Traducido por el equipo de SOTT.net
New Normal
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"Si el móvil principal del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, el móvil principal del gobierno popular durante una revolución es tanto la virtud como el terror; la virtud, sin la cual el terror es fatal; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que una justicia rápida, severa e inflexible; es, pues, una emanación de la virtud. Es menos un principio en sí mismo que una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más acuciantes de nuestra nación."
-Maximilien Robespierre, Sobre los principios de la moral política, 1794


Los últimos tres años han puesto de manifiesto el defecto estructural de la democracia occidental con consecuencias más desastrosas para sus poblaciones que en ningún otro momento de la historia reciente.

Es bien sabido que democracia, del griego antiguo dēmokratia, significa "gobierno del pueblo"; pero quizá sea menos conocido que la ciudad-estado de Atenas, en el siglo V, en la que Occidente modeló su democracia, era una sociedad esclavista en la que sólo tenían derecho a voto los varones adultos y los ciudadanos hereditarios, que representaban quizás entre el 10% y el 15% de la población.

El sufragio universal que tenemos hoy en el Reino Unido sólo se consiguió tras siglos de lucha política y se basa, al menos en principio, en una educación igualmente universal. Uno de los argumentos en contra de la ampliación del derecho de sufragio, que en un principio estaba restringido a los terratenientes, luego a los propietarios, luego a los cabezas de familia, luego a los hombres mayores de veintiún años, luego a las mujeres propietarias mayores de treinta, y sólo finalmente se convirtió en un derecho universal, era que conceder el mismo voto a personas con niveles de educación, influencia y comprensión de la política muy desiguales era políticamente suicida.

El argumento contrario, que acabó imponiéndose, es que aquellos que, debido a su riqueza, educación, edad o sexo, tenían derecho a votar, difícilmente lo harían en contra de sus intereses, lo que convertía su derecho de sufragio en una garantía de hegemonía política.

La eventual concesión al sufragio universal, sin embargo, dio a aquellos que lo concedieron a regañadientes tiempo suficiente para convertir esta amenaza en su ventaja, y hacer del enormemente ampliado electorado el objeto de estrategias políticas demográficamente dirigidas. De esta necesidad, y de la oportunidad que brindaba, nacieron los modernos medios de comunicación de masas.

Un siglo después, el sufragio universal no ha producido el ideal platónico de un demos universalmente educado, socialmente consciente y políticamente informado, sino, por el contrario, un pueblo gobernado por la virtud y el terror. Mantener al electorado ignorante y estúpido no sólo favorece los intereses de un Gobierno y de sus beneficiarios, sino que es necesario para mantener su control del poder, y no sólo de un Gobierno en funciones, sino de cualquier partido político que aspire a formarlo.

Esto apenas necesita ser argumentado, ya que la evidencia de la eliminación de nuestra política, que cada año desciende a nuevos mínimos de populismo, sólo es negada por quienes se pavonean en sus escenarios, escriben el guion de sus tragedias y dirigen sus finales desde detrás de las bambalinas.

Por la misma razón, la educación universal, que siempre ha servido para adoctrinar a los ciudadanos dentro de la ideología dominante, se ha transformado en propaganda más o menos explícita de los valores cambiantes y las necesidades acuciantes del capitalismo occidental mucho más allá de cómo votamos. El globalismo, el multiculturalismo, la corrección política, la política de la identidad, el fundamentalismo medioambiental, las ortodoxias del wokismo y ahora el dogma y las prácticas sectarias de la bioseguridad son todos productos de la neoliberalización de nuestras industrias educativas, mediáticas y culturales.

El resultado de esta coordinación ideológica de todos los sectores de nuestra sociedad es que el grupo demográfico más educado de la historia de la humanidad, las clases medias de Occidente, es ahora la población más fácilmente manipulable de la historia. Un siglo y más de sufragio y educación universales no han creado un "gobierno del pueblo", sino un demos sometido a las tecnologías en constante expansión del biopoder.

La explotación sistémica de este defecto de nuestra democracia significa que nuestras vidas están ahora gobernadas de hecho por los miembros más crédulos, más temerosos, más obedientes y más sumisos de nuestra sociedad, con la excusa de que constituyen un consenso democrático. No es casualidad que cada crisis fabricada para justificar la supresión de nuestras libertades sea convertida en una crisis "sanitaria".

Del mismo modo que nuestros derechos humanos, desechados con la excusa de la salud y la seguridad del "pueblo", se han convertido en el medio por el que nuestras vidas han pasado a estar bajo la custodia protectora del Estado, también nuestra democracia se ha convertido en el medio por el que las instituciones y los procesos de supervisión y responsabilidad democráticas han sido desmantelados y sustituidos por el gobierno de una tecnocracia global que está implementando un sistema totalitario de gobierno.

Cómo se hizo esto, por quién, en beneficio de quién y con qué fines es el tema de los artículos recogidos en estos dos volúmenes. Aparecidos originalmente entre abril de 2020 y octubre de 2021, estos artículos son un registro de cómo, con la colaboración de un público aterrorizado y virtuoso, una amenaza para la salud pública que nunca existió se convirtió en una "crisis", y de cómo, con la justificación de combatirla, se implementó el programa de "vacunación", sentando las bases para el estado de bioseguridad del Reino Unido de hoy.

Recogidos en dos volúmenes, Virtue and Terror y The New Normal, su publicación marca el tercer aniversario desde que la "pandemia" fue declarada oficialmente por la Organización Mundial de la Salud en marzo de 2020. Pero también sirven a un propósito más inmediato.

A medida que las pruebas de los inmensos y crecientes daños causados tanto por el confinamiento como por el programa de "vacunación" del Reino Unido se han vuelto demasiado abrumadoras como para que todos, excepto los fieles de COVID, las ignoren, los que más clamaban por su aplicación -políticos, periodistas y médicos- han afirmado no sólo que no sabían cuáles serían las consecuencias, sino que nadie más lo sabía tampoco, y han hecho llamamientos lastimeros a una "amnistía" entre los arruinados económicamente, los traumatizados psicológicamente, los heridos por la "vacuna" y los deudos, y los responsables de su sufrimiento y pérdida. Me complace decir que estos llamamientos han sido casi universalmente rechazados y denunciados como lo que son: negaciones de culpabilidad por parte de cobardes y criminales.

Los datos y análisis contenidos en estos artículos son un recordatorio y un registro histórico de que aquellos que se tomaron el tiempo de mirar sabían casi desde el principio que la "crisis" del coronavirus había sido fabricada, que cerrar la economía durante dos años empobrecería a millones y enriquecería a unos pocos, que imprimir cientos de miles de millones de libras en flexibilización cuantitativa para salvarla del colapso conduciría a una inflación galopante, que retirar el diagnóstico médico, la atención y el tratamiento de 68. 8 millones de personas durante dos años causaría la muerte de decenas de miles de ciudadanos del Reino Unido, y que inyectar 170 millones de dosis de terapias genéticas experimentales a un público aterrorizado mataría a miles, lesionaría a millones y tendría consecuencias aún desconocidas para la salud y la vida de los británicos.


Comment: Replicado en todo el mundo.


Es una convención de la Cámara de los Comunes que los miembros del Parlamento pueden (y lo hacen) mentir descaradamente a sus honorables amigos, pero no pueden acusar a otro diputado de hacer lo mismo, y los medios de comunicación del Reino Unido y la industria editorial siguen obedientemente este acuerdo de caballeros; pero si queremos exponer y oponernos a la Gran Mentira que hemos estado viviendo desde marzo de 2020, tendremos que derrocar convenciones más arraigadas que ésta. Podemos empezar por llamar "mentira" a una mentira cuando la oímos o la leemos. Alegar ignorancia de las consecuencias de estas "medidas" sanitarias medievales es una mentira, y los artículos recogidos en estos volúmenes, como muchos otros escritos por otros investigadores independientes, son la prueba de esa mentira.

No soy médico ni actuario, pero cualquiera que haya tenido el valor de analizar el impacto del confinamiento tanto en la economía como en los servicios médicos del Reino Unido y de otros países, o lo que deberían haber sido las numerosas señales de seguridad sobre los peligros y riesgos de estas inyecciones, y de la total ausencia de base médica, científica o racional para ambas cosas, sabía que ésto era una mentira.

Si los culpables se escudan ahora en su ignorancia, lo hacen para eximirse de su responsabilidad por lo que han colaborado a hacer o permitir, para negar su culpabilidad por los daños y las muertes, y para evitar las represalias de una opinión pública que se está dando cuenta de que hemos sido objeto de una campaña de empobrecimiento y -según la definición de la ONU- de genocidio emprendida contra nosotros por el Estado británico y sus socios mundiales, y de la que gran parte de la población sigue siendo cómplice.

Estos dos volúmenes piden cuentas a los autores de estos crímenes.

La verdad no es una mera constatación de hechos: que, por ejemplo, esta silla está hecha de madera, o que todos los hombres son mortales. La verdad siempre se afirma frente al intento y la amenaza de las fuerzas poderosas de silenciarla y silenciar a quienes se atreven a decirla. El totalitarismo no es sólo el acuerdo, sino la insistencia dogmática de la inmensa mayoría de la población de una sociedad y de todos los que ocupan posiciones de poder en que es verdad lo que es clara, evidente y demostrablemente falso.

Cuando una madre insiste en que el niño al que convenció o permitió que fuera inyectado no murió a causa de la terapia génica experimental que le fue inyectada unas horas antes está, de forma comprensible, intentando negar su complicidad en la ingenuidad y la estupidez que la llevaron a aceptar que alguien expusiera a su hijo a semejante riesgo. Pero también está silenciando lo que, en ese momento, le resulta imposible considerar como una posibilidad: que al Servicio Nacional de Salud, al que ha sido educada para considerar como una Iglesia laica, a la industria farmacéutica y a su Gobierno no sólo no les importa si su hijo y todas las demás personas que conoce viven o mueren, sino que incluso pueden estar intentando matarlos intencionalmente.

Entre esta toma de conciencia y la negación de la realidad de todo lo que ella conoce, ha visto, aprendido y experimentado en su vida, es esto último lo que ella y la gran mayoría de la gente en este país como en otros han elegido creer; o si no creer ellos mismos entonces insistir en que otros crean, incluso so pena de ser silenciados, multados, encarcelados y peor por no creer. Una sociedad totalitaria se basa en este acuerdo mutuo de insistir en la verdad de una mentira que nadie cree. Esto describe, precisamente, la sociedad en la que vivimos ahora.

Todo -hasta la última cosa sin excepción- lo que nos han contado sobre la "pandemia" en los últimos tres años ha sido una mentira. Nada de lo que nos han contado es verdad. Que lo creyéramos o decidiéramos creerlo no es una cuestión de opinión, ni de lo que grandilocuentemente llamamos "nuestra" política, ni siquiera de nuestra confianza en la autoridad.

Quienes ostentan la autoridad en nuestra sociedad, como en todas las demás del mundo y a lo largo de la historia, no llegaron allí diciendo la verdad: llegaron mintiendo, entre otras cosas peores. Si elegimos creerles -y como "pueblo" los británicos lo hicieron en cantidades abrumadoras- fue porque teníamos miedo, y nuestro miedo nos hizo estúpidos, nos hizo sumisos, nos hizo débiles, nos hizo volvernos hacia los mentirosos de la autoridad y pedirles que nos dijeran lo que teníamos que hacer -peor aún, exigirles que nos dijeran lo que teníamos que hacer, y no sólo a nosotros sino también a todos los demás.

Nadie que lo deseara podía dejar de darse cuenta, muy tempranamente, de que nos estaban mintiendo.

No había ni hay zonas grises entre lo que era verdad y lo que no. La verdad estaba y sigue estando ahí para quien quiera encontrarla. Las mentiras eran y son más fáciles de escuchar, porque están en todas partes, en todas las bocas, en todas las pantallas, ruidosas y estúpidas e increíbles salvo por un acto de voluntad: no a la verdad, sino a creer mentiras fáciles.

Pero la difícil verdad es que sólo los cobardes las creyeron, que sólo los cobardes pueden elegir seguir creyéndolas después de tres años de mentira implacable y universal. Es sobre esta cobardía colectiva, y sobre la aceptación y repetición de las mentiras hasta el punto de que ahora son aceptadas e impuestas por las autoridades como verdad, incluso cuando secretamente casi nadie sigue creyéndolas, sobre lo que se ha construido la Nueva Normalidad.

Y la desagradable verdad es que esto nos dice algo sobre dónde estamos, en el Reino Unido, como sociedad y quizás, en Occidente, como civilización, así como sobre el terrible lugar al que nos dirigimos.

La acusación de "teórico de la conspiración" con la que cualquiera que se oponga o cuestione la política del Gobierno sigue siendo descalificado por nuestros representantes en el Parlamento, calumniado en los medios de comunicación convencionales y sociales, y ahora criminalizado por nuestro Gobierno, el poder judicial y las fuerzas policiales, es la oscura semilla de nuestra posmodernidad hecha realidad. Donde la modernidad entendía que la verdad se ocultaba bajo la realidad superficial de las cosas y buscaba excavarla bajo las mentiras de los poderosos, la posmodernidad ve la realidad misma como constituida por esas superficies, bajo las cuales sólo existe el abismo de opiniones enfrentadas, cuya voluntad de poder produce una verdad que es, por tanto, siempre contingente, siempre producto del poder, independientemente del agarre que esa verdad pueda tener sobre el mundo.

Por tanto, no sólo la verdad, sino la realidad misma está ahora en juego.

Un hombre con un vestido es ahora una mujer si quienes tienen el poder legislativo para castigarnos por negarlo dicen que lo es.

Terapias genéticas que no hacen nada para detener la transmisión del virus, sino que destruyen el sistema inmunológico humano, pueden ser inyectadas en la población del globo como una "vacuna" si los gobiernos se otorgan el poder de encerrarnos en nuestras casas hasta que un número suficiente de nosotros obedezca.

Una pandemia global que deja poca o ninguna huella en la mortalidad general de las poblaciones infectadas es la excusa para eliminar nuestros derechos humanos y libertades bajo un Estado de Emergencia permanente y desmantelar nuestras democracias para instaurar una dictadura constitucional si hay suficiente policía para imponerla y la maquinaria mediática para hacer que la gente se lo crea.

La inminencia de una catástrofe medioambiental de la que hay pocas y controvertidas evidencias es la justificación para la revolución hacia el nuevo totalitarismo de la gobernanza global si las instituciones financieras, las corporaciones internacionales y los gobiernos nacionales que la forman quieren que ocurra. Y lo quieren.

El totalitarismo es una dictadura en la que todos son cómplices, en la que todos colaboran, porque todos creen la realidad por cuyo consenso perdieron la lucha. El resultado de nuestra lucha aún no está decidido -aún no, no del todo-, pero de su triunfo o derrota dependerá el destino de Occidente, y tal vez incluso de la humanidad.

Cuando vuelvo la vista atrás a los últimos tres años y a los recuerdos que más capturan su locura y obscenidades, me acuerdo de los ancianos residentes de Porlock, un pueblo de la costa norte de Somerset que visité el primer verano del confinamiento, arrastrando los pies por las calles sofocantes con sus rostros aterrorizados cubiertos no sólo con mascarillas, sino con viseras de plástico. O de las docenas de virtuosos ciudadanos que, en pubs, tiendas, supermercados o paseos por el campo, me han gritado por no mantener la distancia o no llevar mascarilla.

Y, lo más horrible de todo, los vídeos grabados, demasiado numerosos para recordarlos, de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, temblando incontrolablemente, demasiado débiles para caminar o incluso estar de pie, tumbados en camas de hospital, con la piel cubierta de erupciones, algunos con los miembros amputados, los ojos en blanco y fijos, asumiendo lo que han hecho.

Pero el recuerdo que más me atormenta sólo está relacionado tangencialmente con los efectos de los confinamientos o las terapias genéticas experimentales. Hace poco, vi a un niño pequeño, de no más de un año, sentado en un cochecito en la entrada de un supermercado. Es cierto que no tenía mucho que mirar, aparte de los anuncios que nos rodean hoy en día en la ciudad, pero incluso estos estaban ausentes de su atención.

La madre del niño había colocado delante de su cara una pantalla, de un tamaño infantil equivalente al del ordenador portátil en el que escribo estas palabras, pero a través de la cual un desfile de imágenes de colores brillantes, generadas digitalmente, que no tenían ninguna relación con el mundo, centelleaban ante su mirada fija. No sé si esto es típico de las prácticas de crianza de los niños en el Reino Unido hoy en día, y si esta máquina es la última actualización digital de lo que en el Reino Unido llamamos " tontos " y en los EE.UU. llaman " pacificadores "; pero estaba claramente haciendo lo segundo y produciendo lo primero.


Comment: Tal vez la referencia se asemeja a ésto:

Child Pacifier
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Ni una sola vez, mientras observaba cómo se fabricaba este nuevo modelo de ser humano, el niño levantó la vista hacia el mundo que le rodeaba ni pareció distinguir entre ese mundo y el virtual, en cuya navegación y fusión final estaba siendo entrenado subliminalmente. Se trata de mentes que pueden aprender en meses idiomas y habilidades que a los adultos les llevaría años de estudio y formación; y es en el mundo digital, virtual y aumentado sobre el que los enemigos de la humanidad tienen el control absoluto en el que nuestros hijos están siendo educados, y no en el mundo material, real y natural del que quieren desterrarnos para poseer y controlar sus recursos.

No es casualidad que el objetivo y el objeto principal de los programas, tecnologías, ideología y agenda transhumanos del Estado Global de Bioseguridad sean nuestros niños, a los que están haciendo todo lo posible por alejar de la protección de sus padres y familias y llevarlos al control del Estado.

Sólo una generación criada por sus iPhones en una infancia de austeridad y decadencia nacional, educada por las redes sociales en las ortodoxias de la política identitaria y la ideología woke, y que se graduó en mascarillas, confinamientos y mandatos médicos, podría ver la imagen del futuro que les está creando el Foro Económico Mundial como algo deseable. Sólo una generación aterrorizada por una sucesión interminable de crisis que ponen fin a la civilización podría cambiar sus libertades, sus derechos, su capacidad de acción y su humanidad por la promesa de una "seguridad" que todo lo abarca.

El horror distópico de ese futuro es nuestra mejor arma en la lucha para impedir que se haga realidad. Depende de nosotros, que somos culpables de entregar la educación de nuestros hijos a globalistas, propagandistas, ideólogos, fanáticos y predicadores del apocalipsis, convencerles de la falsedad de sus miedos, y de que el único fin del mundo al que se enfrentan es aquél que está siendo construido sobre su creencia en esos miedos y su obediencia a quienes los han fabricado. Para ello, tenemos que pintarles una imagen diferente del futuro que algún día podrían habitar si juntos vencemos las amenazas a las que hoy nos enfrentamos.

Desde la Primera Revolución Industrial no se han producido cambios tan profundos y trascendentales en nuestro mundo. Tampoco desde la Segunda Guerra Mundial ha habido una amenaza mayor para las libertades de los pueblos del mundo. La batalla está en marcha. Por el bien del futuro, en el que todos los niños vivirán sus vidas en un cierto grado de libertad o en un sistema totalitario como nunca se ha visto antes, tenemos que ganarla.

Los artículos recogidos en estos dos volúmenes son para los que no tienen miedo, para los que intentan encontrar su valor, para los que buscan la verdad, para los que quieren exponer las mentiras a los demás y para los que buscan una forma de contraatacar.

Por último, hay una razón positiva, esperanzadora, incluso feliz, para publicar estos artículos en forma de libro. A diferencia de un texto electrónico, un libro es un objeto que entra y se mueve en el mundo real. El autor nunca sabe adónde irá, quién lo cogerá y lo leerá, y qué efecto puede tener.

Nadie puede controlar lo que lees en él ni castigarte por hacerlo. Nadie puede decirte que es desinformación ni censurar las palabras o pensamientos que no apruebe. Nadie puede suspender tu cuenta bancaria por lo que aprendas en sus páginas.

La palabra impresa no puede ser borrada en línea, alterada para adaptarse a la ideología woke o verificada por mentirosos corporativos. No es la menor alegría de publicar estos libros de forma independiente que ningún editor se haya entrometido en ellos. Cada palabra es tal y como la escribí, y ambos volúmenes están disponibles sin censura por parte de un editor o de las empresas de tecnología de la información a las que se les ha otorgado la autoridad de decidir sobre nuestra libertad de pensamiento y expresión.

Sin embargo, es algo inevitable que en un futuro próximo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o alguna otra organización fundamentalista declare que, puesto que los libros están hechos de árboles que absorben dióxido de carbono, están "matando el planeta" y, por lo tanto, leerlos es un delito.

El espectáculo de los virtuosos quemando libros volverá, ¡ésto lo profetizo!

De hecho, ya ha vuelto en Ucrania, donde los libros de autores rusos son despulpados y convertidos en cartones de huevos y papel higiénico.

Pero mientras nos queden los últimos días de libertad, los libros son la libertad.

Simon Elmer es autor de dos nuevos volúmenes de artículos sobre el estado de bioseguridad del Reino Unido, Virtue and Terror y The New Normal, disponibles en tapa dura, edición de bolsillo y como libro electrónico. Por favor, haga clic en estos enlaces para acceder a la página de contenidos, la introducción y las opciones de compra. El 11 de marzo, con motivo del tercer aniversario de la declaración de la "pandemia", el autor presentará su libro en el Star & Garter, 62 Poland Street, W1F 7NX, en la sala William Blake, de 18.00 a 20.00 horas. La entrada es gratuita y habrá firma de ejemplares, lectura y preguntas y respuestas.