Traducido por Ricardo García Pérez.

Los gobiernos progresistas de Latinoamérica mantienen una retórica antiimperialista, nacionalista y populista de consumo interno, al tiempo que fomentan la expansión del capital extractivo extranjero en iniciativas conjuntas con el Estado y una creciente burguesía nacional nueva. Los gobiernos progresistas articulan una narración de socialismo y democracia participativa, pero en la práctica desarrollan políticas que vinculan el desarrollo a la concentración y centralización del capital.
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Los principales países exportadores en el sector agro-minero, entre los que se encuentran los más implicados con las principales multinacionales energéticas y de la minería del mundo, son también los que se caracterizan por ejercer las políticas más independientes y progresistas. En apariencia, la primacía de las economías basadas en el «capitalismo extractivo» y la exportación de bienes, ya no guardan correlación con gobiernos «neocoloniales».

Se puede argumentar que las concesiones a las multinacionales del sector extractivo y las clases «dirigentes» locales garantizan estabilidad e ingresos constantes y financian los crecientes gastos sociales que permiten la reelección de gobiernos de centro-izquierda. Dicho de otro modo: el fundamento no declarado de los éxitos electorales del centro-izquierda es una alianza de facto entre «la cúpula» y «la base» de la estructura de clases, a pesar de la creciente divergencia política entre los gobiernos y algunos sectores de los movimientos sociales.


EL BANDO PROGRESISTA


Existe consenso generalizado acerca de que hay siete gobiernos de siete países de América Latina que constituyen lo que se podría denominar el «bando progresista»: Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil, Uruguay, Perú y Venezuela.

Algunos rasgos definitorios que se suelen atribuir a los gobiernos de estos países son: 1) la trayectoria política anterior: la mayoría están encabezados por dirigentes y activistas de movimientos sociales, sindicatos o grupos guerrilleros, 2) las declaraciones relativamente independientes que hacen en el ámbito de la política exterior, en especial en lo referente a la intervención y las medidas sancionadoras estadounidenses, 3) la retórica ideológica que rechaza el liderazgo estadounidense en organismos regionales y favorece a organizaciones centradas en América Latina, 4) los programas electorales populistas acerca de la igualdad social, el ecologismo y los derechos humanos, 5) el rechazo vehemente del «neoliberalismo» y de las personalidades, partidos y privatizaciones neoliberales tradicionales, 6) la perspectiva estratégica que concibe un proceso prolongado de transformación social que subraya un calendario compuesto de modernización, prioridades desarrollistas y altos niveles de inversión orientada a los mercados globales y, 7) la permanencia política en el tiempo basada en reformas constitucionales que les permiten ser reelegidos amparándose en la necesidad de completar esa concepción transformadora.

El bando progresista tiene de sí mismo una imagen, que se proyecta hacia su electorado, según la cual representa una ruptura o quiebra «histórica» con el pasado; en primer lugar, en lo relacionado con la oligarquía neoliberal tradicional y, en segunda instancia, con la izquierda «estatalista». En los casos de Bolivia, Ecuador y Venezuela, suelen recurrir a una retórica alusiva al «socialismo del siglo XXI». La potencia del llamamiento a la originalidad radical tiene un alcance temporal limitado que depende del grado con el que los gobiernos desarrollan políticas discrepantes con el gobierno neoliberal predecesor.


LA «DIVISIÓN ENTRE IZQUIERDA Y DERECHA» TAL COMO LA REPRESENTA EL BANDO PROGRESISTA (BP)


Las percepciones de la divergencia objetiva y subjetiva entre el bando progresista y la derecha varían en función de si emanan de fuentes oficiales o de una investigación empírica crítica. Según los ideólogos del BP, hay al menos cinco ámbitos políticos importantes que reflejan la ruptura radical con la derecha neoliberal tradicional:

(1) NACIONALISMO: a) mediante la renegociación de contratos con las multinacionales del sector extractivo, el BP garantiza una elevada tasa de recaudación de impuestos e incrementa los ingresos para las arcas públicas; b) mediante el aumento de la inversión estatal, convierte empresas de titularidad íntegramente privada en iniciativas conjuntas del sector público y privado; c) mediante el incremento del pago de regalías suaviza la «explotación extranjera»; y d) mediante una mayor presencia de «tecnócratas locales» acrecienta el control nacional de decisiones estratégicas.

(2) POLÍTICA EXTERIOR: El bando progresista ha desarrollado una política exterior independiente, cuando no explícitamente antiimperialista. Para evitar deliberadamente la presencia de países imperiales norteamericanos y europeos, el bando progresista ha consolidado varias organizaciones regionales latinoamericanas y caribeñas, como ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) y UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas). El BP ha rechazado las sanciones contra Cuba, Irán, Siria y Gaza y se ha opuesto a la guerra estadounidense contra Libia respaldada por la OTAN. Criticaron la posición estadounidense en la reunión de la Cumbre de las Américas celebrada en abril de 2012 en, al menos, tres cuestiones importantes: la inclusión de Cuba, la oposición al control británico de las Malvinas y la despenalización de las drogas. El BP ha manifestado su oposición a la hegemonía estadounidense, a las «reformas estructurales» del FMI y al control euro-estadounidense de las principales instituciones de crédito. Con la excepción de Venezuela, el BP ha diversificado sus mercados de exportación. Brasil, por ejemplo, exporta a Estados Unidos solo el 12,5 por ciento de sus bienes y servicios; Argentina, el 6,9 por ciento; y Bolivia, el 8,2 por ciento.

(3) POLÍTICA SOCIAL: El BP ha incrementado el gasto social, en especial en lo relacionado con la reducción de la pobreza en zonas rurales; ha elevado el salario mínimo; ha aprobado incrementos salariales. En unos cuantos países ofrecen créditos y financiación asequible para pequeñas y medianas empresas, han concedido títulos de propiedad legal a ocupantes de tierras y han distribuido parcelas de terreno público sin cultivar al modo de pequeña «reforma agraria».

(4) REGULACIÓN: Con un grado de coherencia dispar, el BP ha impuesto controles al sector financiero y ha regulado el flujo de capital especulativo y la volatilidad de los mercados financieros. En lo que se refiere a las normativas que rigen el sector extractivo, se han suavizado para favorecer la afluencia a gran escala de capital y para que las empresas agrarias puedan utilizar de forma generalizada productos químicos tóxicos y semillas transgénica. Han autorizado la expansión de la minería, la agricultura y la industria maderera en reservas indígenas y naturales. Han financiado proyectos de infraestructura a gran escala que vinculan a empresas del sector extractivo con mercados exportadores, invadiendo hábitats naturales protegidos anteriormente protegidos. La normativa se ha justificado aduciendo que pretende facilitar el desarrollismo extractivo «productivo» y limitar la «financiarización» de la economía.

(5) POLÍTICA LABORAL: Se ha basado en un «modelo corporativista» de negociación y conciliación empresa-Estado-sindicato (tripartito) para limitar las huelgas y los paros patronales y para mantener el crecimiento, las exportaciones y los flujos de ingresos. La política laboral ha quedado condicionada a la de limitar los déficits presupuestarios a la tasa de inflación mediante la fijación de los incrementos salariales. En sintonía con las medidas fiscales ortodoxas, las pensiones de los trabajadores del sector público se han congelado o reducido, en especial entre los funcionarios de rango medio y alto. Las garantías laborales tradicionales se han mantenido intactas y la indemnización por despido no se ha aumentado. Las huelgas de trabajadores del sector público, sobre todo de profesores, personal sanitario y trabajadores sociales, han sido frecuentes y han desembocado en conquistas menores a través de la mediación gubernamental. La política gubernamental se ha orientado a la protección de las prerrogativas de la dirección, al tiempo que se respetaba la situación legal y los derechos de negociación colectiva de los sindicatos. En las empresas nacionalizadas gobiernan directivos nombrados por el Estado y no hay movimientos hacia la autogestión obrera o la «co-gestión», salvo en casos muy concretos de Venezuela. La estructura de las relaciones laborales sigue el modelo jerárquico de la empresa privada. La mano de obra, en el mejor de los casos, desempeña un papel consultivo en lo referente a la salud y la seguridad, pero no ejerce influencia determinante, ni invierte en el interior de este marco empresarial.

Ha sido necesaria la presión sindical a través de la huelga y las protestas, a menudo aliada con grupos comunitarios, para corregir las violaciones más atroces de la normativa sanitaria o de seguridad por parte de las empresas. Aunque los gobiernos progresistas evitan públicamente las medidas neoliberales de «flexibilidad laboral», han hecho muy poco para ampliar y profundizar en las prerrogativas laborales sobre la mano de obra y el proceso de producción.

La principal diferencia de política laboral entre los gobiernos progresistas y la derecha tradicional es la «puerta abierta» a los dirigentes sindicales, su disposición a mediar y garantizar el incremento de los salarios, en especial el salario mínimo y, por lo general, la disminución de la represión brutal y violenta.


CONTINUIDADES Y SEMEJANZAS ENTRE LOS GOBIERNOS NEOLIBERALES DEL PASADO Y LOS PROGRESISTAS ACTUALES


Los autores, profesores universitarios y periodistas de derecha y centro-izquierda subrayan la diferencia entre los gobiernos progresistas y los gobiernos neoliberales del pasado, sin reparar en que hay semejanzas estructurales políticas y económicas a gran escala. Un análisis más matizado y equilibrado requiere tener en cuenta las continuidades porque desempeñan un papel fundamental en el análisis de las limitaciones y los conflictos emergentes y la crisis que espera a los gobiernos progresistas. Además, estas limitaciones, fundadas en las continuidades, resaltan la importancia de los modelos de desarrollo alternativos propuestos por los movimientos sociales populares.

El modelo de exportación agro-mineral ha hecho gala de deficiencias estratégicas profundas en su propia estructura y rendimiento. El fomento de las exportaciones agro-minerales ha venido acompañado de la entrada a gran escala y largo plazo de capital extranjero, lo que a su vez determina la tasa de inversión, las fuentes de incorporación de maquinaria, tecnología y conocimiento, así como el control del procesamiento y la comercialización de materias primas.

Los «socios» multinacionales de los gobiernos progresistas han condicionado su participación sobre la base de (a) la desregulación en la protección del medio ambiente, (b) el cese del control de precios y la introducción de «precios internacionales» para la venta en el mercado interior y (c) la libertad para gestionar las ganancias del comercio interior y transferirlas al extranjero.

También controlan las decisiones relacionadas con la explotación de las reservas mineras. La expansión de la producción se rige por criterios multinacionales propios y no por las necesidades del país «anfitrión». En consecuencia, a pesar de la «renegociación» de contratos que los gobiernos progresistas celebran como «avance gigantesco» hacia la «nacionalización», la pérdida acumulativa de los ingresos y el reequilibrio de la economía son sustanciales. Si se observa más allá del entorno agro-minero, el impacto negativo para el desarrollo posterior es importante.

El muy limitado impacto que el modelo agro-minero ejerce sobre el conjunto de la economía ha desembocado en abril de 2012 en un conflicto concreto entre la empresa nominalmente española Repsol y el gobierno argentino de Cristina Fernández. La conducta de Repsol ilustra los escollos que presenta la colaboración con empresas extranjeras del sector extractivo. Repsol se negó a aumentar las inversiones aduciendo que la regulación local de los precios reducía sus márgenes de beneficio. En consecuencia, entre 2010 y 2011 la factura energética de Argentina se multiplicó por tres pasando de los 3.000 millones a los 9.000. Además, Repsol repatriaba sus beneficios, pagaba elevados dividendos a los accionistas del exterior y, por tanto, influía muy poco en la creación de industrias en el interior que supusieran aportaciones al proceso o refinerías para procesar el petróleo. La tentativa del fallecido presidente Kirchner de acrecentar las «propiedades nacionales» incorporando a un capitalista local (el grupo Peterson) no tuvo ningún impacto positivo, sino la mera consolidación del control de Repsol. Cuando Fernández se apropió de la mayoría de las acciones con el fin de establecer un control público e incrementar la producción local, la totalidad de los dirigentes de la Eurozona encabezada por el gobierno español y la prensa económica occidental lanzó una campaña furibunda, amenazó con litigar y auguró catástrofes económicas. El problema de «invitar» a multinacionales extranjeras a invertir es que resulta difícil retirarles la invitación. Una vez que entran en un país, al margen de lo defectuosa que sea su actuación, es difícil rectificar o corregir el perjuicio y pasar a un nuevo modelo de desarrollo centrado en lo público.

Todos los gobiernos progresistas, con la posible excepción de Venezuela, han firmado contratos de larga duración y a gran escala con multinacionales extranjeras importantes del sector extractivo. Aparte del incremento de las regalías, los acuerdos no difieren demasiado de los contratos firmados por los gobiernos neoliberales de derechas que les precedieron.

Evo Morales firmó un contrato de explotación a gran escala con Jindal, una multinacional india, para explotar la mina de hierro Mutún, importando prácticamente todas las aportaciones (maquinaria, transporte, etc.) y con un grado de «industrialización» muy limitada de la mena de hierro (en su mayoría, simples «pepitas» de hierro). La gran mayoría del gas y el petróleo de Bolivia la explotan «iniciativas conjuntas» del sector público y el multinacional y se envía al extranjero, lo que deja a más del 60 por ciento de los hogares rurales sin gas canalizado y significa que Bolivia tenga que importar casi todo su gasoil.

El Ecuador de Correa, otro presidente progresista destacado, firmó dos contratos importantes con grupos petroleros extranjeros en febrero de 2012, a pesar de la oposición de la mayoría de las organizaciones indígenas, entre ellas CONAI. En Ecuador, igual que en Bolivia, si bien las grandes empresas del sector petrolero y del gas plantean objeciones a una renegociación de contratos que supone incrementar del pago de regalías y una mayor presencia de autoridades públicas, conservan una posición privilegiada en decisiones fundamentales relacionadas con la gestión, la comercialización, la tecnología y la inversión. A pesar de que se afirme lo contrario, los dirigentes de los gobiernos progresistas y de las multinacionales no son muy diferentes de lo que se sabía que sucedía bajo gobiernos «neoliberales» anteriores. Además, tanto en Ecuador como en Bolivia, muchos de los «tecnócratas» y administradores que trabajaron con gobiernos neoliberales anteriores desempeñan un papel destacado en la dirección de las iniciativas mixtas.

Si bien los gobiernos progresistas han puesto en marcha programas contra la pobreza y han registrado algunos éxitos en la reducción de los niveles de pobreza, lo hacen como consecuencia del crecimiento de la economía, no a través de la redistribución de la riqueza. De hecho, los gobiernos progresistas no han implantado políticas redistributivas: la concentración de rentas y de tierras, con elevados niveles de desigualdad, continúa intacta. En realidad, la jerarquía de la estructura de clases no se ha alterado y, en la mayoría de los casos, se ha visto reforzada por la inclusión de nuevos candidatos a la clase media y alta. Entre ellos se encuentran muchos antiguos dirigentes y activistas de la clase media y trabajadora que han ingresado en el gobierno, así como «nuevos capitalistas» que se benefician de los contratos estatales del gobierno progresista.

El sistema financiero se ha mantenido intacto y ha prosperado bajo los gobiernos progresistas, sobre todo porque esos gobiernos endurecen las políticas fiscales, acumulan reservas extranjeras, controlan el gasto público y reducen la tasa de inflación. Los beneficios del sector financiero son especialmente elevados en Brasil, Uruguay, Perú, Bolivia y Ecuador. Brasil, concretamente, ha atraído grandes flujos de capital especulativo de Wall Street y la City londinense debido a sus elevados tipos de interés en relación con los de América del Norte y Europa.

Junto con la concentración de la propiedad en los sectores extractivo y financiero, los gobiernos progresistas no han introducido impuestos progresivos para reducir las diferencias de riqueza. La renta de las élites del sector agrario en Bolivia, Argentina, Uruguay, Brasil y Ecuador es varios cientos de veces más alta que la de la inmensa mayoría de los granjeros, campesinos y jornaleros dedicados a la agricultura de subsistencia. Muchos de estos últimos siguen sometidos a unas condiciones de vida y laborales atroces. En muchos casos, los gobiernos progresistas han hecho muy poco por fortalecer la normativa laboral y sanitaria en las gigantescas plantaciones agrarias mientras los trabajadores quedan expuestos a la fumigación de productos químicos tóxicos no regulados.

Si la configuración de la propiedad y la riqueza sigue relativamente inalterada desde el pasado neoliberal, los gobiernos progresistas han acentuado la tendencia a la especialización en la exportación. Con los gobiernos progresistas, las economías se han diversificado menos y dependen más de la exportación del sector agro-mineral y energético, y su crecimiento depende de la inversión extranjera a largo plazo y gran escala. Los ingresos del Estado y el crecimiento dependen más de la exportación de productos primarios.

Las políticas de libre mercado de los gobiernos progresistas exportadores de productos del sector agro-minero han estimulado el crecimiento de la actividad comercial a gran escala. El sector comercial está cada vez más influido por la entrada masiva de multinacionales de titularidad extranjera, como Wal-Mart, cuyos productos tienen origen en el exterior, lo que perjudica a los pequeños productores locales y a los minoristas.

La apreciación de la moneda ha afectado negativamente al sector manufacturero tradicional y a la industria del transporte, lo que ha supuesto una destrucción de empleo significativa, sobre todo, en el sector textil, del calzado y automovilístico de Brasil, Bolivia, Perú y Ecuador. Además, las medidas de apoyo para favorecer a los exportadores mayoristas del sector agro-mineral han venido acompañadas por una restricción del crédito a los pequeños empresarios locales, en especial a los abastecedores de mercados locales, que han recibido un duro golpe con la importación de bienes de consumo baratos (procedentes de Asia). Los agricultores que producen alimento para los mercados locales han visto reducido su impulso expansivo para ampliar la producción de cultivos de exportación como la soja.

En resumen, los gobiernos progresistas han mantenido un doble discurso de múltiples caras: una retórica antiimperialista, nacionalista y populista de consumo interno, al mismo tiempo que ponían en práctica una política de fomento y expansión del papel del capital extractivo extranjero en iniciativas conjuntas con el Estado y una creciente burguesía nacional nueva. Los gobiernos progresistas articulan una narración de socialismo y democracia participativa pero, en la práctica, desarrollan políticas que vinculan el desarrollo a la concentración y centralización del capital y el poder ejecutivo.

Los gobiernos progresistas predican una doctrina de justicia social y equidad y desarrollan una práctica de cooptación de dirigentes sociales y de clientelismo mediante los programas contra la pobreza para los sectores más depauperados de la sociedad.

Los gobiernos progresistas han combinado medidas de aumento de las rentas con cambios estructurales a gran escala que benefician al sector primario extractivo. La estabilidad del BP depende abiertamente del aumento de la demanda de materias primas, del elevado precio de los bienes y de la apertura de los mercados. Los gobiernos progresistas han logrado vincular a sectores sindicales y del movimiento campesino con el Estado y han socavado o debilitado a organizaciones de clase independientes y las han sustituido por estructuras corporativas tripartitas.

Los progresistas han conseguido «reformar» o sustituir las políticas caóticas, desreguladas, conflictivas y racistas de sus predecesores y han institucionalizado el «capitalismo normal». Han introducido reglas y procedimientos para favorecer la estabilidad institucional, la disciplina fiscal y el incremento de beneficios, pero desigual. En otras palabras: los «parámetros del neoliberalismo» se administran ahora de forma eficiente y se legitiman mediante un falso nacionalismo basado en una mayor autonomía política y diversificación mercantil. La toma de decisiones ejecutivas centralizadas basada en unos acuerdos que requieren que las multinacionales del sector extractivo inviertan y desarrollen las fuerzas productivas se legitima mediante un marco electoral y una coalición política entre muchas clases sociales.

Las políticas interior y exterior de los gobiernos progresistas extractivos reflejan dos experiencias contradictorias: sus orígenes radicales en las campañas para tomar el poder y la posterior adopción de una estrategia de exportación agro-mineral desarrollista, propugnada por tecnócratas neoliberales. La «síntesis» de estas dos experiencias aparentemente «contradictorias» encuentra expresión, por una parte, en la adopción de una posición política independiente y crítica hacia el militarismo y el intervencionismo imperialista y, por otra, en la colaboración económica con los agentes del imperialismo económico, a saber: la firma de contratos a gran escala y largo plazo con multinacionales del sector energético y agro-minero estadounidenses, europeas y canadienses. Dicho de otro modo: los gobiernos progresistas extractivos han «redefinido» o reducido el significado del imperialismo a sus estructuras y políticas estatales, y no a sus elementos económicos (las multinacionales) dedicados a la extracción de materias primas y la explotación de la mano de obra. Del mismo modo, redefinen el significado de «antiimperialismo» equiparándolo al de oposición a las intervenciones político-militares y a la «justa distribución» de los beneficios entre el gobierno y su «socio» multinacional. Esta redefinición permite a los gobiernos progresistas reclamar legitimidad popular sobre la base de la crítica regular a las políticas y prácticas del Estado imperial, mientras que la colaboración y los acuerdos con las multinacionales permiten a los gobiernos progresistas conservar los apoyos de los intereses empresariales del interior y el extranjero.

Cuando un gobierno progresista, como en el caso de la Argentina gobernada por Cristina Fernández, decide «nacionalizar» o, dicho con más precisión, obtener la mayoría de las acciones de Repsol, la multinacional petrolera de titularidad nominal española, toda la prensa económica, la Unión Europea y Washington denuncian la medida y amenazan con represalias. En otras palabras: el pacto tácito entre el bando progresista y los gobiernos imperiales consiste en que las diferencias políticas son tolerables, pero las medidas económicas nacionalistas no son aceptables. La renegociación de los contratos para aumentar los ingresos del Estado puede producir la suspensión temporal de nuevas inversiones, pero no una confrontación política. Sin embargo, la apropiación pública de una empresa extranjera del sector extractivo hace pensar en una hostilidad previsible y en represalias de los Estados imperiales. La suscripción por parte del gobierno progresista de Argentina a una medida de nacionalismo económico estuvo limitada, no obstante, a una empresa y un sector. El gobierno de Fernández no tenía y no tiene planes para expropiar en el futuro otras empresas del sector extractivo, ni la medida formó parte de una estrategia nacionalista general para avanzar hacia una mayor cuota de propiedad de titularidad pública. Más bien, la negativa de Repsol a aumentar las inversiones y la producción acrecentaba la dependencia de Argentina de la importación de petróleo, lo que estaba deteriorando su balanza de pagos y sus reservas de moneda extranjera. La negativa de Repsol a obedecer la agenda desarrollista de Argentina se basaba en la política de Fernández de mantener el precio del petróleo de consumo para el mercado interior por debajo del precio internacional. El descenso de la producción de Repsol era una forma de presionar al gobierno para que eliminara el control sobre los precios. De todos modos, el aumento del precio del petróleo tendría un impacto negativo sobre los consumidores industriales y locales, elevando los costes y reduciendo la competitividad de los exportadores y productores argentinos. En realidad, la intransigencia de Repsol amenazaba con debilitar el equilibrio de fuerzas social y político entre mano de obra y capital y entre exportadores del sector extractivo y consumidores populares, que sustenta la coalición mayoritaria del gobierno. En resumen, la medida tenía forma nacionalista pero contenido capitalista desarrollista.

Aún así, la medida ha polarizado la economía mundial entre el Occidente imperial y la izquierda latinoamericana, en la que los sátrapas latinoamericanos de siempre (Calderón, de México, y Santos, de Colombia) han apoyado a Repsol.


LAS DIVISIONES ENTRE LOS GOBIERNOS PROGRESISTAS Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES


Antes de acceder al poder mediante procesos electorales, los dirigentes progresistas mantuvieron lazos estrechos y apoyaron y participaron activamente con la «acción callejera» y la lucha de masas de los movimientos sociales. Esgrimieron las banderas del nacionalismo económico, la conservación del medio ambiente y el respeto a las reservas naturales de las comunidades indígenas, la igualdad social y la revisión de la deuda externa incluyendo el rechazo de las «deudas ilegales».

Los movimientos sociales desempeñaron un papel importante en la politización y la movilización de las clases trabajadora y campesina para elegir a los presidentes progresistas. Esa convergencia duró poco. Una vez en el poder, los gobiernos progresistas nombraron ministros económicos ortodoxos para que dirigieran la economía. Adoptaron la estrategia extractiva, abandonaron una economía nacionalista del sector público, concebida para diversificarse, y se pasaron a una «economía mixta» basada en empresas participadas con capital extranjero del sector extractivo. Primero, las comunidades indígenas de Perú, Ecuador y algunos sectores de Bolivia pasaron a la oposición aduciendo que no se tenían en cuenta sus intereses y que no se les consultaba. Luego, sectores de la clase trabajadora y el funcionariado se arrancaron a demandar salarios más altos y un incremento en el gasto público. Los pequeños campesinos y productores reclamaron estímulos económicos para las explotaciones familiares y las industrias locales, en lugar de subsidios para las multinacionales agro-minerales, ortodoxia fiscal y estrategias de explotación basadas en la reducción de los costes laborales y el abandono del mercado interior.

Los campesinos radicales sindicados y los dirigentes indígenas de los movimientos sociales pusieron en duda la estrategia extractiva agro-mineral en su conjunto, la distribución y la administración de ingresos y gastos del Estado. Reafirmaron su apoyo a un programa social defendiendo la reforma agraria, incluida la expropiación de grandes plantaciones y la redistribución de tierras a campesinos desposeídos.

Los dirigentes laborales reclamaban una política industrial que procesara «materias primas» con el fin de crear puestos de trabajo en el sector manufacturero. Algunos sindicalistas reclamaron la nacionalización de bancos e industrias estratégicas. Sin embargo, a pesar de algunas protestas importantes, la gran masa de seguidores de los movimientos sociales y la mayoría de sus líderes abandonaron muy pronto el rechazo radical del modelo extractivo y empezaron a reclamar una parte mayor de los ingresos. Los gobiernos progresistas atrajeron a la gran masa de los dirigentes sociales a mesas de conciliación tripartitas para negociar y garantizar cambios progresivos. Los gobiernos progresistas resaltaron su oposición al «neoliberalismo». Lo redefinieron para calificarlo de capitalismo no regulado y basado en regalías bajas y financiación insuficiente de programas sociales. Los gobiernos progresistas consiguieron dividir a los movimientos sociales entre opositores radicales «utópicos» y reformistas progresistas. En época de luchas sociales, los gobiernos progresistas aludían a una «alianza de izquierda y derecha» y acusaban a quienes les criticaban de actuar en nombre del imperialismo, ignorando que ellos mismos colaboraban con multinacionales con fundamento imperial. Los llamamientos presidenciales, un discurso populista nacionalista y el incremento de los ingresos con los que se financiaba el creciente gasto social debilitó a la oposición de izquierda. Los aumentos moderados pero sostenidos de los programas contra la pobreza y el salario mínimo neutralizaron los llamamientos de los dirigentes radicales de los movimientos sociales. A pesar de la ruptura de los gobiernos progresistas con sus «raíces igualitarias radicales», fueron sobradamente capaces de obtener apoyo electoral masivo basándose en el crecimiento dinámico general de la economía y el crecimiento sostenido de la renta. Ambos fueron apuntalados durante largos periodos por un precio elevado de las mercancías.

Los presidentes extractivistas populares ganaron elecciones una y otra vez por mayorías sustanciales y fueron capaces de movilizar a sectores de los movimientos sociales moderados para que contrarrestaran los movimientos sociales contrarios al extractivismo. El elevado precio de las mercancías y las múltiples oportunidades para la explotación de recursos atrajo a inversores extranjeros, a pesar del cada vez más elevado precio de las regalías. Los inversores extranjeros se sintieron atraídos por la estabilidad social que garantizaban los gobiernos progresistas, a diferencia de la inestabilidad de los gobiernos neoliberales anteriores. Los gobiernos progresistas han prosperado a base de lazos económicos con las multinacionales y de una alianza electoral con las clases bajas.


ESTUDIO DE CASOS DEL CAPITALISMO EXTRACTIVO Y EL BANDO PROGRESISTA


Aunque los siete gobiernos del «bando progresista» comparten una estrategia común de desarrollo basada en la exportación de bienes primarios, hay diferencias significativas en el grado de diversificación de sus economías, en la naturaleza y características de los bienes que exportan, en la intensidad de la polarización y cohesión sociales y en la envergadura y el alcance de la oposición. En consonancia con estas diferencias, también hay diferencias sustanciales en el grado de sostenibilidad del «modelo progresista y extractivo», o en la medida en que pueden verse sometidos a contestación o regresión.

En el bando progresista se pueden realizar distinciones siguiendo muchos criterios: entre los gobiernos basados en dirigentes carismáticos y que tienen una dependencia extrema de la exportación de bienes primarios (Bolivia, Perú, Ecuador y Venezuela) y quienes cuentan con sectores industriales y una dirección política más «institucionalizada» (Brasil, Argentina y Uruguay). También hay diferencias significativas en el grado de conflictos de clase y étnicos: Perú, Bolivia y Ecuador atraviesan por una etapa de resistencia generalizada importante por parte de las comunidades indígenas relevantes, mientras que en Brasil, Argentina y Uruguay, donde la población indígena es escasa, solo hay oposición aislada. En términos de lucha de clases, Bolivia ha vivido una generalización de las protestas por asuntos relacionados con la sanidad, la educación, la minería y los obreros fabriles. Venezuela ha tenido que hacer frente a cierres patronales y boicots organizados por la élite económica («lucha de clases desde arriba»). Ecuador encontró protestas generalizadas por parte de la policía. Casi todos los demás países (Brasil, Argentina y Uruguay) padecieron huelgas limitadas, en buena medida, por cuestiones salariales. Con la excepción de Bolivia, las principales confederaciones sindicales trabajan estrechamente y colaboran con los gobiernos progresistas; en cambio, los movimientos campesinos y de trabajadores rurales de Brasil, Ecuador y Perú han conservado mayor grado de independencia y militancia, sobre todo porque han sido los más perjudicados por las estrategias de exportación agro-mineral. En Venezuela y Brasil, los ejércitos privados de los terratenientes han desempeñado un papel fundamental en la lucha relativamente impune contra los beneficiarios de la reforma agraria.

La degradación medioambiental y más persistente se ha producido en Brasil, donde durante la década de gobierno del Partido de los Trabajadores se han «desbrozado» millones de hectáreas de bosque tropical. La explotación agrícola mediante productos químicos es contundente en la mayor parte de los países, en especial en Brasil, Argentina y Uruguay, donde la soja se ha convertido en el cultivo de producción preponderante. Todos los principales exportadores agro-industriales (Brasil, Argentina y Uruguay) recurren a productos químicos tóxicos y semillas transgénicas que desencadenan infinidad de casos de perjuicios nocivos para los indígenas y sus hábitats naturales. La cuestión de la toxicidad y la degradación del medio ambiente derivada de las gigantescas empresas mineras y madereras está bien documentada en Perú, Ecuador y Uruguay. En general, cuanto más numerosa es la población urbana y cuanto más dispersas están las comunidades rurales afectadas negativamente, menor es la protesta ecológica y la probabilidad de que las ONG ecologistas desempeñen un papel importante en la protesta.

Como las industrias del sector extractivo están en las afueras de los principales núcleos urbanos; como la mayoría de las confederaciones sindicales colaboran con los gobiernos progresistas y consiguen incrementos salariales progresivos; y como la economía en general ha estado creciendo y el desempleo ha disminuido, los desequilibrios macroeconómicos, la dependencia de los bienes y las vulnerabilidades estructurales conexas no se han traducido en confrontaciones importantes entre capital y mano de obra. Los conflictos más discutidos que se han producido se han dado entre las élites neoliberales ortodoxas respaldadas por Estados Unidos y las potencias europeas y los gobiernos progresistas. Nos vienen a la memoria varios ejemplos.

El 12 de abril de 2001 y entre los meses de diciembre de 2002 y febrero de 2003, la clase capitalista venezolana apoyada por Estados Unidos y España organizó un golpe de estado fallido que fue contenido y un cierre patronal en el sector petrolero que fue derrotado. En el año 2011, un levantamiento encabezado por la policía de Ecuador y un golpe de estado abortado en Bolivia fueron desbaratados con éxito antes de que adquirieran empuje. En el año 2008, una protesta agraria empresarial a gran escala en Argentina paralizó el sector de exportaciones agrarias que se movilizaba contra una tasa impuesta a la exportación y acabó con concesiones del gobierno.

En buena medida, estas «luchas de clases desde arriba» operaron a favor de los gobiernos progresistas porque les permitió plantear la cuestión de forma unificada como si se tratara de una lucha entre un gobierno democrático popular y una oligarquía autoritaria y retrógrada. En consecuencia, los gobiernos progresistas consiguieron neutralizar, al menos temporalmente, las críticas internas procedentes de la izquierda. La derrota de «la derecha» pulió las credenciales del bando progresista y elevó su popularidad.

Aunque el apoyo popular era importante para el sostenimiento de los gobiernos progresistas frente a las campañas de desestabilización más derechistas respaldadas por Estados Unidos y la Unión Europea, tuvo igual o mayor importancia el respaldo del ejército, de algunos sectores de la élite empresarial y de los capitalistas del sector extractivo. Los progresistas, adoptando «políticas moderadas» (entre las que se encontraban los subsidios empresariales y una generosa subida de sueldos al ejército) consiguieron dividir a la élite, conservar el apoyo del ejército y aislar a la oposición de derechas. La derecha ha seguido siendo marginal desde el punto de vista electoral y ha supuesto un límite muy estrecho para la capacidad de injerencia e influencia de Estados Unidos y la Unión Europea sobre el programa progresista.

El grado de «progresismo» en el seno del bando capitalista extractivo progresista varía de manera muy importante.

El gobierno de Chávez ha presentado un programa antiimperialista y socialista que supone el rechazo de los golpes de estado, las guerras y el bloqueo de Estados independientes por parte de Estados Unidos: ha apoyado la re-renacionalización del petróleo, el aluminio y otras materias primas, la minería y las fuentes de energía. Su reforma agraria generalizada, que ha beneficiado a 300.000 familias, tiene por objetivo la autosuficiencia alimentaria. La salud pública y la educación superior universal y gratuita, el subsidio de los precios de alimentos básicos a través de supermercados de propiedad pública y la vivienda pública de bajo coste y a gran escala para los pobres, junto con las campañas de alfabetización y la formación de miles de consejos de barrio para arbitrar y resolver asuntos locales han profundizado y ampliado el proceso de socialización.

A menor escala, Bolivia, Ecuador y Argentina han desarrollado políticas exteriores independientes. Sus nacionalizaciones parciales y selectivas están pensadas para incrementar los ingresos, más que producirse en el marco de una estrategia de transformación a gran escala y largo plazo. No han seguido los pasos de Chávez sobre la reforma agraria y un mayor refuerzo del gasto social en salud, vivienda y educación superior. Presentan como «reforma de las tierras» la gestión de tierras lejanas, públicas y de dudosa calidad. Han sido defensores de los cambios progresivos en lo relacionado con los salarios y prestaciones sociales para hacerlos acordes con el aumento de los ingresos derivados de la exportación de bienes y en sintonía con la tasa de inflación; Bolivia y Ecuador han desalojado a ocupantes de tierras y defendido a los principales titulares de terrenos del sector agrario. Los gobiernos menos «reformistas» y con las credenciales «progresistas» más dudosas son los de Brasil, Uruguay y Perú (bajo el gobierno de Humala), que han adoptado un programa de libre mercado; fomentan activamente la gran afluencia de inversiones extranjeras no reguladas, rebajan la categoría de millones de hectáreas de bosques tropicales (en especial, Brasil), promueven el sector agrario empresarial y se oponen a la reforma agraria en todas sus modalidades y han recurrido a la dispersión de campesinos y personas sin tierra a las ciudades grandes y pequeñas, donde ejercen de reserva de mano de obra para el capital o se suman al sector informal mal remunerado. Estos gobiernos progresistas «moderados» han firmado acuerdos militares con Estados Unidos y adoptan un perfil bajo de oposición a las medidas imperiales estadounidenses en Oriente Próximo. Su «progresismo» se ve en el apoyo que prestan a la integración regional, en su oposición a la hegemonía estadounidense en el continente (oponiéndose al golpe de estado de Estados Unidos en Honduras, al bloqueo de Cuba y a las injerencias en Venezuela) y en la diversificación de los mercados exteriores. Brasil encabeza la marcha en la asistencia a los especuladores de Wall Street y en el gasto público contra la pobreza con unas cestas de alimentos básicas. La reducción de la pobreza queda igualada por el espectacular aumento del número de millonarios vinculados a los sectores financiero y de la exportación de productos agro-minerales. Los progresistas «moderados» tienen el historial más imponente (y bien documentado) de degradación medioambiental en curso. En Perú, Humala ha dado luz verde a una explotación minera que amenaza al medio de vida de millares de campesinos y empresarios locales de Cajamarca; los presidentes Lula da Silva y Dilma Rouseff, del Partido de los Trabajadores, han fomentado en una década la destrucción de millones de hectáreas de bosque tropical amazónico y el desplazamiento de montones de comunidades indígenas. En Uruguay, los presidentes Tabaré Vazquez y Mújica, del Frente Amplio, favorecieron que la fábrica de celulosa Botina, muy tóxica, contaminara el río Paraná a pesar de las protestas masivas.

En resumen, es difícil generalizar acerca de la actuación del bando progresista, dadas las divergencias de política social y económica. Pero se puede esbozar una especie de «tarjeta resumen».

Todos los gobiernos han reducido los niveles de pobreza e incrementado la dependencia con respecto a las exportaciones e inversiones del sector agro-mineral. Todas han firmado y/o renegociado contratos con multinacionales del sector extractivo; muy pocos han diversificado su economía. Los que cuentan con un tejido industrial relevante (Argentina, Brasil y Perú) han sufrido un declive importante en su sector manufacturero debido a la apreciación de las monedas y la pérdida de competitividad derivada de la subida de los precios de los bienes de exportación. Los acuerdos de aumento progresivo de salarios han desembocado en un menor nivel de conflicto social en las ciudades (con la excepción de Bolivia), pero el desplazamiento de campesinos y la degradación han intensificado conflictos en el interior entre las comunidades rurales y las multinacionales, lo que ha dado lugar a represión del Estado (Perú).

El impacto social de los gobiernos progresistas tiene un abanico de variaciones muy amplio, donde Venezuela registra los cambios estructurales de mayor alcance y el resto carece de visión o proyección a largo plazo para redistribuir la riqueza, las rentas o la tierra. Su apoyo común a la integración regional va aparejado de divergencias importantes en el acomodo a la política militar estadounidense. Venezuela, Ecuador y Bolivia, miembros del ALBA, rechazan los tratados militares, mientras que Brasil, Uruguay y Perú han firmado acuerdos militares con el Pentágono.

El rendimiento económico general es desigual. La economía de Brasil, en especial su sector manufacturero, se está estancando en un crecimiento cero o negativo en los años 2011 y 2012; Venezuela se está recuperando pero con una tasa de inflación del 20 por ciento, mientras que el resto del BP está experimentando un crecimiento sostenido pero una creciente dependencia de la exportación de bienes al mercado asiático (China).

Las alternativas a las economías extractivas vigentes varían enormemente. En Venezuela, el gobierno ha convertido la diversificación en una alta prioridad; los gobiernos brasileño y argentino están adoptando medidas proteccionistas para fomentar la industria con un éxito limitado, sobre todo porque sus políticas vienen contrarrestadas por la expansión real de la extensión de tierras dedicada a la producción de soja y bienes de exportación. Uruguay, Perú, Ecuador y Bolivia hablan de diversificación, pero han evitado tomar medidas para pasarse a la producción de alimentos y la agricultura familiar y todavía tienen que adoptar medidas concretas para estimular la industria local mediante una política de industrialización con financiación pública.
James Petras es Doctor en Filosofía, fue miembro del Tribunal Russel sobre la represión en América Latina; director del Instituto de Estudios Mediterráneos de Atenas y director del Proyecto de Estudio del Desarrollo Latinoamericano en el Instituto de Administración Pública de la Universidad de Pennsylvania. Actualmente es profesor en la Universidad del Estado de Nueva York