La narrativa climática presenta a los grandes poderes como benefactores de cuyas intenciones se prohíbe dudar, al tiempo que fuerza a la sociedad a convertirse en policía que defienda la nueva verdad.

De nuevo llueve en España. Llueve mucho además. No es que llueva torrencialmente pero sí de manera constante. Llámenme carca si quieren, pero soy de esos que se alegran de que llueva. Pienso en lo bonito que estará todo en verano, en los intensos colores que nos ofrecerá el paisaje de mi amado Valle del Tiétar, la alegría de ver el agua cayendo por las gargantas de la Sierra de Gredos, ese torrente de agua cristalina y bulliciosa que colmará las pozas en las que se bañarán mis hijos. Lamentablemente, los hay que están empeñados en impedir que mis bucólicas fantasías fluyan como el agua que cae en estos primero compases de la primavera. Los apóstoles de la "nueva anormalidad" climática, que de tanto predicamento que gozan en estos días que nos ha tocado vivir pretenden "aguarme la fiesta", nunca mejor dicho. Cuando llueve, cambio climático, cuando no llueve, cambio climático. Si tenemos temperaturas cálidas, cambio climático, si bajan las temperaturas repentinamente, cambio climático. Si nieva en marzo, cambio climático, y si no nieva, pues también. Todo es tan anormal que, de puro habitual, pasa a ser normal. La excepcionalidad permanente, a cuyo sonido nos hemos acostumbrado en pandemia. En cualquier caso, estamos en abril y llueve.
Abril aguas mil rezaba el dicho
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