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El presidente yemení, Ali Abdullah Saleh, se queda solo.
Sin el apoyo ya de la cúpula militar y defenestrado hasta por su propio clan tribal, el imperio de sangre del presidente yemení comienza a desmoronarse. El número dos de las Fuerzas Armadas, el general de brigada Ali Mohsen, desertó ayer del Gobierno, junto a otros dos militares de alta graduación. Su objetivo es unirse a los manifestantes que desde finales de enero exigen un cambio de régimen.«Anunciamos nuestro apoyo pacífico a la revolución de los jóvenes y a sus peticiones. Para ello vamos a llevar a cabo nuestro papel de proteger la seguridad y la estabilidad de la capital», aseguró el militar, hermanastro también del presidente Saleh, quien lleva más de 32 años en el poder.Tras el anuncio, decenas de soldados de diferente rango se unieron a la manifestación frente a la Universidad de Saná, para anunciar sus deserciones desde la tribuna.
Pocas horas después, el ministro de Defensa, Mohammad Nasser Ali, mostraba su apoyo incondicional al mandatario, al asegurar que las Fuerzas Armadas y la Policía «no van a permitir ningún intento de oposición a la democracia, a la legitimidad constitucional y de perjudicar la seguridad nacional». En el panorama político yemení parece haberse ya entonado el «sálvese quién pueda».
Otras dimisionesLa renuncia del general Mohsen se produce tan solo dos días después de la dimisión de los ministros de Turismo, Asuntos Religiosos y Derechos Humanos, así como de 17 diputados. Y sirve, sobre todo, para que el militar comience a sembrar en su camino hacia la sucesión de Saleh. Una cuestión que parece preocupar, y mucho, a la Administración estadounidense. Según denunciaba en 2005 Thomas Krajeski, por entonces embajador estadounidense en Saná, Mohsen es conocido por «tener inclinaciones salafistas» y apoyar «un programa más radical» que el presidente yemení.
Según un cable publicado por Wikileaks, el ex embajador acusa al militar de haber ayudado a los saudíes «en el establecimiento de instituciones wahabíes en el norte de Yemen» y de ser «un estrecho colaborador del conocido traficante de armas Faris Manna».
Poco podría importar ya. Agudizada su represión contra la disidencia, el clásico comodín de «cruzado en lucha contra el islamismo radical» se muestra ya estéril en manos de Saleh. No es para menos. El pasado viernes, francotiradores progubernamentales abrieron fuego contra centenares de manifestantes en la capital del país, Saná, y causaron la muerte de al menos 52 personas.
Los disturbios comenzaron cuando los opositores, en su mayoría bajo la bandera del partido Al Islah (La Reforma), intentaron demoler un muro que impedía el acceso a la plaza del Cambio, icono de las protestas yemeníes, que se encuentra en los alrededores de la Universidad de Saná.
A raíz de estas muertes, el clérigo Sadiq al Ahmar - líder de la tribu Hashed, en la que se enmarca el clan del propio presidente yemení - , exigió al mandatario que evitara «un derramamiento de sangre» y optara por «una salida honorable». De igual modo, el ministro de Exteriores francés, Alain Juppé, afirmó en Bruselas que la marcha del mandatario era «inevitable».
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