El día ha llegado. Marco Draghi ha firmado. El Presidente del Consejo de Ministros de Italia ha consumado lo que, a la luz de la Constitución de cualquier Estado que se precie de definirse a sí mismo como democrático, ha de ser considerado como uno de los desprecios más aberrantes a los principios básicos sobre los cuales se construye una sociedad.
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Ya es un hecho. Los ciudadanos italianos no vacunados (más del veinte por ciento de la población de dicho país) sólo podrán comprar bienes de primera necesidad. En concreto, sólo podrán entrar en supermercados, farmacias, parafarmacias, ópticas, tiendas de animales y gasolineras. Y simplemente para adquirir este tipo de bienes. Los demás, aunque se encuentren en las estanterías, no podrán tocarlos. Además, para evitar que lo hagan, se realizarán controles aleatorios que, en caso de ser fructuosos y dar con algún no inoculado, el peso del Estado recaerá sobre él.

Resta por determinar, sin embargo, qué han de considerarse bienes de primera necesidad y si los empleados de Carrefour o del ultramarinos de la esquina están obligados, bajo sanción, a controlar si los clientes que no dispongan de tarjeta verde (como si la infamia tuviese un color) han comprado unas galletas con o sin chocolate, en la medida en que un ser humano puede vivir perfectamente sin comer cacao.

Lo que es evidente es que el alcohol queda descartado. Si usted no se vacuna dos, tres, cuatro y, si es preciso, quinientas veces, ya puede ir despidiéndose de su copa de vino vespertina que, desde siempre, acompañaba a sus gnocchi gorgonzola.

Italia, el país de Da Vinci, de Ludovico Ariosto y del Renacimiento, del resurgir de los valores de la cultura grecolatina y de la contemplación libre de la naturaleza, se ha convertido, por obra de unos políticos autoritarios y desconocedores de los valores esenciales del ser humano, en un infierno para todo aquel que ose pensar de manera distinta, para todo aquel que se niegue a obedecer ciegamente los delirios de grandeza de unos sujetos viles y desalmados que, lejos de legislar en pos del bien común, lo hacen para satisfacer las exigencias de multinacionales cuyos intereses se resumen en ganar más y más dinero a costa de todos nosotros.

Y es que Draghi y su séquito de polichinelas han prohibido incluso a los ancianos no inoculados, a los pensionistas italianos, entrar en las oficinas de correos y en los bancos para retirar su pensión de jubilación. Es indiferente que el jubilado en cuestión no se haya vacunado porque no ha querido o porque, por motivos de salud, no ha podido. A Draghi no le importa. Si esta medida le sirve para ahorrarse algunos eurillos de la caja pública de pensiones, mucho mejor.

Pero es que aún hay más. Los no vacunados tampoco podrán utilizar el transporte público. Ni los autobuses, ni los trenes, ni los aviones, ni los barcos. Si quieren desplazarse, habrán de hacerlo en su vehículo particular. Si no lo tienen porque sus ingresos no se lo permiten, lástima, peor para ellos. Que hubieran nacido en una familia con más dinero, como Draghi, hijo de un rico banquero, que nunca ha tenido que preocuparse por el precio de los tomates, de la luz o de la gasolina.

¿Qué será lo siguiente? Una pregunta que, aunque pueda parecer retórica, avanza una respuesta que me infunde pavor. Porque, una vez que se pierde un derecho fundamental o su vigencia se reduce de tal modo que se convierte en impracticable, la Historia nos ha enseñado que recuperarlo implica un esfuerzo titánico. Y aquí no sólo se ha vulnerado un derecho, sino muchos. La libertad, en varias de sus manifestaciones; la igualdad, en su vertiente de no discriminación por motivos de salud; la intimidad, puesto que nadie puede ser obligado a declarar sobre su estado de salud; el derecho de reunión, habida cuenta la limitación del número de personas que pueden citarse en el espacio público (diez no contagian, pero once sí).

Y recientemente incluso el derecho a la integridad física, con la imposición de la vacunación obligatoria para mayores de cincuenta años. Una medida que desconozco hasta dónde llegará, ya que el Gobierno italiano ha confirmado que, de momento, implicará la suspensión de empleo para quienes trabajen y una multa de 100 euros para los desempleados. Y digo de momento porque, habida cuenta el ánimo liberticida y discriminatorio de quienes gobiernan Italia, no me extrañaría que mañana o pasado se acordasen otras medidas más restrictivas. El fanatismo no tiene límites y, una vez que ha encontrado su víctima, a quien perseguir y pisotear, ya no hay quien lo pare.

O tal vez sí. Pero para ello es necesario tomar conciencia de la cruda realidad y asumir que, si bien es innegable que el virus existe y puede ser grave en algunos casos (cada vez menos, según las estadísticas), todo esto es enfermizo y conforme pasa el tiempo resulta más sospechoso que determinados gobiernos, como el de Italia, están aprovechando la situación para restringir derechos y libertades.

Pablo Guerrero dijo aquello de "a tapar la calle, que no pase nadie que no tenga dudas". Y esto es precisamente lo que falta, lo que tiene que sobresalir en el debate público: la duda. Dudar de todo. No creernos nada si la creencia no proviene de una reflexión previa, de contrastar opiniones distintas.

Mientras esto no suceda, seguiré diciendo "pobre Italia, mi querida Italia". Qué han hecho contigo...
Sobre el autor

José María Asencio Gallego: Juez y escritor. Ingresó en la Carrera Judicial en el año 2013. Ha ejercido de juez en las ciudades de Salamanca, Torrevieja, Mollet del Vallès y Barcelona. Miembro de la asociación Juezas y Jueces para la Democracia, habiendo sido coordinador de la sección territorial de Cataluña entre los años 2017 y 2019. Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca. Profesor de Derecho y Criminología de las Universidades de Barcelona, Autónoma de Barcelona, Abat Oliba CEU y del Institut de Seguretat Pública de Catalunya. Consultor internacional. Actualmente es Jefe del Área de Relaciones Externas e Institucionales de la Escuela Judicial del Consejo General del Poder Judicial.