Dice Alain Touraine, uno de los más brillantes y comprometidos sociólogos de nuestra época recientemente galardonado, junto a Zygmunt Bauman, con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, que en el momento actual estamos atravesando por tres crisis: la económica-financiera, la ecológica-planetaria y la política. Ésta última, se expresa cada vez con más insistencia, como incapacidad de los gobiernos nacionales y de las instituciones internacionales para hacer frente a los graves problemas de la humanidad, creyendo ingenuamente que una vez restaurados los beneficios de los bancos, todo se va a resolver. En este sentido señala algo que nos parece de extraordinaria importancia para la educación y así nos dice: «...la construcción de un nuevo tipo de sociedad, de actores y Gobiernos, depende antes que nada de nuestra conciencia (1) y de nuestra voluntad, o, más sencillamente aún, de nuestra convicción de que el riesgo de que se produzca una catástrofe es real, cercano a nosotros y de que, por tanto, tenemos que actuar necesariamente...» (TOURAINE, A.; 2010).
En la misma línea, el insigne y reconocido Zygmunt Bauman nos recuerda uno de los mensajes que más insistentemente se han ofrecido en la pasada Conferencia Internacional celebrada en Fortaleza (2) y así nos dice que vivimos en un mundo, «...donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y de ese modo, a vivir el uno con y para el otro...» (BAUMAN, Z.; 2010).
Estamos pues ante una crisis que es al mismo tiempo externa e interna. Externa en cuanto afecta a las condiciones materiales de nuestra existencia y de la vida en el planeta, e interna porque se relaciona estrechamente con nuestra naturaleza humana y nuestra forma de construir conocimiento y sentido. Y es en este punto, donde aparece de nuevo el indispensable papel que debe jugar la educación como facilitadora y promotora del desarrollo de la conciencia, la voluntad, la comprensión y el compromiso, como dimensiones estratégicas del aprendizaje y la enseñanza de condición humana.
Sin embargo la educación también continúa en crisis, una crisis de la que ya nos alertó Iván Illich hace más de cuarenta años, cuando nos mostraba la extraordinaria y alienante confusión entre "escolarización" y "educación" (ILLICH, I.; 1974). Y es que los sistemas educativos de nuestro tiempo han alcanzado tal grado de burocratización y tecnologización al ritmo de la expansión de los mercados, que difícilmente podemos encontrar ya en ellos algo diferente a saberes puramente utilitarios y/o adaptativos. Pero además, porque dichos sistemas supuestamente educativos, están más preocupados y ocupados en vender acreditaciones y proporcionar competencias y habilidades profesionales, que en crear las condiciones y mediaciones necesarias para que cada ser humano conquiste de forma original y autónoma su propia humanidad.
¿Qué queda dentro de nuestro ser, cuando después de haber pasado toda una vida entera en las aulas, nos damos cuenta de que toda la información y el supuesto conocimiento recibido y legitimado socialmente, únicamente tiene un valor de cambio perecedero y caduco? ¿Qué recordamos de nuestra experiencia escolar y académica como más valioso para nuestras vidas? ¿O es que nuestro paso por las escuelas y universidades no es más que una liturgia y un obligado requisito para sobrevivir en una sociedad de mercado en las que ganancia, apropiación, desigualdad y consumo ilimitado, siguen siendo de una y mil formas su fin y su medio? ¿Qué nos han aportado nuestros estudios y certificaciones al conocimiento de nosotros mismos y nuestras vinculaciones y conexiones con la sociedad y la naturaleza? ¿No será que el conocimiento adquirido y construido se ha quedado hipertrofiado y nada nuevo somos capaces ya de generar, como no sea en términos de mayor burocratización y mercantilización? ¿Es que acaso nuestras instituciones académicas y escuelas consiguen los resultados esperados que declaran en sus siempre paradisiacas visiones, misiones y valores? ¿No será que nuestra simplificadora y disciplinaria mente escolarizada es incapaz de concebir nuevas formas de pensar, sentir y hacer educación? ¿O no será que la educación amplia y formalmente entendida es un fenómeno que sucede fuera de las aulas y en los márgenes de éstas? ¿O es que lo que entendemos por educación no es más que una sofisticada y costosa superestructura institucional que legitima, garantiza y reproduce un modo de producción inhumano e insostenible?
La fragmentación de los problemas impide su diagnóstico y solución
A estas alturas del siglo XXI es hora ya de hacer frente a tanto discurso de reforma e innovación educativas, que bajo su apariencia de neutralidad y realismo económico estimulador de productividad y competitividad, o bajo un supuesto fondo ético de una mal llamada e incoherente "educación en valores" (3), nos va enajenando de nuestro natural e interminable proceso de hominización-humanización (4) . Y son precisamente estos discursos que naturalizan y legitiman separaciones y dualidades (teoría-práctica, medios-fines, enseñanza-aprendizaje, profesor-alumno, razón-emoción, pensante-ejecutante, dirigentes-dirigidos, crecimiento-desarrollo...) los que al compartimentar y fragmentar los saberes legitimando las disyunciones, simplificaciones y exclusiones, no sólo promueven errores, ilusiones y cegueras del conocimiento (MORIN, E.; 1999), sino que obstaculizan e impiden tanto el diagnóstico de los problemas, como su solución.
Si los problemas más importantes de la vida, de la humanidad, del planeta y de las personas como sujetos individuales y colectivos, son siempre globales, contextuales y relacionales, necesariamente tendremos que buscar y encontrar estrategias, procedimientos, métodos y acciones que nos permitan contextualizar, relacionar, vincular, conectar y religar saberes, conocimientos y disciplinas. Y es a la educación y especialmente a todas sus instituciones formales e informales, privadas o públicas, presenciales o virtuales, a las que corresponde asumir la responsabilidad de construir una «ecología de los saberes» (5) tomando como fin y como medio el aprendizaje y la enseñanza de la condición humana, ya que de lo contrario, difícilmente podremos poner de manifiesto en lo cotidiano y en lo concreto que otro mundo es realmente necesario y posible.
Enseñar la condición humana requiere autoaprendizaje, compromiso y experiencias vitales
No se trata pues, de volver por las viejas sendas del pensamiento disciplinar, curricular y organizativo que alimenta nuestra mentalidad escolar, como tampoco de creer que hemos de inventar un nuevo precepto enseñando a los demás a vivir como si los profesionales especializados en educación o los funcionarios docentes fuesen realmente sabios en esta materia. De lo que se trata más bien, es de saber combinar complejamente las necesidades y problemas materiales de existencia de nuestros contextos locales y globales, junto a la imprescindible e indelegable tarea de aprender a vivir de forma autónoma sin necesidad de que nadie nos lo prescriba en forma de recetas académicas o de inculcación ideológica.
¿Realmente es posible enseñar la condición humana a partir de una mente escolarizada y curricularizada que únicamente ve disciplinas, exámenes y acreditaciones en todos los lugares? ¿Cómo habilitar contenidos, espacios, tiempos, recursos y condiciones para una enseñanza tan básica y fundamental para nuestra vida? ¿Podremos enseñarla en el marco de la relación profesor-alumno o habrá que comprender y asumir radicalmente aquel siempre nuevo principio que Paulo Freire nos legó de que nadie realmente educa a nadie y que todos nos educamos en comunión? (6) ¿Y qué significa esto en términos concretos? ¿Habrá que romper los estrechos, formales y reglamentados límites de las escuelas para que sea la sociedad entera la que asuma la responsabilidad de educar?
Tal vez nuestros discursos y declaraciones nos hacen tan prepotentes, que a menudo olvidamos que en lo más sencillo, en lo más humilde e insignificante puede siempre brillar la luz del más valioso y fructífero de los aprendizajes. Y no se trata aquí de simplificar o de reducir a recetas didácticas o a medidas curriculares todo lo que pensamos como deseable, sino más bien de comprender que el campo de los aprendizajes auténticamente transcendentes para la vida y para el desarrollo pleno de nuestra humanidad está todavía sin explorar lo suficiente. Es necesario pues incorporar como educadoras y educadores, no sólo a cualquier persona que nos muestra con su conducta el sentido de su vida, sino también a la Naturaleza entera de la que formamos parte.
Visto así, queda claro al menos, que es imposible enseñar la condición humana en el sentido escolarizado y burocrático al que estamos acostumbrados y queda claro también la absoluta imposibilidad de enseñar nada de nuestra condición si no estamos profundamente implicados en su aprendizaje. Enseñar la condición humana es por tanto, no un proceso de transmisión, ni de ejercicio de conductas testimoniales siquiera, sino más bien un proceso de autoaprendizaje, de compromiso y de experiencias vitales con todo aquello que forma parte de nuestra compleja y contradictoria naturaleza. De aquí por ejemplo, que no podamos entender dicha enseñanza-aprendizaje sin el reconocimiento del otro como legítimo otro, sin la aparición y el desarrollo de procesos afectivos y amorosos que son al mismo tiempo dialógicos, interactivos y auto-eco-organizadores.
Extracto del artículo "Educación y condición humana" de Juan Miguel Batalloso Navas.
Notas
(1) Los subrayados son nuestros.
(2) "Los siete saberes de la educación para el presente". Conferencia internacional. Fortaleza (Ceará-Brasil) 21-24 de septiembre de 2010.
(3) Mal llamada porque cualquier hecho o fenómeno educativo se funda, se realiza y se desarrolla siempre en función de valores, ya sean estos económicos, sociales, políticos, éticos, estéticos, noéticos o de cualquier otra índole. E incoherente porque la "educación en valores" como finalidad y/o contenido explícito y/o declarado de la educación o bien es contradictoria con las prácticas organizativas, curriculares y docentes más generalizadas, o sencillamente la importancia y el lugar real que ocupa en la vida cotidiana de la mayoría de las aulas, es puramente testimonial.
(4) «..La importancia de la hominización es capital para la educación de la condición humana porque ella nos muestra como animalidad y humanidad constituyen juntas nuestra humana condición (...) La hominización desemboca en un nuevo comienzo. El homínido se humaniza. Desde allí, el concepto de hombre tiene un doble principio: un principio biofísico y uno psicosociocultural, ambos principios se remiten el uno al otro (...) Los individuos permanecen integrados en el desarrollo mutuo de los términos de la triada individuo sociedad especie. No tenemos las llaves que abran las puertas de un futuro mejor. No conocemos un camino trazado. "El camino se hace al andar" (Antonio Machado). Pero podemos emprender nuestras finalidades : la continuación de la hominización en humanización, vía ascenso a la ciudadanía terrestre...» (MORIN, E.; 1999).
(5)«...La ecología de los saberes se refiere a la existencia de conocimientos plurales, a la importancia del diálogo entre saber científico y humanístico, entre el saber académico y el saber popular proveniente de otras culturas y a la necesidad de confrontar el conocimiento científico con otros tipos de conocimientos de la humanidad. Mas, para ello, necesitamos de un pensamiento complejo ecologizante capaz de religar estos saberes diferentes tanto como las diferentes dimensiones de la vida...» (MORAES, Maria C.; 2008: 22).
(6) «...El educador ya no es sólo el que educa sino aquel, que en tanto educa, es educado a través del diálogo con el educando, quien, al ser educado, también educa. Ahora ya nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión, mediatizados por el mundo...» (FREIRE, P.; 1975: 90).
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