pero la línea que divide el bien y el mal atraviesa el corazón de cada ser humano. ¿Y quién de nosotros está dispuesto a destruir un trozo de su propio corazón?".
La verdad tiene matices. El arquetipo del villano sádico de los dibujos animados existe; la maldad pura no es un mito. De hecho, Baumeister incluye el "placer sádico" entre las cuatro grandes causas del mal. Pero es cierto también que este tipo de personas son muy raras, incluso entre psicópatas y criminales. Baumeister calcula que sólo el 5-6% de los agresores (nota: no de la población general) entra en esta categoría.

Parece correcto suponer que el arquetipo del villano de los dibujos animados es una forma muy "destilada" de maldad. Pero equiparar "mala intención" con sadismo irracional excluye a todos los monstruos, salvo a los más aberrantes de la sociedad: asesinos en serie sádicos como Tommy Lynn Sells, por ejemplo. Si la estimación de Baumeister es correcta, una definición tan estrecha no explica la inmensa mayoría (94-95% por ciento) de la maldad del mundo.

Además, es probable que incluso muchos sádicos verdaderos tengan motivos sutiles para cometer sus actos; por ejemplo, puede que disfruten con la sensación de poder que provocan sus crímenes o que deseen causar una respuesta emocional extrema en otra persona. Llegados a este punto, corremos el riesgo de confundirnos; muy poca gente vería en esta justificación un "factor atenuante" de la culpa moral.

Pero plantea la siguiente cuestión: ¿podemos realmente separar la "mala intención" de la "racionalidad"? Si incluso los villanos sádicos de los dibujos animados persiguen sutiles objetivos instrumentales, quizá la maldad tenga menos que ver con la existencia o no de un objetivo racional y más con la forma en que un individuo decide perseguir esos objetivos. Quizá examinando la intersección entre el comportamiento de buscar objetivos y los actos malvados podamos afinar nuestra perspectiva.

El mal racional y el espectro de intenciones

La filósofa Hannah Arendt es quizás la más famosa por explorar las motivaciones racionales del mal en su libro Eichmann en Jerusalén. Al ver el juicio de Adolf Eichmann, el hombre que coordinó el transporte de judíos a los campos de concentración bajo las directrices de la Solución Final de Hitler, Arendt tuvo la impresión de que Eichmann era un hombre muy "normal", no el tipo de persona que cabría esperar que facilitara el horrible exterminio de millones de personas.

Al menos afirmaba que ni siquiera odiaba a los judíos, y a veces demostraba indignación ante las historias de su cruel trato; parecía querer a su familia; tenía un fuerte sentido del deber personal y consideraba honorable realizar bien el propio trabajo. Había realizado su odiosa tarea con celo, no porque creyera necesariamente en la causa, sino porque afirmaba que era su deber ético cumplir la ley y trabajar duro, y porque quería avanzar en su carrera.

Arendt se refirió a este fenómeno como la "banalidad del mal". Las variaciones de este concepto ponen de relieve las motivaciones, a menudo mundanas, que llevan a personas por lo demás "normales" a cometer (o participar en) atrocidades. Estas motivaciones pueden ser relativamente inofensivas, benignas o incluso honorables en otros contextos.

Roy Baumeister las divide en tres categorías principales: instrumentalismo práctico en pos de un objetivo (como el poder o el beneficio material); autoconservación en respuesta a una amenaza (real o percibida) para el ego; e idealismo. Ninguno de estos fines es malvado en sí mismo, sino que se convierten en malvados debido a los medios utilizados para alcanzarlos y al contexto y el alcance con que se persiguen.

El mal racional varía mucho por el grado de intención que lo impulsa. En un extremo del espectro está la ignorancia, mientras que en el otro se encuentra algo parecido al arquetipo del villano de los dibujos animados: un utilitarismo frío, calculador y amoral. A continuación analizaré las distintas formas que puede adoptar el mal racional en este espectro, así como la lógica por la que asignamos culpas o responsabilidades.

Expectativas por ignorancia

En el extremo más bajo del espectro de intenciones se encuentra la ignorancia. Existe un gran debate sobre hasta qué punto la ignorancia debe ser considerada responsable del mal; según los autores del estudio sobre la intención moral antes mencionado, la gente de sociedades occidentales industrializadas tiende a absolver a la ignorancia de las malas acciones con más frecuencia que los miembros de sociedades rurales tradicionalistas.

En una entrevista con Live Science, el autor principal, el antropólogo H. Clark Barrett, afirmó que los pueblos himba y hadza, en particular, juzgaban las situaciones de daño colectivo, como el envenenamiento de un suministro de agua, "máximamente malas [...] independientemente de si lo hacías a propósito o por accidente [...] La gente decía cosas como: 'Bueno, aunque lo hagas por accidente, no deberías ser tan descuidado'".

Sócrates llevó las cosas un poco más lejos. No sólo no excusaba la ignorancia, sino que creía que era el origen de todos los males. Hablando a través del diálogo Protágoras de Platón, declaró:
"Nadie elige el mal o rechaza el bien si no es por ignorancia. Esto explica por qué los cobardes se niegan a ir a la guerra: porque se forman una idea equivocada del bien, del honor y del placer. ¿Y por qué los valientes están dispuestos a ir a la guerra?: porque se forman una idea correcta de los placeres y las penas, de las cosas terribles y no terribles. El valor, pues, es conocimiento, y la cobardía es ignorancia".

Comentario: Esto supone que la guerra está justificada y en cierto sentido es moral, por supuesto.


Es decir, en opinión de Sócrates, el mal no es resultado principalmente de malas intenciones, sino de la falta de valor para buscar la verdad, que se traduce en ignorancia y mala toma de decisiones. Las personas ignorantes y cobardes, quizá con buenas intenciones, cometen actos malvados, porque tienen una imagen incompleta o errónea de lo que está bien o mal. Pero la ignorancia y la cobardía son debilidades morales.

Lo que esto implica es que todos los seres humanos tienen la responsabilidad de intentar comprender el mundo más allá de sí mismos y su propio efecto en él, o de intentar comprender lo que constituye la verdadera virtud. Después de todo, el cerebro humano es la herramienta más poderosa del planeta; ¿no deberíamos aprender el poder de nuestros propios pensamientos y acciones y cómo evitar utilizarlos de forma imprudente y descuidada?

Esto es parte de la formación que los padres suelen dar a sus hijos, limitando hasta qué punto pueden ejercer su voluntad en el mundo hasta que hayan interiorizado ciertos conceptos sobre los límites del respeto entre ellos y los demás.

Incluso en las sociedades occidentales, donde la gente suele excusar la ignorancia, esta lógica sigue siendo válida en virtud del principio jurídico ignorantia iuris non excusat ("la ignorancia de la ley no es excusa"). En la mayoría de los casos, el desconocimiento de una ley no protege a una persona de la responsabilidad por infringirla. Aunque el "error de hecho" puede excusar jurídicamente la infracción en algunas circunstancias, el error debe considerarse "razonable", y esta excusa no se aplica a los casos de responsabilidad objetiva.

Parece, pues, que la mayoría de nosotros esperamos un "nivel mínimo de atención" al entorno y a las necesidades de los demás, por debajo del cual la ignorancia deja de excusar el mal comportamiento. Cada cual decidirá dónde situar exactamente ese umbral, pero dondequiera que se encuentre es donde acaban los "accidentes desafortunados" y empieza la "banalidad del mal".

Buenas intenciones que salen mal

Un poco más arriba en el espectro de intenciones se encuentran las personas que suelen ser concienzudas y empáticas, que se preocupan relativamente por el bienestar de los demás, pero que racionalizan o justifican acciones que normalmente contradecirían sus valores.

Estas personas tienen la intención de cometer los actos que cometen, e incluso pueden ser conscientes de algunas de sus consecuencias, pero creen sinceramente que esas acciones son buenas o están justificadas. El psicólogo Albert Bandura se refiere a este proceso de autoengaño como "desentendimiento moral". En su libro Desconexión moral: Cómo la gente hace daño y vive consigo misma, escribe:
"La desconexión moral no altera las normas morales. Más bien, proporciona los medios para que quienes se desvinculan moralmente eludan las normas morales de forma que despojan de moralidad al comportamiento dañino y a su responsabilidad por él". Sin embargo, en otros aspectos de sus vidas, se adhieren a sus normas morales. Es la suspensión selectiva de la moralidad para las actividades dañinas lo que permite a las personas conservar su autoestima positiva mientras hacen daño".
Bandura detalla ocho mecanismos psicológicos que la gente utiliza para desentenderse moralmente de las consecuencias de sus actos. A saber: la santificación (es decir, imbuirlos de un propósito moral o social elevado); el uso de un lenguaje eufemístico (para ocultar su naturaleza desagradable); la comparación ventajosa — es decir, enmarcarlos como mejores que la(s) alternativa(s) — ; la abdicación de la responsabilidad (a una autoridad superior); la difusión de la responsabilidad (dentro de una burocracia u otro colectivo sin rostro); la minimización o negación (de las consecuencias negativas); la deshumanización u "otredad" de la víctima; y la culpabilización de la víctima.

Estas tácticas ayuda a la gente preocupada por la moralidad, y que básicamente necesita verse a sí misma como "buena gente", a resolver la disonancia cognitiva cuando hace excepciones a sus propias normas. Aunque los manipuladores conscientes con tendencias antisociales pueden recurrir a ellas, las personas completamente "normales" y empáticas suelen utilizarlas inconscientemente. Bandura cuenta la historia de Lynndie England, una soldado que participó en la tortura de prisioneros iraquíes en Abu Ghraib:
"Una joven simpática que siempre trataba de agradar a los demás, se convirtió en la cara pública del escándalo de los abusos a prisioneros porque posó para muchas de las fotografías. Su familia y sus amigos se escandalizaron al ver en qué se había convertido England: 'No es ella. No está en su naturaleza hacer algo así. No hay un hueso malicioso en su cuerpo'" (Dao, 2004).
Insistió en que no se sentía culpable porque estaba "cumpliendo órdenes" (abdicando de su responsabilidad) y resumió todo el asunto como una "triste historia de amor" (minimización). Incluso años después, afirmó que los prisioneros "se llevaron la mejor parte del trato" (comparación ventajista) y dijo que lo único que lamentaba era "perder a gente del bando [estadounidense] porque [ella] saliera en la foto" (deshumanización del Otro). Aunque sus amigos y su familia la consideraban una persona buena y normal, pudo participar en atrocidades extremas y viles porque percibía justificaciones racionales para ellas.

La "banalidad del mal" y la responsabilidad penal

Existe la percepción de que el mal racional carece de consciencia o intención deliberada; que es simplemente un desafortunado efecto secundario de la búsqueda de objetivos prácticos y, por tanto, de algún modo, menos abiertamente malvado.

Esta tendencia a separar la racionalidad de la responsabilidad, así como de la propia mala intención, es lo que lleva a personas como Ron Rosenbaum, autor de Explicar a Hitler, a rechazar por completo la idea de la "banalidad del mal". En una polémica publicada en Observer, califica la conceptualización de Hannah Arendt como "una forma sofisticada de negación [...] No niega el crimen [del Holocausto], sino que niega la plena criminalidad de los agresores".

Rosenbaum, que afirma con vehemencia el rol de la elección consciente en el mal, asume que la "banalidad del mal" implica pasividad y, por tanto, minimiza la acción criminal de nazis como Adolf Eichmann. Insiste:
"[El Holocausto] fue un crimen cometido por seres humanos plenamente responsables y comprometidos, no por autómatas irreflexivos que barajaban papeles, inconscientes del horror que estaban perpetrando, limitándose a cumplir órdenes para mantener la regularidad y la disciplina...".
Pero la propia Hannah Arendt no habría estado en desacuerdo con esto; no veía las motivaciones racionales como sinónimo de inconsciencia pasiva o falta de actividad criminal. De hecho, su argumento era justo el contrario: la "banalidad del mal" es que la "mala intención" no es sólo sadismo por sadismo, sino una elección intencionada de perseguir objetivos propios a un coste cada vez mayor para otras personas.

En el extremo inferior del espectro de intenciones esto puede manifestarse como instinto de autoconservación; las "buenas personas" con "buenas intenciones" hacen la vista gorda ante la injusticia o acatan órdenes para mantener sus puestos de trabajo y alimentar a sus familias. Se aferran a cómodas ilusiones para protegerse de esta inquietante verdad: que a la hora de la verdad, sacrificarían a otro para salvarse a sí mismos.

La autoconservación, al menos, es una de las mayores prioridades posibles para el hombre. Al entrar en modo de crisis, esta se activa y a menudo anula nuestros ideales espirituales más elevados. Las personas que se encuentran en el extremo inferior del espectro de intenciones no dañarán a los demás hasta que sus propias prioridades más elevadas se vean amenazadas, e incluso cuando lo hacen, intentan participar lo menos posible.

Pero Adolf Eichmann no era ese tipo de persona, y Hannah Arendt lo sabía. Puede que no "amara" la tarea del genocidio, como sugiere Rosenbaum; lo más probable es que la viera fríamente como un medio para alcanzar un fin. Pero tampoco seguía "hoscamente" órdenes. Estaba perfectamente dispuesto a organizar la logística (facilitando horribles atrocidades contra millones de personas) a cambio de la recompensa comparativamente trivial del éxito profesional. Esta es la definición de la actividad criminal, la definición de la mala intención.

Adolf Eichmann, y otros como él, pueden situarse en el extremo superior del espectro de intenciones, donde la maldad racional empieza a desdibujarse hacia el sadismo. Aquí es donde la empatía ya no mantiene a raya el interés propio; aquí reside la maldad racional y calculadora y la fría indiferencia moral de la Tríada Oscura.

Maldad racional y amoral: la Tríada Oscura de la Personalidad

La Tríada Oscura se refiere a un conjunto de tres rasgos de personalidad (narcisismo, psicopatía y maquiavelismo) que llevan a las personas a sacrificar voluntariamente a otros en pos de sus objetivos racionales. Las personas con uno o más de estos rasgos tienden a ser calculadoras y manipuladoras, tienen poca empatía o pueden carecer por completo de brújula moral. Pueden padecer uno de los trastornos de personalidad del Grupo B (antisocial, límite, histriónico o narcisista), pero también pueden ser personas relativamente "normales" que no reunirían un diagnóstico clínico.

El rasgo distintivo de estas personas es que les preocupan muy poco los ideales morales. Incluso pueden disfrutar cruzando líneas rojas, engañando a los demás o infligiendo daño. Pero, al fin y al cabo, no son verdaderos sádicos; sus motivaciones siguen siendo "banales" en el sentido de que están orientadas a objetivos y son utilitarias. Hacer daño a los demás es sobre todo un medio para conseguir un fin; pero, ante todo, es un medio que no rehúyen y que pueden utilizar de forma estratégica e incluso intencionada.

Estas personas pueden ser muy peligrosas. A menudo son lo suficientemente inteligentes como para ocultar sus verdaderas intenciones. Pueden ser encantadoras y, a pesar de su falta de empatía, muy buenas leyendo a los demás. Debido a que están dispuestas a hacer todo lo posible para lograr sus objetivos, y a que a menudo poseen cualidades de liderazgo deseables, tienden a ascender a altos puestos en la jerarquía del poder social. Se dan en altas proporciones en la política, el periodismo y los medios de comunicación, los negocios, la medicina y otras profesiones asociadas con el dinero, el poder y la influencia.

Es difícil saber con exactitud la prevalencia de estas personalidades en el conjunto de la sociedad. El maquiavelismo es especialmente difícil de medir porque se caracteriza por un comportamiento manipulador. Pero como los rasgos de personalidad de la Tríada Oscura existen en un espectro y a menudo son subclínicos, el porcentaje podría ser bastante alto.

Se calcula que la prevalencia del trastorno narcisista de personalidad clínico por sí solo alcanza el 6% de la población. La prevalencia de la psicopatía verdadera se estima entre el 1 y el 4,5%, pero algunas investigaciones sugieren que hasta el 25-30% de las personas pueden tener niveles subclínicos de uno o más rasgos psicopáticos.

Lo que diferencia a las personas con personalidades de la Tríada Oscura de las que se encuentran en el extremo inferior del espectro de intenciones es lo lejos que están dispuestas a llegar para conseguir sus objetivos. Carecer de empatía (o, al menos, ser capaces de desactivarla) les permite sacrificar prioridades cada vez más altas de los demás a cambio de prioridades cada vez más triviales propias. Y esta cualidad puede representar, de hecho, la verdadera esencia del mal en sí, desde la ignorancia en un extremo del espectro hasta el sadismo en el otro. Se conoce como el "núcleo oscuro" de la personalidad, o el "factor D".

El factor D: Una teoría unificadora del mal

Un grupo de investigadores de Alemania y Dinamarca afirman que el "núcleo oscuro" de la personalidad es la esencia unificadora detrás de la "sombra" humana. Sostienen que los rasgos de la "Tríada Oscura", así como el sadismo, la falta de compromiso moral, el egoísmo y otras máscaras de la maldad humana, se explican todos por el "factor D", que definen de la siguiente manera:
"El concepto fluido de D capta las diferencias individuales en la tendencia a maximizar la propia utilidad individual (despreciando, aceptando o provocando malévolamente la desconexión de los demás), acompañada de creencias que sirven de justificación".
El núcleo oscuro o factor D explica los trastornos extremos de personalidad, el sadismo puro o el arquetipo del "villano de los dibujos animados", todo el espectro de la maldad racional, incluida la ignorancia, e incluso los casos más benignos y cotidianos de comportamiento egoísta:
"Cabe destacar que el grado en que los individuos altos en D se preocupan por la desconexión de los demás puede variar [...] Mientras que algunos individuos altos en D pueden maximizar su propia utilidad sin apenas darse cuenta de las consecuencias negativas para los demás [ignorancia], otros pueden ser conscientes de — pero no frenados por — la desconexión infligida a los demás, y otros pueden realmente obtener una utilidad inmediata para sí mismos (por ejemplo, placer) de la desconexión infligida a los demás [sadismo]".
El factor D unifica las diversas manifestaciones del mal, explicándolas en función de una causa humana común. Explica la maldad no como una mera aberración psicológica o un capricho de la personalidad, sino como el extremo de un espectro de prioridades que normalmente se mantiene bajo control gracias a la empatía. Mide hasta qué punto un individuo está dispuesto a sacrificar las prioridades de los demás para alcanzar sus objetivos. Esto es lo que la víctima percibe como injusto o incluso "malvado".

Pero hay otro elemento que yo añadiría a esto, y es lo que Roy Baumeister llama la "brecha de magnitud". Escribe:
"Un hecho central sobre el mal es la discrepancia entre la importancia del acto para el autor y para la víctima. Esto puede denominarse brecha de magnitud. La importancia de lo que ocurre es casi siempre mucho mayor para la víctima que para el autor [...] Para el autor, a menudo es algo muy pequeño".
Una de las cuestiones más difíciles en el estudio del mal es distinguir entre "víctimas" y "agresores". En un mundo de individuos con deseos y objetivos a menudo contradictorios, es hasta cierto punto inevitable que sacrifiquemos las prioridades de los demás, especialmente cuando su utilidad provoca a cambio nuestra desconexión. Por tanto, no puede ser intrínsecamente egoísta o antisocial priorizar nuestra propia utilidad sobre la de los demás. Pero, ¿dónde está el límite?

No todas las prioridades son iguales, y no todas las víctimas son realmente víctimas; por ejemplo, las mujeres transexuales que insisten en el derecho a tener relaciones sexuales con lesbianas dan prioridad a sus propias fantasías de juego de roles por encima de la autonomía sexual de las mujeres. Así, exigen que los demás sacrifiquen prioridades increíblemente altas para satisfacer prioridades propias comparativamente triviales. Aunque se hacen las víctimas, son las verdaderas acosadoras.

En una realidad compartida en la que las prioridades de los individuos están abocadas al conflicto, la coexistencia pacífica implica negociar algún tipo de jerarquía, un sistema por el que algunas prioridades y objetivos ceden el paso a otros. En general, las prioridades más bajas para una persona deberían dar paso a las más altas para otra.

Pero se trata de un proceso subjetivo y relacional; no hay forma objetiva de determinar qué prioridad debe prevalecer sobre la de quién. En el fondo, se trata de una cuestión diplomática y de valores que requiere respeto mutuo y comprensión entre las partes implicadas. El mal, en cierto sentido, representa una ruptura de esas negociaciones; es una decisión unilateral de una parte de quitar prioridad y subyugar activamente los objetivos de la otra.

Por eso es tan importante la libertad individual. Cuando reina la libertad, cada uno de nosotros puede intentar perseguir sus prioridades mientras negocia con los demás en tiempo real dónde trazar los límites. La libertad permite la adaptabilidad, la resolución creativa de problemas y soluciones matizadas y adaptadas a cada individuo, aumentando la probabilidad de que todos tengan la oportunidad de perseguir sus objetivos.

Una sociedad libre no hace juicios de arriba abajo sobre qué prioridades deben prevalecer sobre las de quién; no es el tipo de juicio para el que tenemos las herramientas objetivas. Al contrario, se trata de una cuestión filosófica subjetiva que nunca se ha resuelto definitivamente (y probablemente nunca lo hará).

El control centralizado de arriba abajo somete inevitablemente todas las prioridades, por importantes que sean, a los caprichos de las facciones sociales más poderosas. En el mejor de los casos, es una muestra deplorable de arrogancia filosófica; en el peor, es una tiranía salvaje y animal. Esto es, absolutamente, por definición, el mal.

En los últimos años, esto es exactamente lo que nos ha ocurrido a muchos de nosotros. Fuerzas poderosas de la sociedad decidieron unilateralmente que muchas de nuestras principales prioridades (alimentarnos a nosotros y a nuestras familias, experimentar la conexión social, hacer ejercicio, rendir culto y conectar con la naturaleza), muchas de estas cosas vitales para nuestra salud y supervivencia, de repente ya no importaban.

No hubo negociación. No hubo ningún intento de averiguar cómo podríamos todos conseguir lo que queríamos: las soluciones creativas, como la Declaración de Great Barrington, fueron saboteadas y vilipendiadas. Simplemente se nos dijo: vuestras prioridades merecen sacrificarse. Y todo esto por un virus que ni siquiera amenaza la vida de la mayoría de la gente.

Lo más probable es que este mal fuera perpetrado por personas de todo el espectro de intenciones, a distintos niveles y en distintos sectores del cuerpo social. Algunos se dejaron llevar por la cobardía y la ignorancia. Otros creían sinceramente que hacían lo correcto. Otros eran psicópatas calculadores e incluso sádicos a los que no les importaba quién sufría en su búsqueda de poder, beneficio, placer y control.

La verdad sobre el mal tiene matices. Es un concepto complejo que se manifiesta de muchas maneras diferentes. Pero subyace un elemento común: la falta de compasión y respeto y el fracaso a la hora de negociar la jerarquía de prioridades que los seres humanos amorosos y empáticos trabajan creativamente para construir. Es un fracaso de la colaboración y de la imaginación, un fracaso a la hora de construir realidades compartidas y de tender puentes. Puede ser odioso y sádico, frío y calculador, o simplemente cobarde e ignorante, pero procede del mismo lugar universalmente humano.

Y quizá saber eso, aunque no borre el dolor, nos ayude a sentirnos menos impotentes a su sombra, y nos dé el valor y las herramientas para levantarnos y hacerle frente.
Haley Kynefin es escritora y teórica social independiente con formación en psicología del comportamiento. Abandonó el mundo académico para seguir su propio camino integrando lo analítico, lo artístico y el reino del mito. Su trabajo explora la historia y la dinámica sociocultural del poder.