Los incendios que arden hoy en Palestina y Los Ángeles son síntomas de la misma enfermedad: un sistema que valora la conquista por encima de la conservación, el lucro por encima de las personas y la expansión por encima de la existencia.

El fuego que consume Palisades no es sólo un incendio forestal en California, es un espejo que refleja una crisis global de catástrofes conectadas. Cuando cierro los ojos, las imágenes se confunden: colinas en llamas en California, olivares ardiendo en Gaza y en la Palestina histórica, horizontes ahogados por un humo que no conoce fronteras.
Una investigación de la Universidad de Lancaster ha revelado que sólo en los primeros sesenta días posteriores al 7 de octubre, la respuesta militar en Gaza generó más gases que calientan el planeta que los que emiten veinte países vulnerables al cambio climático en todo un año. En un solo mes -octubre de 2023- Israel arrojó 25.000 toneladas de bombas sobre Gaza, liberando gases que calientan el clima equivalentes a la quema de 150.000 toneladas de carbón. Los vuelos de carga estadounidenses que transportan armas consumieron 50 millones de litros de combustible de aviación hasta diciembre, arrojando 133.000 toneladas de CO2 a nuestra atmósfera común, más de lo que emite anualmente toda la nación de Granada.
Pero esta catástrofe medioambiental no empezó con el actual Genocidio. Durante décadas, los palestinos han vivido y trabajado de forma sostenible con su medio ambiente, manteniendo los paisajes autóctonos y cultivando una rica variedad de cosechas, desde sandías hasta aceitunas; estas últimas forman una parte central de la cultura y la identidad palestinas. Desde 1967, Israel ha arrancado sistemáticamente al menos 2,5 millones de árboles en los territorios palestinos ocupados, entre ellos casi un millón de olivos, que eran la principal fuente de alimentos e ingresos para muchos palestinos. Israel sustituyó estos árboles por vegetación europea importada, tal vez como reflejo de sus propias raíces europeas. Esta destrucción ha provocado la fragmentación del hábitat, la desertificación, la degradación de la tierra y la erosión del suelo, lo que afecta a la resistencia climática de toda la región.
Si incluimos el coste climático de la infraestructura bélica -los túneles, los muros, las instalaciones militares-, cada bomba que cae sobre Gaza envía ondas a través de nuestro futuro colectivo, su impacto se deja sentir en la subida de los mares, el calentamiento de las temperaturas y, sí, en los incendios que ahora amenazan las colinas de California.
Pienso en los agricultores de Gaza, que durante generaciones cuidaron 170 kilómetros cuadrados de florecientes huertos y campos, casi la mitad de sus tierras dedicadas a alimentar a su pueblo. Ahora, las imágenes por satélite muestran un páramo donde antes crecían los huertos. El ejército israelí ha destruido el 70% de los pozos de agua del norte de Gaza, ha demolido miles de invernaderos y ha transformado el suelo fértil en tierra tóxica. Esto ha ocurrido junto con la diezmación del 80% de todas las infraestructuras gazatíes. Sólo entre octubre de 2023 y marzo de 2024, se perdió o dañó el 48% de la cubierta arbórea de Gaza, destruida por operaciones militares o talada por personas desesperadas que buscaban combustible bajo el bloqueo.
No se me escapa la amarga ironía: el alcalde de Los Ángeles recortó 17,6 millones de dólares a sus departamentos de bomberos mientras California enviaba 610 millones de dólares a Israel a través de los contribuyentes. La Compañía Wonderful, que controla casi el 60% del agua de California a través de la familia Resnick, destina millones a apoyar la misma expansión territorial que ha convertido el paisaje de Gaza en una catástrofe medioambiental.
Que ya, en 2025, Biden está tratando de impulsar 8.000 millones adicionales en «ayuda» militar para financiar un Genocidio mientras miles de ciudadanos estadounidenses desde Ashville, Carolina del Norte, hasta Los Ángeles se asfixian bajo la crisis climática. Estamos financiando las llamas que acabarán llegando a nuestras propias puertas.

Cuando veo a activistas medioambientales que dan la espalda a Gaza, quiero sacudirles para que despierten. Sólo la reconstrucción de los 100.000 edificios dañados de Gaza generará 30 millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero, equivalentes a las emisiones anuales de Nueva Zelanda y superiores a las de otros 135 países, entre ellos Sri Lanka y Líbano. Es una deuda climática que todos debemos pagar, un incendio que todos debemos combatir.
Las llamas que consumen Palisades traen consigo ecos del sufrimiento de Gaza: hogares convertidos en cenizas, paisajes transformados, vidas destrozadas. Pero también son portadoras de algo más: una advertencia urgente sobre nuestro destino común. Cuando permitimos el bombardeo de los acuíferos de Gaza y el envenenamiento de su suelo, aceleramos la crisis climática que ahora incendia California.
El ecocidio de Gaza -reconocido como crimen de guerra por el Estatuto de Roma- no es sólo una tragedia lejana. Es un presagio de nuestro futuro colectivo si seguimos permitiendo que la guerra medioambiental y el genocidio queden sin respuesta. Como advierte Benjamin Neimark, de la Universidad Queen Mary de Londres, «El excepcionalismo medioambiental de los militares les permite contaminar con impunidad, como si las emisiones de carbono que escupen sus tanques y aviones de combate no contaran. Esto tiene que acabar».
Lo que arde hoy en Palestina y Los Ángeles son síntomas de la misma enfermedad: un sistema que valora la conquista por encima de la conservación, el lucro por encima de las personas, la expansión por encima de la existencia. Es el legado de una visión del mundo que ha intentado silenciar las voces indígenas que comprendieron lo que ahora debemos aprender: que las heridas de la tierra son las nuestras.
Lo que se permite en Gaza, se permite en todas partes. Hoy son sus campos los que arden bajo bombas de mil libras; mañana serán nuestros bosques. Los fuegos que nos conectan exigen que por fin veamos esta verdad: o nos mantenemos unidos contra esta destrucción, o todos arderemos por separado.
Sobre el Autor:
Ahmad Ibsais es un palestino-estadounidense de primera generación y estudiante de Derecho que escribe el boletín State of Siege (Estado de Sitio).
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