Traducido por el equipo de SOTT.net en español

La propaganda ya no es lo que era. Es mucho peor. En parte debido a la eficacia de su acción sobre nosotros, no tenemos ni idea de cuándo está presente, ni de lo que nos está haciendo.

Propaganda Covid
[Este ensayo es una adaptación a las circunstancias actuales de un capítulo de mi libro en 2018 Give Us Back the Bad Roads(Currach Press), titulado "Engineering Consent"].

Noto el mismo síndrome enviando señales a todas partes: gente en la calle prefiriendo tirarse debajo de los autobuses antes de rozarse con los demás; un periodista al que le atribuía al menos una mínima inteligencia escribiendo en sus reportes sobre "casos" bajo la aparente impresión de que las instrucciones de los envoltorios de las pruebas PCR son fidedignas; un movimiento político supuestamente prolibertad exigiendo un despliegue acelerado de las vacunas; media docena de agentes de policía sentados sobre una mujer y cooperando en la tarea de esposarla por encontrarse a más de cinco kilómetros de su casa sin que nadie pestañee. ¿Señales de qué? Señales de complicidad en un terror incomprensible. Señales de haber renunciado a la opción de recurrir a nuestra mente, como si no existiese. Señales de una rendición ante lo insuperable, ante lo inevitable. Señales de encontrarnos amurallados por las mentiras.

Hay algo que se nos escapa, algo que tiene que ver con las mentes de las personas en general.

No basta con que hablemos de "propaganda". Esta palabra utilizada dentro de nuestra limitada comprensión de su significado resulta inadecuada, ni remotamente nos aclararía la situación en la que nos encontramos actualmente. Referirnos de ese modo a esta palabra en los tiempos que corren es como estar en la cubierta del Arca de Noé hablando del tiempo.

El otro día, alguien me envió el enlace de un artículo titulado "La situación de los hogares ha mejorado como resultado de la pandemia - Banco Central". Era una afirmación indescriptiblemente fatua, una idiotez más allá de lo imaginable que contenía la frase inmortal: "El desempleo masivo del año pasado ha supuesto para los hogares una mejora de su situación y un exceso de ahorro, lo que significa que nunca hemos sido tan ricos". Suena a propaganda pero en el fondo no lo es puesto que sugiere que la gente ha estado perdiendo el tiempo creando empresas y levantándose por las mañanas para ganarse la vida, un esfuerzo que queda igual de relevante para la vida real que el eunuco calculando su ahorro en condones. Es una payasada en toda regla. Creer que esto es propaganda es no captar en absoluto lo que es la propaganda. La propaganda es omnipresente, insidiosa, engañosa, implacable, a menudo invisible y siempre manipuladora. Aquel artículo, tomado de forma aislada, no es más que una inofensiva estupidez que consta como algo a exhibir en el Libro de las Pruebas dentro de uno o dos años, cuando se autorice la información sobre el verdadero alcance de los daños causados por el confinamiento a la luz de días aún más oscuros.

La mayoría de la gente considera la propaganda como si se tratara de boletines puntuales o recurrentes de declaraciones engañosas, algo así como la orquestación de la información con un propósito singular. Alguien lee un artículo sesgado, quizás, y cree reconocer al cantamañanas. La misma actitud se repite delante de un cartel, un eslogan, un anuncio de televisión. Todos ellos son instrumentos de propaganda, pero no son la cosa en sí. No son la cosa que ha existido en la historia, sobre todo en la del siglo pasado, y sobre todo en la historia de personas codiciosas en busca de beneficios y poderes que manipulan la competencia del ciudadano dentro de su rebaño, el cual no suele contar con ninguna opción de inmunidad frente a las manipulaciones. En realidad se trata de generar y gobernar el sentimiento público. ¿Quién, por ejemplo, podría haber predicho que el color amarillo, ese que convocaba a los huevos de Pascua, iba a convertirse en el color del terror y la opresión? Respuesta: un hipnotizador lo habría conseguido ya que el amarillo es reconocido desde hace mucho por los "manipuladores ocultos" como uno de los colores hipnóticos más eficaces.

La propaganda lleva incluso más tiempo como elemento clave del arsenal utilizado por el estado tecnocrático moderno y de quienes pretenden gobernar a través de él. El padrino de las relaciones públicas modernas, Edward Bernays, escribió en su libro 'Propaganda' del año 1928 que no importando el tiempo del que dispusieran los ciudadanos para examinar los datos relativos a cada cuestión, prácticamente nadie conseguiría llegar a conclusiones informadas sobre un tema, cualquiera que fuera. Simplemente no tenemos tiempo ni acceso a medios fiables de verificación. Por lo tanto, tendemos a delegar el proceso de selección en lo que Bernays llamó "el gobierno invisible", en el que confiamos para que nos instruya sobre el significado de las cosas, cuáles son importantes y cuáles son nuestras opciones para debatirlas. En general, aceptamos los veredictos que nos proporcionan los medios de comunicación y las élites políticas. Se suponía que el conocimiento práctico universal, según recordaba Bernays, debía cambiar estas condiciones y dar a cada ciudadano "una mente apta para tomar decisiones", la doctrina central de la democracia. "Pero en lugar de una mente", observó, "el conocimiento práctico universal le ha entregado sellos de caucho, sellos de caucho con eslóganes publicitarios, con editoriales, con publicaciones de datos científicos, con las trivialidades sensacionalistas de los tabloides y los clichés de la historia, pero desprovistos de cualquier pensamiento original. Los sellos de caucho de cada hombre son los duplicados de millones de personas, de modo que cuando se exponen ante los mismos estímulos, las impresiones recibidas por todo el mundo son idénticas".

Entró una serie de actores clave en el desarrollo de la propaganda y, antes de eso, la identificación imprescindible de las psicologías subyacentes, todo durante la primera mitad del siglo pasado. El más conocido fue Bernays, sobrino nieto de Sigmund Freud, cuyas ideas adaptó con fines de manipulación e investigación motivacional (MR, por sus siglas en inglés), en gran parte por cuenta de clientes corporativos. Otra figura clave fue otro psicoanalista de origen vienés, Ernest Dichter, quien presidió en la década de los 50 el Instituto de Investigación Motivacional dándose a conocer como un ingenioso solucionador de problemas en campañas publicitarias fallidas. La figura más significativa en la revelación de la grave realidad propagandista fue el filósofo francés y anarquista cristiano, Jacques Ellul, quien desarrolló probablemente la mejor visión general sobre disciplina en su libro Propagandas: The Formation of Men's Attitudes, (La formación de las actitudes de los hombres), publicado en 1965.

Las técnicas de lo que se conoció como "manipulación en profundidad" se basaban en varios conceptos clave sobre los seres humanos: las personas se comportan de forma irracional y paradójica; mienten sobre sus motivaciones, tanto a sí mismas como a los demás; sus principales desencadenantes son las emociones, especialmente el miedo y la culpa. En su libro del año 1957, 'The Hidden Persuaders' (Los persuasores ocultos), Vance Packard escribió sobre el descubrimiento y el aprovechamiento por parte de la industria de las "profundidades" de lo que denominaron los "deseos subsuperficiales, necesidades e impulsos". Entre las principales palancas "subsuperficiales" encontradas en los perfiles emocionales de la mayoría de las personas figuran el impulso conformista, la necesidad de estimulación oral y el anhelo de seguridad".

Fue Bernays quien experimentó por primera vez con la aplicación de los principios psicoanalíticos al marketing. Vinculó los productos a las emociones de forma que se aprovechara la tendencia de las personas a comportarse de forma ilógica. Intrigado por la noción de su tío abuelo de que las fuerzas irracionales basadas en el grupo impulsan el comportamiento humano, Bernays se propuso aprovechar esas fuerzas para vender productos a sus clientes. En su libro Propaganda especuló con la posibilidad de manipular el comportamiento de las personas sin que lo supieran. Luego empezó a poner en práctica sus teorías, primero por encargo de George Washington Hill, presidente de la American Tobacco Company, quien quería derribar el tabú existente que insinuaba una fuerte relación entre el consumo de cigarrillos por parte de las mujeres y la promiscuidad sexual, lo que hasta finales de los años 20 desalentó a las mujeres a fumar públicamente. Hill quería promocionar la marca Lucky Strike, el producto de su empresa, y consultó a Bernays, quien a su vez se puso en contacto con el destacado psicoanalista neoyorquino y discípulo de Freud, el Dr. A. A. Brill. Este doctor consideraba los cigarrillos como chupetes para adultos, un retroceso en el placer de la succión de los bebés, pero a Bernays se le encendieron unas luces al oírle postular que los cigarrillos también simbolizaban el poder masculino. Bernays desarrolló una campaña para convencer a las mujeres de que fumar en público les permitiría ganar la batalla a favor de la igualdad sexual. De ahí la campaña "Antorchas de la Libertad" de Lucky Strike, lanzada durante el desfile de Pascua de Nueva York el día de los Santos Inocentes de 1929. Bernays obtuvo una lista de modelos femeninas del editor de la revista Vogue y convenció a un grupo bastante numeroso de que conseguirían promover la causa de la igualdad encendiéndose su cigarrillo en la Quinta Avenida. La parada se convirtió en un evento sensacionalista a nivel internacional y Bernays bautizó su recién probada técnica como "ingeniería del consentimiento". Bernays fue también quien "descubrió" el "chasquido y el estallido" de los cereales del desayuno era una parte crucial de su atractivo, ya que el crujido incorporado proporcionaba un desahogo para la agresión inconsciente y otros sentimientos reprimidos.

Más tarde, habiendo Ernest Dichter postulado de forma muy controvertida que los hombres equiparaban los descapotables con la juventud, la libertad y el deseo secreto de una amante, mientras que a las mujeres se les podía vender jabón como medio para lavar sus pecados antes de acudir a sus citas, siguió desarrollando la idea de aprovechar el inconsciente para venderle a la gente cosas que no necesitaban. "Les sorprendería saber con qué frecuencia nos engañamos a nosotros mismos", escribía en su libro 'La estrategia del deseo' publicado en 1960, "independientemente de lo inteligentes que nos creamos cuando intentamos explicar nuestros comportamientos".

Dichter creía que cerca de un tercio de la motivación humana es racional y que el resto se rige por la emoción. Se refirió a este síndrome como el "iceberg" y desarrolló la idea de que se podía influenciar a la gente en sus compras debido a asociaciones ilógicas implantadas por la publicidad. Fue un pionero de los métodos de investigación de mercado con grupos focales que utilizó con gran éxito para clientes como Procter & Gamble, Chrysler y DuPont. También fue uno de los primeros en practicar la investigación cualitativa que incluía largas entrevistas en profundidad, no muy diferentes a las sesiones de terapia. Para entender el motivo real detrás de las compras, insistía, hay que dirigirse a la gente a un nivel más profundo. "Si permitimos que alguien se extienda", decía, "podemos inferir entre líneas lo que realmente quiere expresar". Dichter se interesaba por los deseos de la gente, normalmente por el sexo, la seguridad o el prestigio. Para él, ir de compras representaba una forma de expresión personal. Adivinó que ciertas personas prefieren coches por la sensación de seguridad que brindaba, mientras que a otras les gusta que sus coches les recuerden aventuras y la juventud. Aumentó la venta de máquinas de escribir al proponer para los teclados un diseño que simulara el cuerpo femenino -más receptivo, más cóncavo-. Se dio cuenta de que los estadounidenses preferían pedir dinero prestado con intereses más altos a los usureros en lugar de acudir a las instituciones bancarias legítimas por temor a ser juzgados. Apoyándose en sus descubrimientos ayudó a los bancos en el desarrollo de productos y mensajes para esquivar esos recelos. Llegó a la conclusión de que la gente tiende a comprar cosas por razones que nada tienen que ver con su utilidad como por ejemplo una extensión o un reflejo de su personalidad. Cada producto, declaró, tiene una personalidad, y la campaña adecuada es la que se lo transferirá de acuerdo a la forma en que las personas se ven a sí mismas. Explotó las neurosis y los anhelos insatisfechos. Su idea relacionada con mujeres mayores a quienes les gusta hornear pasteles como sustituto de la maternidad le reportó mucho dinero. Mediante entrevistas en profundidad, dedujo que el enjabonarse mientras uno se bañaba era una de las pocas ocasiones en las que el estadounidense puritano medio de los años 50 se sentía autorizado o autorizada a acariciarse. La investigación demostró que el baño era para muchos adultos un pretexto para la experimentación autoerótica, un ritual ofreciendo unos raros momentos de indulgencia personal, especialmente antes de una cita romántica.

Imaginemos ideas como estas en la era de la Gran Base de Datos, cuando los clientes de los sucesores de Dichter tengan acceso a mapas precisos de los deseos humanos basados en la observación de comportamientos reales.

Armado con el descubrimiento de ideas como estas, incluso hace 70 años, era posible vender casi cualquier cosa con el eslogan y las imágenes adecuadas. Lo más importante de la propaganda, afirmaba Dichter, es que sea universal e ininterrumpida, y que transmita el mismo mensaje por diversos medios, incansablemente. El propósito es "regimentar" la mente de una sociedad de la misma manera que un ejército entrena a sus soldados. La propaganda es más eficaz en manos de lo que Bernays llamaba "las minorías inteligentes", con lo que se refería no a las minorías en el sentido actual de grupos de víctimas, sino a las élites intelectuales que tratan de guiar a la sociedad en determinadas direcciones. Bernays se refería a estas élites intelectuales, sin muestra de ironía, como "dictadores".

Bernays también vinculó a la publicidad el pensamiento más antiguo del filósofo francés Charles-Marie Gustave Le Bon sobre la cuestión de las mentes de las multitudes, es decir, la idea de que la "mente grupal" presenta un estudio totalmente diferente al de la mente individual. Le Bon, en The Psychology of Crowds, (La psicología de las multitudes), había explicado que una multitud tiene una psicología diferente a la de un individuo. Consideraba que una multitud formaba un solo ser: siempre reacciona ante los pensamientos inconscientes, y se ajusta a las leyes de la unidad mental. La conciencia que confiere la pertenencia a una multitud, siguió ampliando, puede transformar a la persona dotando a los miembros individuales de "una especie de mente colectiva que les hace sentir, pensar y actuar de una manera muy diferente a la de un individuo en el aislamiento". En medio de una multitud psicológica, la personalidad individual desaparece, la actividad cerebral es sustituida por la actividad de los reflejos, lo que implica una disminución de la inteligencia, una transformación completa de los sentimientos, lo que podría desembocar en una mejora o empeoramiento de los miembros constituyentes de la multitud. La expresión de una multitud se convierte con la misma facilidad en heroica o en criminal, aunque la segunda tenga mayor probabilidad. "La ascendencia de las multitudes", escribió Le Bon, "indica la agonía de una civilización". El ascenso de la civilización es un proceso intelectual impulsado por individuos; el descenso, la desbandada de un rebaño. Las multitudes sólo sirven para la destrucción".

Adaptando estas ideas al mercado, Bernays las refinó y las aplicó a situaciones reales. Aunque la mente grupal no "piensa" en el sentido normal de la palabra, explicó, se comporta como si tuviera una inteligencia propia. "En lugar de pensamientos", escribió, "tiene impulsos, hábitos y emociones. Al tomar una decisión, su primer impulso es seguir el ejemplo de un líder de confianza [...] Pero cuando el ejemplo del líder no está a mano y el rebaño debe pensar por sí mismo, recurre mediante clichés, palabras o imágenes representativas de todo un grupo de ideas o experiencias". Al juguetear con un viejo cliché, o cuando manipula uno nuevo, el propagandista puede hacer oscilar toda una masa de emociones grupales.

El pensamiento de estos pioneros fue analizado por Jacques Ellul en Propagandes (Propagandas), la primera obra significativa de advertencia sobre los peligros de la propaganda. Ellul trató la propaganda como un fenómeno sociológico, más que -como en el caso de Bernays y Dichter- algo creado por personas concretas para fines específicos. Además, consideraba la propaganda como un instrumento que se impondría cuanto más tecnológica se volviera una sociedad. Consideraba que la tecnología y la propaganda guardaban una relación simbiótica: la tecnología facilita la propaganda y una sociedad tecnológica se alimenta de sus efectos. Escribió que "la propaganda está destinada a resolver los problemas creados por la tecnología, a jugar con los desajustes, y a integrar al individuo en un mundo tecnológico". Rechazó el argumento anticipado de que dependería del tipo de estado o régimen que se dedicara a la propaganda; no importa: "Si realmente hemos comprendido el estado tecnológico, tal afirmación carece de sentido. En medio de la creciente mecanización y organización tecnológica, la propaganda no es más que el medio utilizado para evitar que estas cosas se resientan por ser demasiado opresivas, y para persuadir al hombre de que se someta de buena gana". Esto significa, como no, que una sociedad tecnológica está forzosamente impulsada por la propaganda, y también que hemos dejado de ser libres. De hecho, mucho antes de la llegada de la inteligencia artificial, ya fuimos absorbidos por la máquina propagandista que calcula el nivel de propaganda adecuado para controlar la manada de esclavos.

La propaganda siempre se dirige al individuo insertado en la masa. El individuo nunca debe ser considerado como tal, sino siempre, instruyó Ellul, en términos de lo que tiene en común con los demás, como sus motivaciones, sus sentimientos o sus mitos. Su valor se reduce a una media y, salvo para un pequeño porcentaje, la acción basada en la media actuará "eficazmente". El propagandista se dirige al individuo -en artículos de prensa, emisiones de radio, etc.- como parte de un grupo. El individuo nunca es tratado como si estuviera solo. "El emocionalismo, la impulsividad, los excesos, etc. - todas estas características del individuo atrapado en la masa son bien conocidas y muy útiles para la propaganda". Esta es la clave para entender cómo funcionan los sondeos de opinión modernos: También trata a los individuos como parte de una masa, y además induce al individuo a considerar esta versión de sí mismo como válida y veraz. Cuando la encuestadora con su portapapeles entra en la sala para sondear las opiniones de los presentes, lleva a las masas con ella.

La propaganda, decía Ellul, coincidiendo con Dichter, debe ser absoluta. Debe utilizar todos los medios de comunicación disponibles e instantáneamente: prensa, radio, televisión, cine, carteles, reuniones, prospección puerta a puerta. Si estos medios se utilizan de forma esporádica y sin intención propagandística no se conseguirá nada. Cada medio opta por una línea de ataque diferente, y todos deben actuar conjuntamente para lograr una rendición total e incondicional.

Ellul refinó y en algunos casos rechazó ideas heredadas, como que toda la propaganda es mentira y que su único propósito es el de modificar las opiniones. Por el contrario, observó, el mejor tipo de propaganda se genera a partir de medias verdades y de verdades sacadas de contexto, y su principal objetivo es reforzar las tendencias y percepciones existentes, promover la acción cuando proceda y -lo más importante- disuadir, con el terror o el desánimo, a quienes tienen fuertes opiniones contrarias a la propaganda para que no interfieran en su programa. Ellul caracterizó la educación convencional como "prepropaganda", el condicionamiento de las mentes con enormes cantidades de información de segunda mano, inconexa, no verificable, incoherente y/o inútil, enmascarada como "hechos", pero destinada a preparar al ciudadano para la siembra de la propaganda.

Es indudable lo que uno de los principales impactos creado por la acción de la propaganda normativa ha conseguido: una supresión aún mayor del acceso al pensamiento independiente. El cerebro tiene una capacidad finita en cuestión de gestión y clasificación de informaciones, y al estar de por sí ya sobrecargado de hechos y opiniones aleatorios, en gran parte no invitados, el "espacio del disco" para sus propias cavilaciones queda muy reducido. El hombre moderno, observó Ellul, acepta los "hechos" como la realidad última. "Está convencido de que lo que es, es bueno". Antepone los hechos a los valores y aplica sin reparos el moralismo del "progreso" por atribuirle valor en razón de su existencia. El disfraz de "ciencia" o "progreso" está, por tanto, a medio camino de conquistar a la gente de este tipo.

"En todas partes", escribe Ellul, "encontramos hombres que pronuncian como verdades muy personales lo que acaban de leer en los periódicos sólo unas horas antes, sus creencias no son más que el resultado de una poderosa propaganda. En todas partes hallamos personas confiando ciegamente en un partido político, en un general, en una estrella de cine, en un país o en una causa, y que no toleran el más mínimo desafío al dios de su elección [...] Nos cruzamos con este hombre alienado por doquier, y puede que ya lo seamos nosotros mismos".

La educación universal del tipo descrito por Ellul ha generado poblaciones de ciudadanos convertidos en presas dóciles ante la propaganda por al menos cuatro razones: las personas que se consideran "educadas" tienen la necesidad de opinar sobre cualquier asunto que esté a su alcance; estas personas, en virtud de su "educación", tienen acceso a grandes cantidades de lo que podría llamarse información sin contexto; se creen capaces de juzgar todas las cuestiones por sí mismas; suele tratarse de personas que han dejado atrás el tipo de comunidades que hacían las veces de filtros para la propaganda externa, como en el caso de las familias, las iglesias, los pueblos, etc. , para irse a vivir en una metrópolis anónima con la que su historial no tiene ninguna relación. Por lo tanto, en la sociedad de masas, aquel ciudadano preprogramado que se aísla y depende de sus propios recursos para satisfacer sus necesidades condicionadas, acaba siendo un blanco fácil para los propagandistas de todo tipo. Si se tiene en cuenta el actual acceso instantáneo a cierto tipo de información básica sobre prácticamente cualquier cosa, no es de extrañar que en casi todos los asuntos de controversia pública haya un público dispuesto a recibir los adoctrinamientos de los propagandistas, un público creyéndose educados por ostentar un título, y disponiendo de un acceso instantáneo a Google y otros motores de búsqueda, y creyéndose libre por aferrarse a lo que cree firmemente ser opiniones suyas a pesar de no serlo. Y todo este lío de pseudocreencias se mantiene unido por una especie de "pegamento" cultural compuesto principalmente por elementos de pseudomoralidad insinuada. Creer en estas cosas no sólo es una prueba de sabiduría, sino también de bondad. Así, lo que podría llamarse el mercado de la propaganda se ha ampliado hasta incluir prácticamente a todos los miembros de una sociedad moderna, es decir, a todos, excepto aquellos que comprenden las condiciones subyacentes y que están dispuestos a buscar informaciones libres de propaganda con la determinación de pensar por sí mismos.

Según la tesis de Ellul, el ciudadano que se imagina a sí mismo como alguien "moderno" necesita la propaganda: para cumplir con su sentido de importancia y participación en la democracia aparentemente imperante; para airear sus energías reprimidas, para sacar a relucir su disposición "moral", etc. Visto así, es obvio que una sociedad moderna necesita la propaganda de la misma manera, y por las mismas razones, que necesita el entretenimiento. Y Ellul insistió en el uso apropiado de las palabras: cuando habló de la "necesidad" de propaganda, no se refería a su consentimiento: "... el mundo de la necesidad es un mundo de debilidad, un mundo que niega al hombre. Decir que un fenómeno es necesario significa, para mí, que niega al hombre; su necesidad es una prueba de su poder, no una prueba de su excelencia".

Resulta obvio que las condiciones fundamentales descritas por Le Bon, Bernays, Dichter y Ellul siguen vigentes hoy en día, a pesar de la multiplicación exponencial a las que han sido sometidas a raíz de la omnipresencia de la publicidad, la ubicuidad de la tecnología, el poder de Internet y el flujo de informaciones y respuestas de acontecimientos mundiales seleccionados las 24 horas.

Es evidente que nuestros puntos de referencia para la cartografía de la propaganda deben estar ya desfasados desde hace décadas. Cuando los pioneros de la manipulación en profundidad ejercían su dudoso oficio, se enfrentaban a un mundo en el que sólo había un puñado de medios con los que manipular a la sociedad y a sus miembros. El trabajo de los padres fundadores de la "ciencia" del "enfoque de profundidad" -Bernays, Dichter, etc.- está firmemente arraigado en la primera mitad o mitad del siglo XX cuando la televisión estaba en sus principios y no había más que algunos periódicos, el cine, las vallas publicitarias y la radio. Nuestro concepto de la "manipulación en profundidad" procede de esta época y no se ha actualizado para tener en cuenta que los medios de comunicación ocupan casi permanentemente el centro de la conciencia de la mayor parte de la raza humana. Por lo tanto, estamos tratando con un tipo de animal diferente - dentro del ser humano medio- del que hablaban estos investigadores. Por entonces la publicidad y la propaganda no hacían más que rozar la conciencia del individuo, podían ejercer una influencia pero no necesariamente al punto de dominar la totalidad de los procesos de pensamiento, tal y como ocurre ahora. Las tertulias radiofónicas, las noticias 24 horas, la televisión del desayuno, todos estos son fenómenos de las últimas décadas que ya han penetrado en la cultura humana casi como entidades humanas - más como relaciones íntimas que como complementos tecnológicos - por no hablar de los medios sociales y los otros "regalos" de Internet. El televisor de la esquina no sólo es un aparato soltando noticias, información y entretenimiento, sino que se asemeja a una persona sentada en la esquina de la habitación, normalmente la más dominante, la más estridente y la más parlanchina de las dos.

En el episodio de la covid, el televisor se ha convertido en el narcisista/psicópata dictando a los demás ocupantes lo que deben pensar y sentir, sin admitir disidencias. Los televisores son ininterrumpibles, por lo que la dinámica de la situación dicta que cualquier inconformista en la habitación será puesto en su lugar, a menos que uno de ellos apague esa maldita cosa. Twitter, como su nombre está a punto de sugerirlo, también es una especie de personificación de los rasgos psicopáticos: sacia el ansia de dopamina del usuario, y el minuto siguiente lacera al adicto por algún pecado involuntario contra la ortodoxia. Incluso cuando el usuario es el agresor, está imponiendo de forma agresiva un pensamiento procedente de algún lugar, de otra persona.

Por lo tanto, las personas no son las que eran, o como seguimos suponiendo que son: es decir, tal vez un 90% seguirían siendo ellas mismas, y el 10% correspondería al "contenido" impuesto. Puede que sea al revés: el 10% son ellas mismas y el 90% impuesto.

Seguimos hablando entre nosotros suponiendo que seguimos -ustedes y yo- siendo tal y como éramos antes (me refiero principalmente a nosotros, los mayores; los jóvenes están en una situación mucho peor, ya que quizá no sumen un 10%). En realidad casi nadie es así. Las personas con las que nos solemos encontrar tienen mentes vacías, luego sus almas están vacías: lo que ocurre es que sus cerebros están atiborrados de ideas inducidas por personas interesadas en que se aferren a ellas. No es que estén propagandizadas -hace mucho que hemos dejado esto atrás- sino que sus mentes están totalmente colonizadas y ocupadas por pensamientos ajenos. Y, lo que es aún más inquietante, son adictas a la fuente de estos pensamientos, a la caja abusiva de la esquina que les cuenta ("¿quién?") todo lo que saben, todo lo que es verdad y lo que no, y que les aconseja cómo evitar dejarse engañar por falsas narrativas, es decir, por las versiones no aprobadas de la realidad. Por lo tanto, no se trata de métodos de transmisión de información, sino de instrumentos de trance hipnótico masivo, una vertiente diferente de la historia moderna sobre gestión de rebaños y que reporté en [https://lockdownsceptics.org/?s=hypnosis] durante el verano de 2020. Nos lleva hacia un nuevo nivel - la segunda parte informal de este ensayo.

Una de las consecuencias inadvertidas de la propaganda, según Jacques Ellul, es el "encierro" gradual del individuo derivado de una creciente insensibilidad ante la frecuencia de los ataques propagandísticos. Sometido a repeticiones persistentes de los mismos mensajes, empieza a hojear los titulares de su periódico en lugar de leer los artículos. En un contexto más moderno, utiliza el mando a distancia de su televisor para pasar de una emisora a otra, quizá en busca de algún elemento de sorpresa, y siempre en vano. Revisa su teléfono incesantemente, ansiando una nueva dosis de información o instrucción. La radio se convierte en un ruido de fondo: no la oye, ni le importa. Esta etapa del proceso no es señal de inmunidad a la propaganda, sino lo contrario. Impregnado como lo está de los símbolos propagandistas, ya no necesita absorber los detalles. Un toque de color o un logotipo conocido basta para desencadenar la respuesta pavloviana ansiada. El sujeto de la propaganda exitosa se asemeja a un adicto: no importa el tiempo que haya permanecido sobrio, una sola inyección lo devolverá a la cuneta.

La propaganda, según Jacques Ellul, es "un ataque directo contra el hombre". Aunque él mismo era un defensor de la democracia, creía que la propaganda "imposibilitaba" casi del todo el verdadero ejercicio de esas libertades. Esa es la razón por la que aquellos que insisten en pensar por sí mismos, o incluso en expresar opiniones no aprobadas, son objeto de tanto oprobio en las sociedades modernas. No sólo porque los disidentes amenazan el alcance o la influencia de los propagandistas, ya que en realidad, debido a su incapacidad para lograr una saturación total a través de los medios de comunicación, rara vez lo hacen. La causa de que sean tan temidos se debe a su sola presencia, una presencia que pone en peligro todo el edificio. Su herejía pone en peligro el artificio esencial para la eficacia de la propaganda: el sentido de naturalidad y de factualidad que la acompaña.

La propaganda, escribe Ellul, "no tolera la discusión. Aborrece la contradicción. Debe producir una cuasi-unanimidad, y la facción opuesta debe volverse insignificante, o en cualquier caso dejar de ser articulada". Por lo tanto, someterse a la propaganda significa alejarse de uno mismo porque impide el poder del pensamiento crítico. "La propaganda despoja al individuo, le quita una parte de sí mismo y está compelido a vivir una vida ajena y artificial, hasta tal punto que acaba convirtiéndose en otra persona obedeciendo impulsos ajenos a él". Esto se consigue impregnando al individuo de emociones y respuestas propias del rebaño, disipando su individualidad, liberando su ego de toda confusión, contradicción no resuelta y reserva personal. Empuja al individuo hacia la masa "hasta desaparecer por completo". Lo que "desaparece", de hecho, es la capacidad del individuo para la reflexión personal, el pensamiento independiente y el juicio crítico, todos ellos sustituidos por pensamientos prefabricados, estereotipos, clichés, eslóganes y "directrices".

Cuando el éxito de la propaganda se confirma en el individuo, este deja de ser un receptor pasivo de la propaganda para convertirse en un evangelista. Sus opiniones son enérgicas, empieza a oponerse a los demás, a politizar las ortodoxias. "Se afirma", observa Ellul, "en el mismo momento en que se niega a sí mismo sin darse cuenta".

La principal razón por la que el individuo ya no cuenta con su juicio propio es que debe relacionar constantemente sus pensamientos con todo el complejo de valores y prejuicios establecidos por la propaganda, algo que sólo puede aprenderse con la memorización. Una vez atrofiadas, las capacidades de juzgar, discernir o pensar críticamente, ya no son accesibles al sujeto, y estas facultades tampoco reaparecerán con la interrupción o supresión de la propaganda. Serán necesarios años de reconstrucción espiritual e intelectual para restaurarlas. En ausencia de un canal de opinión, la víctima se contentará con buscar otro canal, del mismo modo que el drogadicto en busca de una droga diferente. Esto, dice Ellul, "le evitará la agonía de tener que responder sin tener a mano una opinión preparada previamente y de verse obligado a emitir un juicio personal" en cualquier situación dada.

La propaganda, pues, es una palabra más importante de lo que creíamos por falta de reflexión. También es una palabra que abarca un conjunto de lo que sólo puede describirse con precisión como armas de adoctrinamiento masivo y, en última instancia, también de destrucción: la destrucción de mentes, corazones, almas, vidas, medios de vida, relaciones y futuros. Por lo tanto, no hablamos de algo insignificante y cómico; es algo enorme y sin gracia. Ocurre cuando los periodistas se las ingenian para bombardear a sus lectores con pseudo-narraciones inventadas, historias de "interés humano" dirigidas con el singular propósito de manipularlos para provocar un determinado estado de ánimo; como cuando colaboran en la falsificación de estadísticas para aterrorizar a la gente; cuando utilizan sus plataformas no sólo para negar las opiniones de puntos de vista alternativos, sino para denunciar a los disidentes mediante procesos jurídicos en los que estos no tienen ninguna representación. Sus víctimas son numerosas, particularmente las de menor capacidad para defenderse de este aluvión de mendacidad con sus muros de mentiras alrededor mismo de sus cuerpos y del mundo, muros que no sólo les aprisiona, sino también a todas las personas atrapadas en el contagio de su virus mental. Estos son crímenes de un tipo muy moderno. Pero no dejan de ser crímenes, tanto más ruines cuando los criminales borran sus propias huellas a su paso convenciéndose de que están tratando con "hechos". Son crímenes cometidos por individuos y colectivos contra individuos y comunidades desprovistas de inmunidad, crímenes que claman al cielo por venganza.