La Inteligencia Artificial busca imitar la inteligencia humana para manejar con soltura una enorme cantidad de datos y hacernos (en apariencia) la vida mucho más fácil. Sin embargo, en ese mundo de códigos, algoritmos y sofisticados mecanismos... ¿dónde quedan las emociones?
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El desarrollo de la inteligencia artificial es imparable y se alza a su vez, como el reflejo de una motivación muy humana: nuestra curiosidad. Saber que la magia de la programación, unas simples líneas de código o unos algoritmos pueden generar algo parecido a un pensamiento o un movimiento en el universo virtual de una máquina es tan fascinante como aterrador.

Desconocemos si grandes figuras de la computación, como lo fue el propio Alan Turing, imaginó alguna vez que llegaríamos hasta donde estamos ahora. En la actualidad, la IA (inteligencia artificial) es clave ya en gran parte de nuestros sectores sociales. Es nuestro asistente digital en el mundo empresarial, automatiza tareas, toma decisiones, detecta fraudes...

La medicina, la ingeniería y el mundo de la comunicación se sirven de ella a diario; por no hablar del escenario de la geoestrategia y el ámbito militar, ese en el que, según palabras de Vladimir Putin, quien domine la inteligencia artificial dominará el mundo. Todo esto dará un pasó aún más complejo cuando demos la completa entrada al llamado "Internet de las cosas" (IoT).

Este concepto implicará que la mayoría de nuestros objetos cotidianos (casas, coches, neveras, microondas, móviles, etc) estarán conectados entre sí, de manera que poco a poco se creará un panorama tecnológico donde cada cosa que nos rodee tenga conexión a Internet.

La inteligencia artificial podrá pensar por nosotros, anticipando necesidades, manejando variables y parámetros para tomar decisiones antes que uno mismo. Así, en medio de este vasto y prodigioso contexto son muchos los que se preguntan dónde quedan las emociones... ¿llegará un día quizá en que las máquinas lleguen a tener sentimientos?

La inteligencia artificial, ventajas y peligros

Hace solo unos días recibíamos una espectacular noticia desde el del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge. Jim Collins, biólogo científico, publicaba en la revista Cell que gracias a la inteligencia artificial se ha descubierto un nuevo antibiótico. Se trata de la halicina, la cual, podrá aplicarse al tratamiento del cáncer o a las enfermedades neurodegenerativas.

Lo que hizo este equipo fue desarrollar un algoritmo de IA (inteligencia artificial) que emula una red neuronal. Este algoritmo fue entrenado para que, por sí solo, aprendiera a predecir funciones y procesos moleculares. Le pidieron que predijera qué tipo de moléculas serían eficaces para tratar, por ejemplo, el Escherichia coli. Al cabo de unas semanas, ha sido capaz de formular un nuevo tipo de antibiótico.

Como podemos ver, la inteligencia artificial funciona y nos está ayudando de infinitas maneras. Lo hace ejecutando operaciones comparables a las que realiza la mente humana. Es decir, analiza, compara, predice, opera, aprende, aplica el razonamiento lógico, resuelve problemas e incluso es capaz de innovar. Todo ello resulta asombroso.

Ahora bien, Nick Bostrom, filósofo sueco de la Universidad de Cambridge, avisa: entre 2075 y 2090 habrá máquinas tan inteligentes como los humanos. Y algo así exige tener en cuenta muchas variables.

Los peligros de la inteligencia artificial en un mundo con carencias en inteligencia emocional

Hace unos años Microsoft creo a Tay. Era un robot virtual con Inteligencia Artificial que debía aprender por sí misma a convivir en el universo de Twitter. El objetivo de este Bot era interaccionar, aprender de los demás y acabar desarrollando una personalidad propia. El experimento resultó catastrófico.

Tay acabó en las mazmorras cibernéticas porque a las 16 horas desarrolló una actitud agresiva, hostil, machista y con tendencias nazis. Ella, se había limitado solo a aprender de nosotros. Aquel bot en realidad, fue víctima del ataque de unos trolls que la reorientaron a través de unas interacciones mal intencionadas.

No obstante, hubo algo que quedó claro con aquel experimento de Bill Gates. Si la Inteligencia Artificial debe aprender de nosotros y emularnos, será como la criatura de Frankenstein. En un mundo donde falla la empatía y la Inteligencia Emocional es nuestra cuenta pendiente, no somos precisamente el mejor modelo a seguir.

Los dos peligros de la inteligencia artificial

Son muchos los que abogan por la necesidad de establecer una especie de códigos éticos al respecto de la inteligencia artificial. Sería algo muy parecido a las propias leyes de la robótica que sugirió Isaac Asimov. Expertos como el propio Nick Bostrom antes citado, señalan que es necesario regularlo cuanto antes porque hay dos peligros muy concretos al respecto de este tipo de inteligencia:
  • Primero, estamos creando un recurso altamente inteligente que puede, en un momento dado, tomar decisiones propias. Y puede hacerlo valorando algo muy concreto: sus intereses son más importantes que los nuestros. Se trata además de una entidad donde las emociones no tienen papel alguno. Sencillamente, no existen.
  • El otro peligro es que las personas lo usemos con fines maliciosos: estrategias de control, espionaje, actos violentos, etc.
Un gran recurso, exige una gran responsabilidad

La inteligencia artificial, puesta al servicio del ser humano, puede alzarse como algo sencillamente prodigioso. Su aplicación con fines médicos y sociales puede convertirse en un gran avance, en algo realmente bueno para todos. De ahí que ese gran recurso, ese gran poder, exija cómo no, una gran responsabilidad.

En nuestro delirio persistente por crear tecnologías cada vez más y más sofisticadas, no podemos descuidarnos a nosotros mismos. Si esas máquinas y esas entidades virtuales aprenden de las personas, seamos el mejor ejemplo y no olvidemos incluir la bondad en su programación y en el corazón de sus algoritmos.