Es curioso constatar que el nacionalismo soberanista catalán, en sus tres versiones (conservador, progresista y antisistema), anduvo a la greña con la Unión Europea al ver que encontraba escasísima receptividad en Bruselas a sus afanes disgregadores, reaccionarios y absolutamente opuestos a los vientos de globalización y cosmopolitismo que hoy constituyen la modernidad en todas partes.
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Incluso Puigdemont y los suyos hicieron por aquel entonces algunos guiños a la Rusia de Putin. Tras el 1-O y las vicisitudes posteriores, en las que el soberanismo catalán no halló apoyo alguno de la UE — a excepción de la cobarde frialdad con que Bélgica y Alemania han tratado la cuestión de las euroórdenes — , hubo un claro acercamiento de los posconvergentes con Moscú: las posiciones de la derecha nacionalista fueron difundidas en 2019 en Rusia por Komsomolskaya Pravda, un periódico de gran tirada vinculado al Kremlin, que publicó una entrevista a Carles Puigdemont en enero y otra a Quim Torra en abril. Además, en octubre, en una tribuna en dicho rotativo, Puigdemont acusó a la UE de "mirar hacia otro lado" ante la "crisis de Cataluña" y de "permitir a la policía de uno de sus Estados miembros utilizar la violencia contra sus ciudadanos". "Es doloroso reconocer que las instituciones políticas europeas ven todo esto y callan", afirmaba. La entrevista fue recogida en Cataluña por El Nacional el 22 de enero pasado.

Por su parte, Torra se mostró en su entrevista partidario de "eliminar los severos obstáculos impuestos por España" para la concesión de visados a rusos. "Cuando seamos un país independiente aplicaremos nuestra propia política de visados", dijo con emocionante ingenuidad el todavía president de la Generalitat. El Nacional resumía esta entrevista en su edición del 22 de abril pasado.

Edvard Chesnokov, vicejefe de Internacional de Komsomolskaya Pravda, es autor de las dos entrevistas y también de un artículo publicado en ese diario, y reproducido, en catalán y en inglés, en El Nacional el 10 de febrero pasado. Con algunas diferencias entre la versión rusa y las versiones en inglés y en catalán, Chesnokov propuso la mediación de Rusia en el conflicto.


La sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea Del pasado 19 de diciembre, que corrige al Tribunal Supremo español en una cuestión procesal — a requerimiento, por cierto, del propio Tribunal — , ha producido un cambio radical en la posición del nacionalismo catalán.... Y, curiosamente, también del nacionalismo español.

Las razones de la construción europea

Las dos guerras mundiales europeas fueron la consecuencia viral de unos enfermizos nacionalismos ávidos de influencia, dominio y 'espacio vital'. Con la distancia que proporciona el paso del tiempo, parece imposible que aquellas ansias políticas y territoriales fueran capaces de engendrar los monstruos que desencadenaron la primera Gran Guerra, mal cerrada mediante la desequilibrada Paz de Versalles, y veinte años después la segunda, todavía más cruenta y abyecta, que incluyó los horrores del Holocausto y de las primeras bombas atómicas y situó al mundo al borde del abismo. Pero las matanzas aterradoras que sucedieron en todo caso y la gran devastación que afectó a los beligerantes produjeron al menos una saludable reflexión en Europa que hizo mella y cuyos efectos aún perduran: la idea de soberanía, que compendiaba la malsana beligerancia de los nacionalismos europeos, debía ser desterrada y sustituida por una formula confederal y cooperativa que se impusiese a los odiosos particularismos imperiales que se disputaron secularmente la hegemonía en el Viejo Continente.

No es extraño que la primera idea integradora fuera la de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, los ingredientes básicos de la industria pesada de entonces, y muy especialmente de la industria militar. Compartir aquellos recursos estratégicos entre países que acaban de salir de una despiadada confrontación fue una decisión política de gran envergadura, de la que era plenamente consciente Robert Schuman, ministro francés de Exteriores, cuando en primer lugar invitó a participar en aquel tratado a Alemania, el antiguo enemigo, y luego a todos los países europeos, para compartir parte de su soberanía como gesto de reconciliación y primera piedra de la idea europea.

La paz continental iba a construirse desde entonces mediante sucesivas cesiones de soberanía de los Estados miembros a las instituciones centrales, propiamente europeas, que cada vez abarcaron más países, hasta los 27 actuales, tras la defección insidiosa y absurda del Reino Unido. La CECA fue la primera consecuencia de un debate sobre la integración de Europa iniciado bastante antes de que se tomaran las primeras decisiones: hubo una intensa pugna intelectual entre federalistas y funcionalistas, entre Altiero Spinelli y Jean Monnet. Aquel debate concluyó con los Tratados de París y Roma y el triunfo de las tesis de Monnet, a quien, en palabras de Spinelli, corresponde por eso el mérito de haber puesto en marcha la unificación de Europa y la culpa de haberlo hecho por un camino equivocado. Los términos de la opción siguen siendo hoy los mismos: Federación o Comunidad; Estado Federal o Unión de Estados. En el momento presente, estamos claramente en una confederación que avanza hacia la idea federal. Y la salida de Londres facilitará este designio.

España no pudo subirse a aquella espléndida plataforma hasta 1986, ya que Europa era un club democrático y el franquismo no reunía las condiciones y fue vetado radicalmente. Por eso, los demócratas de los exilios interior y exterior fueron/fuimos vehementemente europeístas, porque aquella integración continental representaba la democracia, el pluralismo, la libertad y la modernidad.


Comentario: De forma horripilante, un federalismo europeo haría realidad el sueño racista nazi de las "naciones auténticas europeas", empaquetadas en pequeñas regiones fáciles de dominar. Un federalismo así aumentaría las diferencias económicas generando europeos de primera, segunda y tercera categoría.


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El ingreso en la Unión Europea

Pero para nosotros, los españoles, el ingreso en la Unión fue más que el reforzamiento de una democracia que ya habíamos establecido ocho años antes, en 1978, con la aquiescencia y la ayuda de Europa: las Comunidades Europeas, el Mercado Común, después Unión Europea, funcionó con criterios solidarios y redistributivos, y desde nuestro ingreso hasta más o menos el estallido de la gran crisis en 2006, España recibió de Bruselas transferencias de capital — fondos estructurales y de cohesión — por más de un 1% del PIB anual, lo que nos permitió dotarnos de la mejor red de infraestructuras de Europa. Hoy, España, cuarta potencia de la UE, todavía recibe recursos europeos porque su PIB per capita (25.800 €) está todavía por debajo del 90% de la media comunitaria (30.968€).

Los Presupuestos de la UE para el periodo 2021-2027 todavía no han sido aprobados por causa del Brexit, ya que la salida de Reino Unido, que es segura después de la victoria aplastante de Boris Johnson, modificará los equilibrios finales, pero según la propuesta presentada por la Comisión Europea el año pasado, España recibiría 34.004 millones de euros de la política de cohesión europea para el período 2021-2027, un 5% más que en el marco financiero 2014-2020. Esto convertiría a nuestro país en el tercer mayor beneficiario de estas ayudas en términos absolutos, sólo por detrás de Polonia, que recibiría 64.396 millones, y de Italia, que se beneficiaría de 38.564 millones.

Al margen de estos recursos, es evidente que la pertenencia a Europa tiene ventajas, tanto de carácter ideológico y democrático, como material y diplomático. El futuro de la globalización, que tendrá un dibujo multipolar, se dirimirá entre unos cuantos actores, y la Unión Europea será sin duda uno de ellos.

El europeísmo de los europeos

El camino recorrido por Europa ha sido, como se ha dicho, el marcado por Monnet, que consiste en integrar primero las economías para avanzar después en la unión política, que ha tenido dos grandes jalones, los Tratados de Maastricht y Lisboa, y algunos fracasos resonantes como el de la fallida Constitución Europea. En cualquier caso, la UE se asoma al futuro que nos aguarda con buena salud, fortalecida por la reacción unánime de los 27 ante el Brexit, y en una progresión lenta pero inexorable de transferencia de soberanía hacia las instituciones centrales, en detrimento de los Estados. Las políticas económica y financiera, sin ir más lejos, vienen condicionadas por el pacto de estabilidad y por la progresiva unión bancaria, en incluso en los asuntos más polémicos, como la fiscalidad, la palabra armonización, hasta hace poco maldita, empieza a abrirse camino.

Pues bien: en este marco hay que situar el papel del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), máximo órgano jurisdiccional según los Tratados, que vela por la primacía del derecho comunitario sobre las legislaciones nacionales, sobre todo en aquellos asuntos ligados ontológicamente al ser de Europa. En los genes del TJUE está fortalecer las instituciones comunitarias — incluso y sobre todo el Parlamento Europeo — , potenciando su representatividad y sus atribuciones, reforzando a sus miembros, velando por su independencia frente a las injerencias de los gobiernos nacionales.

Quien conozca mínimamente Europa y su entramado institucional, sabrá que el TJUE no es una institución externa al ordenamiento español. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) o Tribunal de Luxemburgo es la máxima autoridad judicial de la UE y sus decisiones afectan a los 28 países de la Unión Europea (también al Reino Unido hasta que se consume el Brexit); sus sentencias son de obligado cumplimiento para los países de la UE (en cambio, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, o Tribunal de Estrasburgo, no es un tribunal de la UE; está vinculado al Consejo de Europa, donde están presentes los 47 países firmantes del Convenio Europeo de Derechos Humanos).

En consecuencia, el TJUE forma parte del sistema judicial español, constituye por tanto el vértice de nuestro modelo y está en condiciones de casar las sentencias del Tribunal Supremo, como ha sucedido en el 'caso Junqueras'. No es una situación nueva ni extraordinaria, a pesar de que el TJUE haya tenido poco trabajo con España: en 2017, de las 1.068 sentencias dictadas por el tribunal de Estrasburgo, sólo seis fueron contra España; en 2.018 fueron ocho, pero una de ellas tuvo bastante repercusión porque afectaba al líder abertzale Arnaldo Ortegi: Estrasburgo consideró que no había tenido un juicio justo en el caso Bateragune.

Así las cosas, las protestas antieuropeas por el "ataque a nuestra soberanía" que ha supuesto la enmienda del Tribunal de Luxemburgo al Supremo español representa un atavismo incompatible con la idea magnánima de una Europa que sobrevuele las miserias nacionales con criterios federalizantes que anclen las libertades al tejido común de la solidaridad continental.

La actitud de Vox, que ha considerado la sentencia como un "palo a España, un ataque a la soberanía nacional" es, sencillamente, un dislate, guiado por el patrioterismo más rancio, que recuerda los peores tiempos del franquismo. Jordi Évole ha comparado esta reacción antieuropea de la parte montaraz de las derechas a la que aplicaron los franquistas más exaltados a la condena de la ONU a España de 1946, que incluía la recomendación a la comunidad internacional de retirar los embajadores de Madrid. Entonces relució una pancarta que se hizo famosa: "Si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos". Hoy, de nuevo, nuestra política, de la mano de la derecha más recalcitrante, se despeña por perdederos agrestes y testiculres.