El lunes 15 de abril empezó el juicio contra los policías militares acusados de matar a 111 hombres. El juicio de la masacre del Carandiru trae reflexiones y un llamado a la lucha contra el estado penitenciario y la matanza cotidiana de los jóvenes negros en el país.
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São Paulo, Brasil. Este lunes 15 de abril empezó, tras haberse postergado, el juicio contra los policías militares acusados de matar por lo menos a 111 hombres en la Casa de Detención del Carandiru - episodio conocido como la masacre del Carandiru. Se esperado que aquellas y aquellos que rechazan la historia oficial y que denuncian la masacre clamen ahora por justicia y exijan del Estado que penalice los responsables por esto.

Se debe recordar que el mismo Estado - a quien ahora piden que "haga justicia" - es parte fundamental de la estructura social que permitió que existieran la masacre del Carandiru y tantas otras más que marcaron (y todavía marcan) nuestra historia

En el contexto de este juicio, es nuestro rol una vez más desmontar la versión oficial, que dice que el episodio fue un sencillo "acto de contención" de una rebelión; es nuestro rol revelar que esos (por lo menos) 111 hombres - la mayor parte de ellos jóvenes y negros, desarmados e indefensos - fueron cruelmente exterminados con autorización directa del despacho del Gobernador.

Es fundamental revelar y enfrentar la dinámica social que produjo esa masacre y que se perfecciona desde entonces. La matanza del 2 de octubre de 1992 no es un hecho aislado de la historia de Brasil: la masacre de Carandiru es una más de una larga trayectoria de matanzas que fundaron este país - el exterminio de los pueblos indígenas y la esclavitud de los pueblos africanos - y que constituyen el cotidiano del pueblo pobre y negro que habita estas tierras.

Expresión y resultado de un intenso y violento proceso contra una parcela de la población - la mayor parte de ellos, negros - la masacre del Carandiru marca todavía el principio de un proceso de encarcelamiento en masa, mecanismo esencial para el engranaje de la política neoliberal adoptada por los gobiernos brasileños a partir de la década de 1990.

Bajo el pretexto de solucionar los problemas de superpoblación en las prisiones y las pésimas condiciones de vida que habrían llevado a la rebelión de la Casa de Detención del Carandiru, se inició una política de construcción e interiorización de los presidios, generalizada en todo el país. El resultado fue el vertiginoso crecimiento de la población brasileña encarcelada. El número de personas presas brincó de 90 mil, en 1990, a 550 mil, en 2012. Brasil multiplicó por seis la población encarcelada en un período aproximado de 20 años. Este es un crecimiento sin antecedentes, aún entre los tres países con mayor población encarcelada que Brasil - nuestro país ocupa el cuarto puesto.

Más de medio millón de brasileños viven, por lo tanto, bajo la práctica constante y sistemática de la tortura física y sicológica, inherente a la privación de libertad y a la disciplina penitenciaria.

La mayor parte de la población que se amontona en los superpoblados y degradantes presidios brasileños es negra (el 60 por ciento). Cerca del 80 por ciento de la población encarcelada está presa por crímenes en contra del patrimonio público o por tráfico de drogas. Conductas estas imputadas a personas pobres, que tienen solamente dos alternativas: buscar un trabajo legal con un sueldo de miseria, o ganarse la vida en caminos informales (lo que las deja todavía más vulnerables al aparato represor).

A pesar de que la mayoría (el 93 por ciento) de la población encarcelada está integrada por hombres, el crecimiento del número de presas mujeres es superior al de los hombres. Desde 2006, con la agudización de la Ley de Drogas, Brasil pasó a encarcelar en masa a mujeres cuyo perfil revela el carácter patriarcal del proceso de criminalización que sufren. Son jóvenes, pobres y negras, las principales o exclusivas responsables por mantener sus familias.

Y la masacre sigue. Se estima que por lo menos más de medio millón de personas (pobres) viven bajo las garras de la violencia penal del Estado brasileño, que sobrepasa los muros de las cárceles. Las madres, esposas y hermanas, responsables desde niñas por el cuidado a los demás, son las que amenizan el sufrimiento cotidiano de sus familiares. En el periplo de los días de visita y de la búsqueda del permiso de salida, esas mujeres son explotadas en sus esfuerzos, expropiadas de sus ahorros y violadas de sus cuerpos.

La orden para el arresto selectivo y masivo es complementaria a aquélla, muchas veces explícita, para matar. La autorización para ejecutar la población pobre, joven y negra que poblaba el Carandiru aquél 2 de octubre no se quedó allá y no tendrá fin con el juicio a los policías militares.

El genocidio de la población pobre y negra, que tiene raíces en el periodo de esclavitud, sigue como pilar de las gestiones que siguieron a la del ex-gobernador Luiz Antônio Fleury Filho. Es también lo que se presupone para mantener una sociedad extremadamente desigual, en la que pocos se llenan los bolsillos con la explotación de muchos. En Brasil, de cada diez jóvenes asesinados, ¡siete son negros!

Por todas estas razones, aunque juzguemos fundamental responsabilizar a los policías involucrados y al mandatario de la masacre, Antônio Fleury Filho, el alto a la orden de exterminar al pueblo pobre y negro, en ambos lados del muro y en el cotidiano, solamente existirá con la organización y la lucha popular contra el Estado penitenciario y contra las clases que se valen de él para mantener su dominio.

Traducción: Brisa Araujo