Traducido por el equipo de SOTT.net en español
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Cuando era pequeño, mi padre hacía experimentos en casa. Cuando soplas por la parte superior de una botella de vino, ¿cuántos modos de vibración hay? ¿Cómo se consiguen las notas más altas?

En otra ocasión, la cuestión investigada podría ser el "ángulo de reposo" de un montón de arena, como en un reloj de arena. ¿Depende del tamaño de las partículas? ¿De su forma? ¿Determinan estos factores la velocidad a la que se vacía un reloj de arena?

Mi favorita fue la pregunta de qué técnica vaciará más rápido una jarra de agua. ¿Debería simplemente ponerla boca abajo y dejar que el aire entre (como debe ser, para reemplazar el agua) de esa manera vacilante, glug-glug-glug, o mantenerla en un ángulo más suave para que el vertido sea ininterrumpido? Respuesta: ponga la jarra boca abajo y hágala girar enérgicamente para crear un efecto de remolino. Esto crea un espacio hueco en el centro del flujo, donde el aire es libre de entrar. La jarra se vaciará muy rápidamente.

Mi padre se hizo famoso por estos experimentos de "física de cocina" después de incluir tareas basadas en ellos en un libro de texto que escribió, publicado en 1968 y amado por generaciones de estudiantes de física: Waves (Berkeley Physics Course, Vol. 3).Mi hermana y yo, de dos y cinco años, recibimos el agradecimiento por haber entregado nuestros slinkies a la causa.


Persiguió estas investigaciones, no simplemente como un ejercicio pedagógico, sino para satisfacer su propia curiosidad. Y sacó tiempo para ello incluso cuando trabajaba en la frontera de la física de partículas, en el laboratorio de Louis Álvarez en el Lawrence Berkeley Laboratory. Esto fue bastante temprano en la transición de la práctica de la ciencia a la "gran ciencia".

Álvarez ganó el Premio Nobel en 1968 por su invención y uso de la cámara de burbujas, un instrumento para detectar la desintegración de partículas. Era un aparato que cabía cómodamente en una mesa. Hoy en día se puede construir una usted mismo, si lo desea. Pero en las décadas siguientes los aceleradores de partículas se convirtieron en enormes instalaciones (CERN, SLAC) que requerían el tipo de propiedad inmobiliaria que sólo los gobiernos y las grandes instituciones, de hecho los consorcios de instituciones, pueden asegurar. Los artículos científicos pasaron a tener, no un puñado de autores, sino cientos. Los científicos se convirtieron en científicos-burócratas: actores institucionales expertos en la obtención de subvenciones gubernamentales, la gestión de plantillas extensas y la construcción de imperios de investigación.

Inevitablemente, un entorno así seleccionaba ciertos tipos humanos, los que encontrarían atractiva esa vida. Se requería una buena dosis de arribismo y talento político. Tales cualidades son ortogonales, digamos, a la verdad-motivo subyacente de la ciencia.

Puede imaginarse el atractivo de volver a lo básico para alguien que se sintió atraído por una carrera científica cuando la perspectiva tenía una escala más íntima. La física de cocina consiste en el puro refrescar intelectual de preguntarse sobre algo que se observa en el mundo con las propias facultades sin ayuda, y luego investigarlo. Esta es la imagen básica que tenemos de lo que es la ciencia, inmortalizada en la anécdota de Galileo subiendo a la torre inclinada de Pisa y dejando caer varios objetos para ver a qué velocidad caen.

La ciencia como autoridad

En 1633, Galileo fue llevado ante la Inquisición por su demostración de que la Tierra no es fija, sino que gira alrededor del Sol. Esto supuso un problema, obviamente, porque las autoridades eclesiásticas creían que su legitimidad se basaba en la pretensión de tener un conocimiento adecuado de la realidad, como así fue. Galileo no tenía interés en ser un mártir y se retractó para salvar su pellejo. Pero en la tradición de la Ilustración, se dice que murmuró en voz baja: "¡pero sí se mueve!"

Esta anécdota ocupa un lugar destacado en la historia que contamos sobre lo que significa ser moderno. Por un lado, la ciencia con su devoción por la verdad. Por otro lado, la autoridad, ya sea eclesiástica o política. En esta historia, la "ciencia" representa una libertad de la mente que está intrínsecamente en desacuerdo con la idea de autoridad.

La pandemia ha puesto de manifiesto una disonancia entre nuestra imagen idealizada de la ciencia, por un lado, y el trabajo que la "ciencia" está llamada a realizar en nuestra sociedad, por otro. Creo que la disonancia puede deberse a este desajuste entre la ciencia como actividad de la mente solitaria y la realidad institucional de la misma. La gran ciencia es fundamentalmente social en su práctica, y esto conlleva ciertas implicaciones.

En la práctica, la "ciencia politizada" es la única que existe (o, mejor dicho, la única de la que se oye hablar). Pero es precisamente la imagen apolítica de la ciencia, como árbitro desinteresado de la realidad, lo que la convierte en un instrumento tan poderoso de la política. Esta contradicción ha salido a la luz. Las tendencias "anticientíficas" del populismo son en gran medida una respuesta a la brecha que se ha abierto entre la práctica de la ciencia y el ideal que sustenta su autoridad. Como forma de generar conocimiento, la ciencia tiene el orgullo de ser falsable (a diferencia de la religión).

Sin embargo, ¿qué clase de autoridad sería la que insiste en que su propia comprensión de la realidad es meramente provisional? Es de suponer que el objetivo de la autoridad es explicar la realidad y proporcionar certidumbre en un mundo incierto, en aras de la coordinación social, incluso al precio de la simplificación. Para cumplir con el papel que se le asigna, la ciencia debe convertirse en algo más parecido a la religión.

El coro de quejas sobre el declive de la "fe en la ciencia" expone el problema casi con demasiada franqueza. Los más reprobados entre nosotros son los escépticos del clima, a no ser que se trate de los negadores de Covid, a los que se acusa de no obedecer a la ciencia. Si todo esto tiene un sonido medieval, debería hacernos reflexionar.

Vivimos en un régimen mixto, un híbrido inestable de formas democráticas y tecnocráticas de autoridad. Hay que hacer que la ciencia y la opinión popular hablen con una sola voz, en la medida de lo posible, o hay conflicto. Según el relato oficial, intentamos armonizar el conocimiento científico y la opinión a través de la educación. Pero en realidad, la ciencia es difícil, y hay mucho de eso. Tenemos que aceptarla sobre todo por fe. Eso vale para la mayoría de los periodistas y profesores, así como para los fontaneros. La labor de conciliación entre la ciencia y la opinión pública se lleva a cabo, no mediante la educación, sino a través de una especie de demagogia distribuida, o cientifismo. Estamos aprendiendo que ésta no es una solución estable al perenne problema de la autoridad que toda sociedad debe resolver.

La frase "follow the science" suena falsa. Esto se debe a que la ciencia no se dirige a ninguna parte. Puede iluminar varias líneas de acción, cuantificando los riesgos y especificando las compensaciones. Pero no puede tomar las decisiones necesarias por nosotros. Al pretender lo contrario, los responsables de la toma de decisiones pueden evitar asumir la responsabilidad de las decisiones que toman en nuestro nombre.

Cada vez más, la ciencia se ve obligada a actuar como autoridad. Se invoca para legitimar la transferencia de soberanía de los organismos democráticos a los tecnocráticos, y como dispositivo para aislar tales movimientos del ámbito de la contienda política.

En el último año, un público temeroso ha aceptado una extraordinaria ampliación de la jurisdicción de los expertos en todos los ámbitos de la vida. Se ha puesto de manifiesto un modelo de "gobierno por emergencia", en el que la resistencia a estas incursiones se califica de "anticiencia".

Pero la cuestión de la legitimidad política que se cierne sobre el gobierno de los expertos no es probable que desaparezca. En todo caso, se combatirá más ferozmente en los próximos años, cuando los dirigentes de los órganos de gobierno invoquen una emergencia climática que, según se dice, exige una transformación total de la sociedad.

Necesitamos saber cómo hemos llegado hasta aquí.

En The Revolt of the Public, el exanalista de inteligencia Martin Gurri rastrea las raíces de una "política de negación" que ha envuelto a las sociedades occidentales, ligada a un colapso generalizado de la autoridad en todos los ámbitos: política, periodismo, finanzas, religión, ciencia. Él echa la culpa a Internet. La autoridad siempre se ha situado en estructuras jerárquicas de conocimientos, protegidas por la acreditación y el largo aprendizaje, cuyos miembros desarrollan un "odio reflexivo hacia el intruso amateur".

Para que la autoridad sea realmente autorizada, debe reclamar un monopolio epistémico de algún tipo, ya sea del conocimiento sacerdotal o científico. En el siglo XX, especialmente tras los espectaculares éxitos del Proyecto Manhattan y el alunizaje del Apolo, se desarrolló una espiral en la que el público llegó a esperar milagros de la pericia técnica (se creía que los coches voladores y las colonias lunares eran inminentes). De forma recíproca, el fomento de las expectativas de utilidad social se ha normalizado en los procesos de búsqueda de subvenciones y de competencia institucional que ahora son inseparables de la práctica científica.

El sistema era sostenible, aunque de forma incómoda, siempre que los inevitables fallos pudieran mantenerse fuera de escena. Esto requería un sólido control, de modo que la evaluación del rendimiento institucional fuera un asunto interno de la élite [la "blue-ribbon commission" (grupo de personas excepcionales designadas para investigar, estudiar o analizar una cuestión determinada; la revisión por pares)], permitiendo el desarrollo de "pactos informales de protección mutua", como dice Gurri. El Internet, y los medios de comunicación social que difunden con deleite los casos de fracaso, han hecho imposible ese control. Este es el núcleo del argumento, muy parsimonioso y esclarecedor, con el que Gurri explica la rebelión del público.

En los últimos años, una crisis de replicación en la ciencia ha hecho desaparecer un número preocupante de los hallazgos que antes se consideraban sólidos en muchos campos. Esto ha incluido hallazgos que se encuentran en la base de programas de investigación enteros e imperios científicos, ahora desmoronados. Las razones de estos fracasos son fascinantes, y permiten vislumbrar el elemento humano de la práctica científica.

Henry H. Bauer, profesor de química y exdecano de artes y ciencias de Virginia Tech, publicó en 2004 un artículo en el que se proponía describir cómo se hace realmente la ciencia en el siglo XXI: es, según él, fundamentalmente corporativa (en el sentido de ser colectiva).
"Queda por apreciar que la ciencia del siglo XXI es una cosa diferente a la "ciencia moderna" de los siglos XVII al XX...."
Ahora, la ciencia se organiza principalmente en torno a "monopolios del conocimiento" que excluyen las opiniones disidentes. No lo hacen como una cuestión de fracasos puntuales de apertura mental por parte de individuos celosos de su territorio, sino de forma sistémica.

El importantísimo proceso de revisión por pares depende del desinterés, así como de la competencia.
"Sin embargo, desde aproximadamente mediados del siglo XX, los costes de la investigación y la necesidad de contar con equipos de especialistas que cooperen han hecho que sea cada vez más difícil encontrar revisores que estén directamente informados y también desinteresados; las personas verdaderamente informadas son efectivamente colegas o competidores."
Bauer escribe que:
"Los revisores expertos tienden a sofocar la creatividad y la innovación genuina en lugar de fomentarlas. La financiación y la toma de decisiones centralizadas hacen que la ciencia sea más burocrática y menos una actividad de buscadores de la verdad independientes y motivados". En las universidades, "la medida de los logros científicos se convierte en la cantidad de "apoyo a la investigación" aportada, no en la producción de conocimiento útil".
(Las administraciones de las universidades retiran un 50% estándar de la parte superior de cualquier subvención para cubrir los "costes indirectos" de apoyo a la investigación).

Dados los recursos necesarios para llevar a cabo la gran ciencia, esta tiene que servir a algún patrón institucional, ya sea comercial o gubernamental. En los últimos 12 meses hemos visto a la industria farmacéutica y su capacidad subyacente de realización científica en su mejor momento. El desarrollo de las vacunas de ARNm representa un avance de verdaderas consecuencias. Esto ha ocurrido en laboratorios comerciales que se vieron temporalmente liberados de la necesidad de impresionar a los mercados financieros o de avivar la demanda de los consumidores mediante grandes infusiones de apoyo gubernamental. Esto debería hacer reflexionar al reflejo político de demonizar a las empresas farmacéuticas que prevalece tanto en la izquierda como en la derecha.

Pero no se puede suponer que "el resultado final" ejerza una función disciplinaria sobre la investigación científica que la alinee automáticamente con el motivo de la verdad. Es notorio que las empresas farmacéuticas han pagado a gran escala a los médicos para que elogien, recomienden y prescriban sus productos, y han reclutado a investigadores para que pongan sus nombres en artículos escritos por las empresas que luego se publican en revistas científicas y profesionales. Y lo que es peor, los ensayos clínicos en cuyos resultados se basan las agencias federales para decidir si aprueban los medicamentos como seguros y eficaces suelen ser realizados o encargados por las propias empresas farmacéuticas.

La grandeza de la gran ciencia -tanto la forma corporativa de la actividad como su necesidad de grandes recursos generados de otra manera que no sea por la propia ciencia- sitúa a la ciencia directamente en el mundo de las preocupaciones extracientíficas. Incluyendo las preocupaciones asumidas por los grupos de presión políticos. Si la preocupación tiene un alto perfil, cualquier disidencia del consenso oficial puede ser peligrosa para la carrera de un investigador.

Las encuestas de opinión pública suelen indicar que lo que "todo el mundo sabe" sobre algún asunto científico, y su relación con los intereses públicos, será idéntico a la opinión bien institucionalizada. Esto no es sorprendente, dado el papel que desempeñan los medios de comunicación en la creación de consenso. Los periodistas, que rara vez son competentes para evaluar críticamente las declaraciones científicas, cooperan en la propagación de los pronunciamientos de los "cárteles de investigación" autoprotegidos como ciencia.

El concepto de Bauer de un cártel de investigación, salió a la luz pública en un episodio que ocurrió cinco años después de la aparición de su artículo. En 2009, alguien pirateó los correos electrónicos de la Unidad de Investigación del Clima de la Universidad de East Anglia, en Gran Bretaña, y los hizo públicos, lo que provocó el escándalo del "climategate", en el que se reveló que los científicos que ocupaban la cima de la burocracia climática ponían trabas a las solicitudes de sus datos por parte de terceros. Esto ocurrió en un momento en el que muchos campos, en respuesta a sus propias crisis de replicación, estaban adoptando la compartición de datos como norma en sus comunidades de investigación, así como otras prácticas como la comunicación de resultados nulos y el registro previo de hipótesis en foros compartidos.

El cártel de la investigación climática apostó su autoridad por el proceso de revisión por pares de las revistas consideradas legítimas, al que no se habían sometido los desafiantes entrometidos. Pero, como señala Gurri en su tratamiento del climagate:
"Dado que el grupo controlaba en gran medida la revisión por pares para su campo, y un tema que consumía los correos electrónicos era cómo mantener las voces disidentes fuera de las revistas y los medios de comunicación, la afirmación se basaba en una lógica circular".
Uno puede estar plenamente convencido de la realidad y de las nefastas consecuencias del cambio climático y, al mismo tiempo, permitirse cierta curiosidad por las presiones políticas que afectan a la ciencia, espero. Trate de imaginar el escenario más amplio cuando se convoca la IPPC (International Plant Protection Convention). Las poderosas organizaciones están dotadas de personal, con resoluciones preparadas, estrategias de comunicación en marcha, "socios globales" corporativos asegurados, grupos de trabajo interinstitucionales a la espera y canales diplomáticos abiertos, a la espera de recibir la buena palabra de un grupo de científicos convocados que trabajan en comité.

Este no es un escenario propicio para las reservas, las salvedades o las segundas intenciones. La función del organismo es elaborar un producto: la legitimidad política.

La tercera pata: el moralismo

El escándalo del climagate supuso un golpe para el IPPC y, por tanto, para los centros de poder en red a los que sirve de asentamiento científico. Esto quizá haya provocado una mayor receptividad en esos centros para la llegada de una figura como Greta Thunberg, que intensifica la urgencia moral de la causa ("¡Cómo te atreves!"), dándole un impresionante rostro humano que puede galvanizar la energía de las masas. Destaca tanto por sus conocimientos como por ser una niña, incluso más joven y de aspecto más frágil que su edad, y por tanto una víctima-sabio ideal.

Parece haber un patrón, no limitado a la ciencia-política del clima, en el que la energía de masas galvanizada por las celebridades (que siempre hablan con certeza) fortalece la mano de los activistas para organizar campañas en las que se dice que cualquier institución de investigación que no disciplina a un investigador disidente está sirviendo como canal de "desinformación". La institución se ve sometida a una especie de administración judicial moral, para ser levantada cuando los responsables de la institución denuncien al investigador infractor y se distancien de sus conclusiones. A continuación, tratan de reparar el daño afirmando los fines de los activistas en términos que superan las afirmaciones de las instituciones rivales.

Cuando esto se repite en diferentes áreas del pensamiento del establishment, especialmente las que tocan los tabúes ideológicos, sigue una lógica de escalada que restringe los tipos de indagación que son aceptables para la investigación apoyada por las instituciones, y los desplaza en la dirección dictada por los lobbies políticos.

No hace falta decir que todo esto tiene lugar lejos del campo de la argumentación científica, pero el drama se presenta como una cuestión de restauración de la integridad científica. En la era de Internet, en la que los flujos de información son relativamente abiertos, un cártel de expertos sólo puede mantenerse si forma parte de un cuerpo más amplio de opiniones e intereses organizados que, juntos, son capaces de dirigir una especie de raqueta de protección moral-epistémica. Recíprocamente, los grupos de presión políticos dependen de los organismos científicos que están dispuestos a desempeñar su papel.

Esto podría verse como parte de un cambio más amplio dentro de las instituciones, de una cultura de la persuasión a otra en la que los decretos morales coercitivos emanan de algún lugar de arriba, difícil de localizar con precisión, pero transmitidos en el estilo ético de los HR (Recursos humanos,RRHH). Debilitadas por la difusión incontrolada de información y la consiguiente fractura de la autoridad, las instituciones que ratifican determinadas imágenes de lo que ocurre en el mundo no deben limitarse a afirmar el monopolio del conocimiento, sino que deben imponer una moratoria a la formulación de preguntas y a la observación de patrones.

Los cárteles de la investigación movilizan las energías de denuncia de los activistas políticos para que se produzcan interferencias y, recíprocamente, las prioridades de las organizaciones no gubernamentales (NGO) y fundaciones activistas miden el flujo de financiación y apoyo político a los organismos de investigación, en un círculo de apoyo mutuo.

Uno de los rasgos más sorprendentes de la actualidad, para cualquiera que esté atento a la política, es que cada vez se gobierna más mediante el dispositivo de pánicos que dan toda la impresión de haber sido concebidos para generar la aquiescencia de un público que se ha vuelto escéptico con respecto a las instituciones construidas sobre la base de afirmaciones de experiencia. Y esto ocurre en muchos ámbitos. Los desafíos políticos de los forasteros, presentados con hechos y argumentos, que ofrecen una imagen de lo que ocurre en el mundo que compite con la que prevalece, no reciben la misma respuesta, sino más bien una denuncia. De este modo, las amenazas epistémicas a la autoridad institucional se convierten en conflictos morales entre gente buena y gente mala.

Es necesario explicar el contenido moral exacerbado de los pronunciamientos que son ostensiblemente técnico-expertos. He sugerido que hay dos fuentes rivales de legitimidad política, la ciencia y la opinión popular, que se reconcilian imperfectamente a través de una especie de demagogia distribuida, que podemos llamar cientificismo. Esta demagogia está distribuida en el sentido de que los centros de poder interconectados se apoyan en ella para sostenerse mutuamente.

Pero a medida que este acuerdo ha empezado a tambalearse, con la opinión popular desligada de la autoridad de los expertos y nuevamente asertiva contra ella, se ha añadido una tercera pata a la estructura en un esfuerzo por estabilizarla: el esplendor moral de la Víctima. Apoyar a la víctima, como parecen hacer ahora todas las instituciones importantes, es detener la crítica. Esa es la esperanza, en todo caso.

En el inolvidable verano de 2020, la energía moral del antirracismo se unió a la autoridad científica de la salud pública, y viceversa. Así, la "supremacía blanca" era una emergencia de salud pública, lo suficientemente urgente como para dictar la suspensión de los mandatos de distanciamiento social en aras de las protestas. Entonces, ¿cómo se convirtió la descripción de Estados Unidos como supremacista blanca en una afirmación de apariencia científica?

Michael Lind ha argumentado que el covid puso al descubierto una guerra de clases, no entre el trabajo y el capital, sino entre dos grupos que podrían llamarse "élites": por un lado, los propietarios de pequeñas empresas que se oponían a los cierres y, por otro, los profesionales que disfrutaban de una mayor seguridad laboral, podían trabajar desde casa y solían adoptar una posición maximalista en materia de política de higiene. Podemos añadir que, al estar en la "economía del conocimiento", los profesionales muestran naturalmente más deferencia hacia los expertos, ya que la moneda básica de la economía del conocimiento es el prestigio epistémico.

Esta división se ha unido al cisma preexistente que se había organizado en torno al presidente Trump, con la población clasificada en gente buena y gente mala. Para los profesionales, no solo el estatus de su alma, sino su posición y viabilidad en la economía institucional, dependía de situarse de forma llamativa en el lado correcto de esa división. Según el Manichaean binary (maniqueismo binario) establecido en 2016, el signo de interrogación fundamental sobre la propia cabeza es el de la fuerza y la sinceridad de su antirracismo. Para los blancos que trabajaban en organismos técnicos relacionados con la salud pública, la confluencia de las protestas de George Floyd y la pandemia parecía haber presentado una oportunidad para convertir su precariedad moral sobre la cuestión de la raza en su opuesto: la autoridad moral.

Más de 1.200 expertos en salud, hablando como expertos en salud, firmaron una carta abierta en la que alentaban las protestas masivas como algo necesario para hacer frente a la "fuerza letal omnipresente de la supremacía blanca". Esta fuerza omnipresente es algo que están especialmente cualificados para detectar por sus conocimientos científicos. Los editoriales de revistas como The Lancet, The New England Journal of Medicine, Scientific American e incluso Nature hablan ahora el lenguaje de la Teoría Crítica de la Raza, invocando el miasma invisible de la "blancura" como dispositivo explicativo, variable de control y justificación de cualquier prescripción política pandémica con la que les parezca bien alinearse.

La ciencia es notablemente clara. Pero también se ha inclinado hacia fines expansivos. En febrero de 2021, la revista médica The Lancet convocó una Comisión sobre Políticas Públicas y Salud en la Era Trump para deplorar la politización de la ciencia por parte del presidente, al tiempo que instaba a presentar "propuestas dirigidas por la ciencia" que abordaran la salud pública mediante la reparación de los descendientes de los esclavos y otras víctimas de la opresión histórica, la mejora de la discriminación positiva y la adopción del Nuevo Pacto Verde, entre otras medidas. Ciertamente, se pueden defender estas políticas con sinceridad, libertad y la debida consideración. Mucha gente lo ha hecho. Pero tal vez también se dé el caso de que la clasificación moral y la inseguridad resultante entre los profesionales tecnócratas les hayan llevado a remitirse rápidamente a los activistas y a suscribir visiones más grandiosas de una sociedad transformada.

El espectacular éxito de la "salud pública" a la hora de generar una temerosa aquiescencia en la población durante la pandemia ha creado una prisa por tomar todo proyecto tecnocrático-progresista que tendría escasas posibilidades si se llevara a cabo democráticamente, y presentarlo como una respuesta a alguna amenaza existencial. En la primera semana del gobierno de Biden, el líder de la mayoría del Senado instó al presidente a declarar una "emergencia climática" y a asumir poderes que le autorizaran a eludir al Congreso y gobernar por decreto ejecutivo. Ominosamente, se nos está preparando para "bloqueos climáticos".

La sabiduría del Oriente

Las naciones occidentales han tenido durante mucho tiempo planes de contingencia para hacer frente a las pandemias, en los que las medidas de cuarentena estaban delimitadas por principios liberales: respetar la autonomía individual y evitar la coacción en la medida de lo posible. Así, eran los ya infectados y los especialmente vulnerables los que debían ser aislados, en contraposición a encerrar a las personas sanas en sus casas. China, en cambio, es un régimen autoritario que resuelve los problemas colectivos mediante un control riguroso de su población y una vigilancia omnipresente. En consecuencia, cuando la pandemia de COVID comenzó en serio, China bloqueó todas las actividades en Wuhan y otras zonas afectadas. En Occidente, simplemente se asumió que tal curso de acción no era una opción disponible.

Como dijo el epidemiólogo británico Neil Ferguson al Times el pasado diciembre:
"Es un estado comunista de partido único, dijimos. Pensamos que no podríamos salirnos con la nuestra [los cierres] en Europa... y entonces lo hizo Italia. Y nos dimos cuenta de que sí podíamos. Hoy en día, el cierre parece inevitable".
Así, lo que parecía imposible debido a los principios básicos de la sociedad occidental, ahora se siente no sólo posible, sino inevitable. Y esta inversión completa se produjo en el transcurso de unos pocos meses.

La aceptación de este trato parece depender totalmente de la gravedad de la amenaza. Seguramente hay un punto de peligro más allá del cual los principios liberales se convierten en un lujo inasequible. En efecto, el covirus es una enfermedad muy grave, con una tasa de mortalidad por contagio unas diez veces superior a la de la gripe: aproximadamente el 1% de los infectados muere. Sin embargo, a diferencia de la gripe, esta tasa de mortalidad está tan sesgada por la edad y otros factores de riesgo, variando más de mil veces entre los más jóvenes y los más mayores, que la cifra global del uno por ciento puede ser engañosa. En noviembre de 2020, la edad media de los muertos por Covid en Gran Bretaña era de 82,4 años.

En julio de 2020, el 29% de los ciudadanos británicos creía que "entre el 6 y el 10% o más" de la población ya había fallecido por Covid. Alrededor del 50% de los encuestados tenían una estimación más realista del 1%. La cifra real era de aproximadamente una décima parte del 1%. Así pues, la percepción del público sobre el riesgo de morir por Covid estaba inflada en uno o dos órdenes de magnitud. Esto es muy significativo.

La opinión pública importa en Occidente mucho más que en China. Sólo si la gente tiene suficiente miedo renunciará a las libertades básicas en aras de la seguridad: esta es la fórmula básica del Leviatán de Hobbes. Atizar el miedo ha sido durante mucho tiempo un elemento esencial del modelo de negocio de los medios de comunicación de masas, y esto parece estar en una trayectoria de integración con las funciones estatales en Occidente, en una simbiosis cada vez más estrecha. Mientras que el gobierno chino recurre a la coerción externa, en Occidente la coerción debe venir de dentro; desde un estado mental en el individuo. El Estado está nominalmente en manos de personas elegidas para servir como representantes del pueblo, por lo que no puede ser objeto de miedo. Otra cosa debe ser la fuente del miedo, por lo que el Estado puede desempeñar el papel de salvarnos. Pero desempeñar este papel requiere que el poder del Estado esté dirigido por expertos.

A principios de 2020, la opinión pública aceptó la necesidad de una suspensión a corto plazo de las libertades básicas, suponiendo que, una vez pasada la emergencia, nosotros podríamos volver a no ser China. Pero esto es suponer una solidez de la cultura política liberal que puede no estar justificada. Lord Sumption, jurista y miembro jubilado del Tribunal Supremo del Reino Unido, aboga por considerar que los cierres en Occidente son cruce de una línea que no es probable que no se cruce. En una entrevista con Freddie Sayers en UnHerd, señala que, por ley, el gobierno tiene amplios poderes para actuar en caso de emergencia.
"Hay muchas cosas que los gobiernos pueden hacer, que generalmente se acepta que no deben hacer. Y una de ellas, hasta el pasado mes de marzo, era encerrar a personas sanas en sus casas".
Hace la observación Burkean de que nuestro estatus como sociedad libre se basa, no en las leyes, sino en la convención, un "instinto colectivo" sobre lo que debemos hacer, arraigado en hábitos de pensamiento y sentimiento que se desarrollan lentamente durante décadas y siglos. Estos son frágiles. Es mucho más fácil destruir una convención que establecerla. Esto sugiere que volver a no ser China puede ser bastante difícil.

Como dice Lord Sumption:
"Cuando las libertades básicas dependen de la convención, en lugar de la ley, una vez que se rompe la convención, se rompe el hechizo. Una vez que se llega a una posición en la que es impensable encerrar a la gente, a nivel nacional, excepto cuando alguien piensa que es una buena idea, entonces francamente ya no hay ninguna barrera en absoluto. Hemos cruzado ese umbral. Y los gobiernos no olvidan estas cosas. Creo que este es un modelo que llegará a ser aceptado, si no tenemos mucho cuidado, como una forma de tratar todo tipo de problemas colectivos."
En EE.UU., al igual que en el Reino Unido, el gobierno tiene inmensos poderes.
"Lo único que nos protege del uso despótico de ese poder es un convenio que hemos decidido descartar".
Está claro que ha florecido una admiración por la gobernanza al estilo chino en lo que llamamos opinión centrista, en gran parte como respuesta a los disgustos populistas de la era Trump y el Brexit. También está claro que la "Ciencia" (en contraposición a la ciencia real) está jugando un papel importante en esto. Al igual que otras formas de demagogia, el cientificismo presenta hechos estilizados y una imagen curada de la realidad. Al hacerlo, puede generar temores lo suficientemente fuertes como para dejar sin efecto los principios democráticos.
La pandemia está ahora en retirada y las vacunas están disponibles para todos los que las quieran en la mayor parte de Estados Unidos. Pero muchas personas se niegan a abandonar sus mascarillas, como si se hubieran unido a alguna nueva orden religiosa. El amplio despliegue del miedo como instrumento de propaganda estatal ha tenido un efecto desorientador, de manera que nuestra percepción del riesgo se ha desvinculado de la realidad.

Aceptamos todo tipo de riesgos en el curso de la vida, sin pensar en ello. Elegir uno de ellos y convertirlo en objeto de intensa atención es adoptar una perspectiva distorsionada que tiene costes reales, pagados en algún lugar más allá del borde de la propia visión de túnel. Salir de esta situación, situar los riesgos en su contexto adecuado, requiere una afirmación de la vida, volver a centrarse en todas las actividades que merecen la pena y que elevan la existencia más allá de lo meramente vegetativo.

Perder el rostro

Tal vez la pandemia no haya hecho más que acelerar, y dar una garantía oficial, nuestro largo deslizamiento hacia la atomización. Al desnudar nuestros rostros nos encontramos con los demás como individuos, y al hacerlo experimentamos momentos fugaces de gracia y confianza. Ocultar nuestros rostros tras las mascarillas es retirar esta invitación.

Esto tiene que ser políticamente significativo.


Tal vez sea a través de esos momentos microscópicos que nosotros tomamos conciencia de nosotros mismos como pueblo, ligados a un destino compartido. Eso es la solidaridad. La solidaridad, a su vez, es el mejor baluarte contra el despotismo, como señaló Hannah Arendt en Sobre los orígenes del totalitarismo. Retirarse de ese encuentro tiene ahora el sello de la buena ciudadanía, es decir, de la buena higiene. Pero, ¿de qué tipo de régimen vamos a ser ciudadanos?

"Seguir la ciencia" para minimizar ciertos riesgos mientras se ignoran otros nos absuelve de ejercer nuestro propio juicio, anclado en algún sentido de lo que hace que la vida valga la pena. También nos libera del reto existencial de lanzarnos a un mundo incierto con esperanza y confianza. Una sociedad incapaz de afirmar la vida y aceptar la muerte estará poblada por muertos vivientes, adeptos de un culto a la semivida que claman por más orientación de los expertos.

Se ha dicho que un pueblo tiene el gobierno que se merece.
Sobre el autor:

Matthew B Crawford es licenciado en física y filosofía política. Es investigador principal de la University of Virginia's Institute for Advanced Studies in Culture.