La pregunta se impone cuando vemos la ausencia de reacciones ante las imágenes de manifestantes nazis con cascos y uniformes militares que utilizan incluso catapultas para desatar una lluvia de cocteles Molotov sobre las fuerzas del orden, mientras los comentaristas disertan sobre el carácter supuestamente pacífico y democrático de los manifestantes.
Ucrania está al borde de la guerra civil y, como de costumbre, los medios de prensa occidentales no contribuyen en nada a la comprensión de los hechos. Fuera de las constantes imágenes de enfrentamientos entre la policía antimotines y los temibles militantes nacionalistas en la plaza de la Independencia (Maidan Nezalezknosti), la prensa dominante nos propone únicamente un relato fantástico en 3 capítulos:
- Capítulo I. En noviembre de 2013, el presidente corrupto Viktor Yanukovich echa por la borda el acuerdo de asociación con la Unión Europea que antes se disponía firmar. Decididos a hacer valer su deseo de formar parte de Europa Occidental, los habitantes de Kiev organizan «manifestaciones pacíficas».
- Capítulo II. La cólera del pueblo se desencadena cuando, el 17 de diciembre de 2013, Yanukovich acepta firmar un importante acuerdo de cooperación económica con la Rusia de Vladimir Putin. Los ucranianos amantes de la libertad corren el peligro de que su país caiga en la órbita funesta de Moscú. Sólo los valerosos manifestantes pueden impedir que eso suceda.
- Capítulo III. Prosigue la batalla por el control de Kiev mientras que el régimen, al verse amenazado, trata de aferrarse al poder imponiendo leyes draconianas que restringen la libertad de reunión. Ucrania está ahora en la línea de fuego de la batalla por la democracia, por los Big Mac hechos con OGM y la guerra sicológica que se libra en las pantallas de Disney y de MTV.
Los promotores de la política exterior de Estados Unidos en los medios de difusión prefieren desviar la atención de los televidentes para que estos no vean los hechos que permiten poner en duda su esquema narrativo predilecto. Y en primera línea de esas realidades está precisamente el hecho de que Washington ha montado en Kiev un remake de sus nuevas técnicas de golpe de Estado. Desde hace ya más de 10 años se les viene haciendo creer a los estadounidenses que se han producido en toda Eurasia y el Medio Oriente olas sucesivas de «revoluciones populares» para derrocar dictadores, dictadores que - casualmente - se oponían o perjudicaban los intereses de Estados Unidos.
Pero no hay casualidad. Desde Belgrado hasta Chisinau, pasando por Tiflis y Minsk, la CIA y el Departamento de Estado han orquestado los cambios de régimen desde la sombra, con diferentes grados de éxito y arreglándoselas para poder negar la paternidad de esos cambios.
En el caso de Ucrania, la «revolución naranja» de Yuchenko, el niño mimado de Occidente, fracasó estruendosamente. Pero el país se ha convertido nuevamente en blanco de las acciones subterráneas de desestabilización organizadas por Estados Unidos porque Ucrania goza de una posición geográfica muy ventajosa y es al mismo tiempo vulnerable debido a las fracturas étnicas y culturales que la caracterizan.
La cuestión de la integración a la Unión Europea ha sido el tan esperado pretexto para desencadenar el nuevo round de la Gran Confrontacion. Pero lo que los heraldos y los editorialistas de la prensa dominante de Manhattan ponen especial cuidado en no explicarle al público es el verdadero contenido de los «acuerdos de asociación» que propone la Unión Europea. Si tales acuerdos llegaran a entrar en aplicación, Ucrania entera caería bajo el control de las grandes empresas occidentales, su industria se vería despedazada y todo el proceso conduciría a uno de esos planes de austeridad preparados por los bancos que tan bien se conocen en los países que ya forman parte de la Unión Europea.
Fueron los oligarcas, individuos que ejercen el verdadero poder en Kiev sin importar quien sea el presidente, los primeros que impulsaron esos acuerdos. Bruselas, por su parte, quiere apoderarse de Ucrania por unas pocas migajas, ofreciendo apenas algo más de 1 000 millones de dólares como ayuda para cubrir 17 000 millones de deuda, a la que habría que agregar el costo que tendrían las consecuencias del desastre económico que espera al país si finalmente firma esos acuerdos.
El comportamiento de Rusia ha sido muy diferente. Rusia profundizó su asociación con Ucrania destinando 15 000 millones de dólares al pago de la deuda de este último país, creando empresas comunes en el fundamental sector de la industria pesada y proponiéndole la venta del gas ruso a un precio inferior al que se practica en el mercado internacional [1].
Es de sobra conocida la corrupción de las administraciones presidenciales que han dirigido Ucrania desde que esta se independizó, en 1991. Pero Yanukovich y personajes tan decisivos como Rinat Ajmetov, el millonario que logró hacerse de una posición dominante en el mercado de la energía, acabaron por entender que el principio mismo del acuerdo con la Unión Europea conduciría inevitablemente el país a la ruina y al desastre político, a pesar de que los dirigentes de Europa occidental presentaban el asunto como «una opción por Europa» y en oposición a Rusia. Viendo las escasas ventajas que presentaba este acuerdo evidentemente leonino, el régimen de Kiev encontró en Putin un socio mucho más dispuesto a negociar verdaderamente, cosa que no tenían la intención de hacer Angela Merkel, ni la baronesa Catherine Ashton y sus comparsas.
Los grupos de manifestantes de la oposición que han invadido las calles de Kiev, que ahora se enfrentan a la policía en verdaderas batallas callejeras y que toman el control de las administraciones regionales, son la principal carta de triunfo de los occidentales en su empeño por hacer fracasar el acercamiento entre Rusia y Ucrania. Pero muchos de esos «manifestantes», nuevo objetivo humanitario del establishment estadounidense, no son otra cosa que nacionalistas fanatizados, originarios en su mayoría de las 3 provincias más occidentales del país (la región de Galitzia). Los habitantes de esa parte de Ucrania, a menudo católicos, vivieron durante siglos bajo el yugo de Polonia y de los austrohúngaros y hoy alimentan la hostilidad contra los ucranianos ortodoxos prorrusos de la parte oriental del país.
No hace todavía mucho tiempo que los abuelos de los actuales combatientes de la plaza Maidan conformaban una división entera en las filas de las Waffen SS. Los grupos que hoy reclutan grandes cantidades de individuos provenientes de la ya mencionada región occidental de Ucrania, como es el caso de los partidos Batkishchina (Madre Patria) y Svoboda (Libertad), dicen estar retomando la lucha por la independencia contra el odiado yugo de Moscú.
Es además evidente que Washington no se limita a proporcionar a la oposición ucraniana un estruendoso respaldo diplomático (que incluye amenazas de sanciones) así como un importante apoyo logístico y organizativo a través de toda una serie de «ONGs», como Freedom House [2] y la NED [3]. Todo indica que los servicios secretos de Estados Unidos y sus aliados del MI6 británico, del BND alemán y los servicios de inteligencia de Polonia han aportado un activo apoyo a los actos de violencia de los nacionalistas ucranianos, ahora designados como «pacíficos manifestantes», siguiendo el mismo método que ya convirtió a los mercenarios yihadistas que devastaron Libia y Siria en «combatientes de la libertad» y a los apologistas de diversas desviaciones sexuales en «militantes de los derechos humanos» [4]. Más allá de sus aspiraciones, cualesquiera que sean estas, los ultras no son a fin de cuentas otra cosa que legiones de infantería al servicio de maniobras geopolíticas que ellos mismos ignoran y que ni siquiera pueden entender.
Los territorios situados a ambos lados del Dniéper y del Don no sólo son el corazón mismo de la civilización eslava. También son para Rusia parte fundamental de su política de seguridad ante Europa [occidental]. Para comprender los objetivos de la política exterior de Estados Unidos en Ucrania, es importante recordar el análisis que hacía Zbigniew Brzezinski, estratega emérito de los magnates de la finanza mundial:
Inspirado, sin la menor duda, por su naturaleza filantrópica y su inmenso amor por el pueblo ruso, Brzezinski expresa a menudo su esperanza de que la democracia liberal acabe imponiéndose en Rusia [5]. Lo único que no le gusta de esa nación es su apego a la soberanía, a su identidad rusa y a su cristianismo ortodoxo.«Sin Ucrania, Rusia dejar de ser un imperio. Pero si Moscú logra recuperar el control de Ucrania, con sus [46] millones de habitantes, sus recursos económicos y su acceso al Mar Negro, Rusia dispone automáticamente de todas las cartas de triunfo para conformar un Estado imperial poderoso, a caballo entre Europa y Asia.»
Es la Rusia soberana lo que impide que los Estados Unidos de los banksters logren concretar su inhumano sueño de controlar el planeta. Y es por eso que Brzezinski y sus acólitos han condenado a ese enemigo a vivir bajo la amenaza de la subversión y el desmembramiento. El montaje de una revolución en Ucrania, combinado con el continuo respaldo que aporta por debajo de la mesa a los movimientos separatistas islamistas del Cáucaso, es para Estados Unidos una ventajosa manera de desestabilizar el flanco sur de Rusia. El éxito de ese plan proyectaría inevitablemente una sombra sobre los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi. Además, importantes proyectos energéticos se verían en peligro, como el South Stream (para la explotación y la comercialización del gas). Como ya sucedió en Kosovo, la organización del caos, al ritmo de la misma fanfarria de retórica humanitaria liberal, puede proporcionar nuevamente el esperado pretexto para el despliegue de las fuerzas de la OTAN.
Ahora que Putin ha logrado consolidar el lugar de Rusia en el Mediterráneo, al hacer fracasar en 2013 el ataque contra Siria, Washington concentra sus esfuerzos en cómo impedir la menor consolidación del poder de Moscú en Eurasia. Si logra exacerbar en su propio beneficio las divisiones de la sociedad ucraniana, Estados Unidos tendrá una excelente posibilidad de instalar en Kiev otro gobierno prooccidental y de crear las condiciones favorables para la implantación de fuerzas militares estadounidenses a sólo unos cuantos cientos de kilómetros de Moscú. Pero Rusia parece haber aprendido la lección de la «revolución naranja» del siglo pasado y no está hoy dispuesta a tolerar ese tipo de maniobras.
Esperemos que se logre evitar la guerra civil. Pero existe un riesgo de partición del país que dejaría la región oriental - donde se concentran las industrias ucranianas - y el litoral del Mar Negro bajo la protección de Moscú, mientras que la parte occidental realizaría su sueño proeuropeo [6].
Los que financian a los militantes ultras de la región de Galitzia pueden darse el lujo de desfilar en honor de estos por las calles de París, Londres y Berlín. A quienes realmente toman las decisiones, en Estados Unidos, y a los eurócratas no les importa en lo absoluto la suerte que han de correr los manifestantes de Maidan.
[1] La ejecución de las diferentes fases de la ayuda de Moscú se suspendió a raíz de la renuncia del primer ministro ucraniano Mykola Azarov y debe reanudarse cuando Kiev tenga un nuevo gobierno y emprenda la aplicación de los compromisos que contrajo en el marco de los acuerdos con Moscú.
[2] «Freedom House: cuando la libertad no es más que un pretexto», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 3 de enero de 2005.
[3] «La NED, vitrina legal de la CIA», por Thierry Meyssan, Odnako/Red Voltaire, 11 de octubre de 2010.
[4] El autor se refiere aquí a un grupo de asociaciones que promueven las relaciones sexuales tarifadas con menores del mismo sexo. NdlR.
[5] «La monstruosa estrategia para destruir Rusia», por Arthur Lepic, Red Voltaire, 12 de diciembre de 2004.
[6] En caso de partición del país no hay que excluir la posibilidad de que Hungría y Rumania presenten reclamos territoriales sobre la Rutenia carpática - en el caso de Hungría - y la región de Bukovina - en el caso de Rumania.
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