Traducido por el equipo de Sott.net en español

En la Edad Media, los leprosos tenían que agitar un cascabel o tocar una campana cuando se desplazaban. También les obligaron a coser un trozo de tela roja en su túnica para ser fácilmente identificados.

leprosos
Los nazis, cinco siglos más tarde, retomaron la idea obligando a los judíos a coserse una estrella amarilla en el pecho. Desde tiempos inmemoriales, las sociedades han señalado a sus parias, aquellos que representaban el mal, el peligro, y cuya función social era la de despertar el miedo.

Pero volvamos a nuestros leprosos del siglo XV vagando con campanas y cascabeles para informar a su entorno de su presencia. ¿Por qué había que saber que un leproso era un leproso? Para evitar la contaminación, evidentemente.

Y funcionaba a las mil maravillas.

Todos se escapaban al primer tintineo de una campana. No se podía correr la suerte de entrar en contacto con el leproso y arriesgarse a verse clasificado como tal para acabar agitando la campana bajo una túnica de tela roja. Proyectémonos hacia un futuro más o menos lejano. La campana se ha transformado en una aplicación digital en comunicación con las aplicaciones digitales circundantes, alertándolas de la presencia de un leproso.

¿Qué creen que ocurrirá? Las mismas causas producen los mismos efectos, como ocurrió en el siglo XV, volverá a ocurrir en el siglo XXI.

Afortunadamente, ya no estamos en la Edad Media, pero desafortunadamente nos encontramos en el corazón de este futuro. Gracias a un banal coronavirus llamado poéticamente Covid 19, los Poderes Modernos están reinventando la campana leprosa de la Edad Media.

Esta campana se llama ahora "Stop Covid". Tendremos la oportunidad de verlo, los Poderes necesitan el miedo, lo usan hábilmente para someter a su pueblo sin riesgo alguno.


En lo que respecta a Francia, este virus llegó justo en el momento oportuno, con un notable sentido del timing. En un momento en el que el gobierno había estado luchando durante meses en la aplicación de reformas para el desempleo y las pensiones que la mayoría de sus ciudadanos rechazaban, y que se hacía patente por un malestar social que no se sabía cómo ni cuándo terminaría, justo cuando la estabilidad misma de este gobierno estaba amenazada, en un momento en el que el gobierno más lo necesitaba, un virus providencial hizo su aparición en escena.

El poder oportunista se apoderó inmediatamente del mismo para agitar nada menos que el espectro de la muerte sobre las cabezas de los ciudadanos horrorizados y, sobre todo, aterrorizados. Se arrinconaron las amenazas económicas generalmente agitadas para poder restablecer la calma. Esta vez, el Poder sacó a relucir el Gran Juego: el de la Muerte. La segadora, la madre de todos los temores.

Este juego le aseguraba una victoria certera. Y bien que la ganó más allá de toda expectativa. Desde ahora en adelante conseguirá lo que probablemente había planeado conseguir dentro de las dos próximas décadas, nuestro consentimiento para el rastreo digital. El Covid 19 nos proyecta repentinamente hacia un universo orwelliano (sobre este tema, lea la excelente novela de Alain Damasio, La zone du dehors, (La zona del exterior"), que sería la continuidad de la obra de Orwell, "1984", pero con un serio toque de actualización.

El consentimiento bajo el miedo

Los poderes modernos se erigen para proteger a sus ciudadanos. Promulgan leyes de protección, arman una fuerza policial que habría de proteger de peligros internos y un ejército para protegerse de peligros externos. El estado de bienestar se ocupa de las necesidades de los más débiles y desfavorecidos. El líder supremo es el Padre de la Nación. Protege a sus ciudadanos como un padre protege a sus hijos. El Estado se encarga de todo. Organiza la economía para garantizar el trabajo y los ingresos de todos los ciudadanos, garantiza la educación de los más jóvenes y los prepara para convertirlos en ciudadanos "armados" ante la vida. Protege la salud general, construyendo hospitales y formando a médicos y enfermeras. En Francia, el Estado llega incluso a cubrir el coste de esta protección sanitaria pagando las consultas y buena parte de los medicamentos.

A partir de entonces, el ciudadano evoluciona en un mundo sin peligro, o más precisamente en un mundo en el que las autoridades se ocupan de todos los peligros. Ha perdido toda conciencia de las responsabilidades que le incumbe hacia su persona y también hacia los demás. No dirige su vida, simplemente se somete a un conjunto de reglas pensadas para él por otros. En cualquier caso, estas reglas son buenas para él ya que están diseñadas para garantizar su bienestar y su seguridad. Se levanta cada mañana acudiendo a un trabajo que le garantiza los ingresos necesarios para alimentar a su familia, encontrar un lugar donde vivir, disfrutar de vacaciones varias veces al año, y conducir un coche de la marca que denote su prestigio social. Sus hijos frecuentan la escuela pública, a la que delega la responsabilidad de su educación. Cuando un miembro de la familia enferma, acude al médico, o al hospital en caso de mayor gravedad, y rápidamente la normalidad vuelve a recuperarse gracias a la alta calidad del sistema sanitario estatal. Liberado de todas estas limitaciones, liberado de todos estos riesgos, el ciudadano sólo tiene que disfrutar de una vida confortable. El precio a pagar es fácilmente llevadero. Basta con someterse amablemente al Poder y seguir las líneas normativas, lo cual no presenta grandes dificultades.

Para que este ingenioso y sofisticado sistema funcione, su instigador, el Poder, debe transmitir a sus ciudadanos en todo momento que la maravillosa vida que están disfrutando podría derrumbarse en cualquier momento por un simple desajuste, por ejemplo, un déficit presupuestario demasiado pesado que imposibilite cualquier financiación adecuada del sistema de salud, dejándolos vulnerables ante enfermedades. Es entonces un juego de niños obtener el consentimiento de los ciudadanos para crear un nuevo impuesto en apoyo al sistema de salud (mientras sigue desmoronándose). Es un truco tan viejo como el mundo.
Para que un pequeño grupo, llamémoslo el grupo de los dominantes, reine sin dificultad sobre la masa, los dominados, basta con que los dominantes concedan unas pocas ventajas por aquí, otros pocos privilegios por allá, que hagan una distribución desigual entre los dominados, y que amenacen con volver a quitarles lo concedido.
El miedo a que Juan pierda lo que Pablo no tiene lo llevará a aceptar cualquier sacrificio exigido por el Poder. Porque lo que tiene Juan y lo que no tiene Pablo, le da a Juan la ilusión de ser uno de los dominantes. Aquí es donde nos topamos con un sistema tan ingenioso como diabólico. Y Pablo hará lo mismo cuando su única ventaja se vea amenazada.

Contra los rebeldes, contra los que no tienen prácticamente nada, es más difícil que el Poder amenace con la privación de recursos para conseguir su consentimiento. Pero no importa, porque para esta categoría tiene un arma que sólo él posee: la violencia legítima. Siempre podrá utilizarla y abusar de ella contra los pobres, cometer exacciones, incluso asesinatos (piense en Rémi Fraisse, o Steve Maia Caniço, y todos los demás), siempre obtendrá el apoyo de los que poseen (sin importar cuán poco poseen). Garante del Orden establecido, el Poder extiende su velo protector sobre su pueblo sumiso y consentidor.

Hacia una sociedad de vigilancia globalizada

Con el fin de ofrecer una mayor protección, un mejor control, el Poder tiene ahora a su disposición tecnologías que han progresado en la última década a una velocidad fulgurante. No hace mucho, la vigilancia se llevaba a cabo mediante seguimientos, escuchas telefónicas y otros secretismos. Esos arcaísmos también requerían el acuerdo de un juez en cada caso. Era imposible llevar a cabo una vigilancia masiva de este tipo (excepto quizás bajo el mandato de Stalin, que había logrado convertir a cada ciudadano en un agente de la KGB). Luego surgieron las tecnologías digitales. El vídeo, combinado con algoritmos de reconocimiento facial, permite ahora una vigilancia global de la población, sin ningún control judicial (¡El comunista Stalin soñó con ello, las sociedades capitalistas, democráticas o no, lo consiguieron!).

Las masas se han sometido a este temible proceso de vigilancia generalizado sin mucha oposición, ya que las autoridades han demostrado fácilmente que la vigilancia por vídeo constituye una amenaza para los desviados, pero que protege eficazmente a los ciudadanos honrados que no tienen nada que esconder. Sin embargo, este proceso todavía queda limitado por el número de cámaras y su campo de visión. El reto para los poderes públicos es conseguir el control de cada individuo, dondequiera que esté y haga lo que haga. Aquí es donde los leprosos hacen su reaparición en escena. El concepto es sencillo: Pedir a cada ciudadano que sea localizable en cualquier momento, dondequiera que esté. Pero faltaba un argumento convincente para obtener el consentimiento de estos neoleprosos. El Covid 19 surgió oportunamente para servir a los proyectos más inesperados de las Potencias del mundo entero.

Aterrorizando primero a sus ciudadanos con la amenaza súper amplificada de los Covid (véase mi artículo https://www.agoravox.fr/tribune-libre/article/n-ayez-pas-peur-du-covid-19-223619 ), y convenciéndoles después de que el rastreo digital les salvaría de esta terrible amenaza viral, los Poderes se están asegurando el consentimiento de la mayoría. Una vez aceptado por la mayoría de los ciudadanos, será más fácil someter a los recalcitrantes. El Covid 19 es la llave que ha abierto la puerta de entrada a una sociedad en estado de vigilancia digital permanente. No voy a detallar aquí los efectos de esta vigilancia (me remito de nuevo a la lectura de "La zona exterior", que es una magnífica ilustración), pero puedo confirmar, al igual que muchos comentaristas, que efectivamente habrá un mundo después del Covid que experimentará una ruptura con el mundo que lo precedió.

Pero, contrariamente al discurso dominante, no vayan a imaginarse que dicho mundo será un mundo en descenso, un mundo solidario, un mundo que ha vuelto a la razón, por fin humano. Por el contrario, el mundo posterior, en el que acabamos de entrar, será más productivista que nunca, (acompañado de su procesión de fechorías humanas y ambientales -incluyendo la aparición de nuevos virus-). Desde este punto de vista, será simplemente una continuación acelerada del mundo anterior.
La ruptura más profunda entre los dos mundos tendrá que ver con la abolición gradual, pero que acabará siendo total, de las libertades individuales.
En el próximo mundo, las potencias nos convencerán de que todos somos leprosos, de que todos representamos una amenaza potencial para nuestros semejantes, y que la única manera de protegernos de esta amenaza permanente consiste en vigilar a todos los demás, en cualquier lugar, y desde luego con la ayuda de todos. Los disidentes, los divergentes serán eliminados, y la máquina capitalista continuará con su rumbo hacia adelante, sin que nada pueda detenerla a estas alturas, ni frenarla siquiera en su loca carrera. Este no es un escenario de ciencia ficción, simplemente es el mundo en el que acabamos de entrar.