El accidente en la central nuclear de Fukushima ocurrió en 2011. Los radionucleidos se liberaron al medio ambiente, principalmente a la atmósfera, y se propagaron por el Océano Pacífico, donde se dispersaron.
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Para extinguir los incendios y enfriar el combustible se viertieron grandes cantidades de agua a la planta, además de la lluvia que se acumuló en los reactores con techos dañados.

La gestión de ese agua planteó un problema, porque era radiactiva. La planta podría contener más de un millón de toneladas de agua que no se podía almacenar por falta de espacio. Había que vaciar los depósitos. En 2013 se instaló un sistema de tratamiento de aguas contaminadas que eliminó los radionucleidos presentes en el agua, a excepción del tritio, un isótopo del hidrógeno.

Este año, después de que la OIEA diera el visto bueno, Japón comenzó a liberar el agua en el Océano Pacífico.

Al principio casi todos los países prohibieron las importaciones de productos alimenticios japoneses, en particular pescado y mariscos. Con el tiempo las restricciones se relajaron, con la excepción de Corea del Sur, que mantiene la prohibición de importar alimentos de Japón, lo cual fue autorizado por la OMC, la Organización Mundial de Comercio.

China hizo lo mismo para poner a Japón contra las cuerdas, alejarle de sus aliados en la región y debilitar la industria pesquera japonesa. Para ello recurrió a los movimientos verdes y ambientalistas, convertidos en portavoces oficiosos del gobierno de Pekín.

El sector pesquero es una industria gigantesca en la región occidental del Pacífico y China lo domina. Es el mayor productor del mundo, mientras que otros países de la región (Japón, Corea del sur, Taiwán) tienen industrias pesqueras importantes, aunque mucho más pequeñas, y han experimentado una disminución significativa desde la década de los ochenta.

China aprovechó el desastre de Fukushima para atacar al sector pesquero japonés, frenar sus exportaciones de alimentos e incluso su gastronomía. En occidente los restaurantes japoneses, e incluso la comida japonesa, cayeron bajo mínimos, a pesar de que el pescado procede de países como Noruega.

Los políticos japoneses dejaron pasar el tiempo pacientemente, mientras preparaban el lavado de cerebro. Hicieron algo parecido a lo de Fraga en Palomares: posaron ante las cámaras consumiendo comida de Fukushima, bebiendo agua e incluso promoviendo el surf en las costas. La campaña de imagen que se viene repitiendo varias veces cada año. En 2013 el difunto Shinzo Abe probó el pulpo Fukushima y este año, su sucesor, Fumio Kishida, se grabó comiendo platos tradicionales, todos ellos procedentes de Fukushima... o eso dijeron, al menos.

En doce años la sutil campaña publicitaria le dio una vuelta completa al movimiento antinuclear japonés. Tras el desastre, gran parte de la población japonesa se volvió ferozmente ambientalista y ahora los medios han cambiado la opinión pública. En la COP21 celebrada en 2015 en París, cuatro años después del accidente de Fukushima, Japón se comprometió a reducir sus emisiones de CO2 recurriendo a... la energía nuclear.

En lugar de cerrar permanentemente los reactores después del desastre, Japón se limitó a suspender su funcionamiento en espera de tiempos mejores, que llegaron en 2020 con la pandemia. Lo que más ha ayudado a cambiar a la opinión pública japonesa han sido los confinamientos y la ruptura de la cadena mundial de suministros, que pusieron de relieve la dependencia energética y aumentaron los precios de los hidrocarburos. Ahora Japón ha vuelto a poner a la industria nuclear en el pedestal del que nunca debió descender.

Corea del sur ha seguido una trayectoria similar. Tampoco cerró sus reactores de manera definitiva, sino que suspendió temporalmente su programa de desarrollo nuclear, que no se ha reiniciado oficialmente hasta este año. El país se ha ganado un lugar importante en el mercado mundial gracias a su reactor APR1400, construido en Emiratos Árabes Unidos. Ahora participa activamente en licitaciones para la construcción de centrales nucleares en todo el mundo.